Categorías
Alba

Nevado de Toluca

—Mamá, ¿por qué le tenemos que dar la vuelta a la montaña?

            —¿Por qué corren?

            —¿Por qué andan en bici?

            —¿En serio llevan a su bebé? ¿Será un tipo de manda?

            —Qué ganas, caray.

            —Ayer hubo varios heridos, porque se resbalaron, y un muerto, pero ese fue por loco, señorita.

            —¿No que muy macho para los maratones, cabrón?

            —No mames, esto es de locos, wey.

***

Cumplí 29 años y decidí ir al Nevado de Toluca; me acompañaron mis hermanas y el novio de una de ellas. Salimos muy temprano, 5:20 am y, cuando llegamos, alrededor de las 7 am, el frío cortó mis cachetes, y mis lentes se empañaban cada vez que llenaba mis pulmones.

            Casi treinta, o la edad eterna de Nanny Fine, y sigo con mi 1.70 de altura, 55 kilos y unos gramos más, a veces menos, y el cabello en proceso de ser largo cual amazona. Una licenciatura, una maestría, un par de cursos, dos idiomas, varios acentos que aún mezclo con mis bolivianismos, y que en México no se usan, y yo sigo por la vida sin darme cuenta.

            En serio, ¿qué ganas de madrugar a horas inhóspitas y subir la montaña un domingo de enero? En parte era por la mentada foto y porque a veces extraño la nieve: ese frío que inmovilizó mis manos en alguna calle del East Village en Nueva York y me paralizó.

            For real I can´t move them, I’m not kidding, take a look.

            Caminamos 16 kilómetros, ida y vuelta. Estuvimos a más de 4000 metros de altura. “Fueron a La Paz y volvieron”, dijo mi papá. “También pasamos por Santa Cruz”, dijo Gus, refiriéndose a un pueblo perdido de Toluca.

            Subí la pendiente porque quería ver y sentir algo majestuoso como Grand Central, la Coordillera de los Andes desde el avión o la carretera del altiplano boliviano que parece no tener principio ni fin, la vista entre Pinotepa Nacional y Pinotepa de Don Luis donde mi abuela quiere volar.

***

Bajé al cráter donde están las lagunas. Caminé un rato, vi con mucho temor el agua congelada: ese “piso” de mentiras que sólo tiene una función de tentar y retar hasta dónde llegas, qué tanto puedes caminar, qué tanto te puede aguantar, y qué tanto eres capaz de sonreírle al miedo de caerte, ahogarte y morir.

            Seguí caminando, y de pronto miré a una señora que se había puesto a hacer saludos al sol en la nieve, des-cal-za; inevitablemente pensé en el loco que había muerto y le dije a mi hermana: “Ya, vámonos.”