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Alba

Navidad sin ella

Hay noches que son ideales para llorar sin que nadie te vea, incluso tienen lugares precisos en los que te puedes esconder y disimular los sollozos o culpar a los olores.

            Los recuerdos atacan.

            Un reloj descompuesto, un suéter que me regaló y una chamarra que sólo ella pudo haber escogido. Pero mi papá lo hace por ella, porque así le hubiera gustado.

            Aguanto las lágrimas.

            La mesa está lista, la música también; la comida la probé una noche antes y estaba deliciosa.

            “Seguramente te estás pintando las uñas de rojo”, me dice Ale, mi hermana, por teléfono desde Barcelona, y me pide una foto de mi vestido. Este año no me tomé una sola fotografía; me faltaba algo, ¿los aretes? No logro recordar cuáles fueron los que usé. Hay una selfie de mis ojos en la que, según yo, estaba maquillada; pero, no, parezco una criatura de 12 años.

            Antes de que hubieran muchas risas porque mi abuelo casi comete el crimen más grande de la historia de la Navidad: dejar caer al niño mientras lo arrullaba; comencé a recoger las huellas de la cena, dispuesta a dejar que mis ojos se humedecieran como cada 24, desde hace ya varios años.

            Pero no fue así, otra persona lavó los platos, yo sólo los recogí.

            A las cuatro de la mañana me despertó el dolor crónico, ese que me había dejado un par de años, pero que regresaba porque tenía un pico que cumplir. A veces, la impotencia se convierte en lágrimas. A veces respiro… y otras veces sueño con ella en su sala, con la mesa china y las copas rojas.