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Alba

Un perfume de Guerlain hecho polvo y humedad

Te miras, te criticas y te escondes. Cierras la puerta y respiras, ves alrededor y estás sola.

      Vuelves a observar y hay objetos que conocen lo más profundo de la boca, los olores íntimos, las nuevas arrugas y las viejas estrías. Un espacio de prisas mañaneras, pero con noches que merecen un ritual. Un esmalte rojo, la enagua con encajes de la última visita a París, una calada más al cigarro, y estás lista para aparentar que no hay dolor, sólo seducción.

      Curiosear en lo ajeno es como espiar y revolver el lugar por el que se pasea —sin permiso— la mirada. Es un deambular de manos entre unos cajones que, probablemente, el tiempo aseguró, creándoles una maña, en caso de que quisieran ser abiertos.

      Hay espacios privados de ensueño, que merecen un ritual cada vez que se entra, como el vestidor con zapato-anillo de compromiso de Carrie Bradshaw del programa Sex and the City.

      Paloma Picasso, a eso olía mi abuela, y al parecer todas las señoras de San Ángel que ahora tienen más de 80 años. Aquellas damas que bordean los casi cien deben dejar su rastro de Shalimar de Guerlain, el mismo que usaba Frida Kahlo, sólo que el de ella tenía otros componentes: tabaco y hospital.

      Para saber cómo fue alguien es necesario hurgar, meterse donde no es debido, en lugares donde la presencia no sólo se siente por el espacio en sí mismo, sino por el dejo de su olor entre hilos y telas.

      Frida Kahlo midió 1.70, fue delgada, con senos redondos y firmes; vistió de una forma en particular; llevó una moda, un estilo personal, que fue más allá del simple vestir, ya que trató de llevarnos a su sentir, a las emociones que la hicieron usar faldas, huipiles, batas o retazos de telas hechos a su parecer.

      472 objetos quedaron clausurados después de la muerte de Frida. En 2004, se decide abrir el baño que guardaba el secreto indumentario más preciado del sur de la Ciudad de México, en la Casa Azul de Coyoacán, también conocida como el Museo de Frida Kahlo.

      Cruzar el marco de la puerta, y respirar el aire atrapado de un búnker que escondía colores y blancos, tuvo que ser como entrar a los recovecos de lo más íntimo en el lugar más íntimo de una casa: el baño.

      Aquél es una zona limpia, en donde sacas lo más sucio de ti, un espacio en el que sucede una metamorfosis con tan sólo el contacto de tu cara con el agua.

      Pero, en el baño de la Casa Azul, hace 10 años pasó un no sé qué, con las personas que entraron, después de cincuenta años de encierro entre el polvo y la humedad.