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Constanza

Enseñanzas de Natalia Ginzburg

Natalia escribió sobre los pequeños detalles poniendo su atención en unos aburridos platillos ingleses, en casas vacías y sin rentar, en las servilletas que zurcía Dickinson mientras esperaba en el aire una respuesta que nunca llegaba; temas pequeños ocurriendo durante grandes circunstancias. 

¿Quién diría que una escritora que pone el ojo en lo sucio de los zapatos durante la Resistencia nos enseñaría cómo mirar a nuestro alrededor tan sólo unas décadas después?

Hay mucho tiempo detenido en los objetos que habíamos destinado a usar en un año en el que hoy, todos fantaseamos, estaba destinado para hacernos renacer, el 2020. 

Natalia nos hizo el favor de indicarnos que el tiempo también es duro con los objetos que nunca volteamos a ver:

la piel necesita cuidados si la lavas mucho, la mirada se pone cansada frente a la luz de la computadora, la comida construye relaciones también desde un celular y el mejor lugar para estar es dentro de las ropas más descoloridas porque son las más cómodas.

Lo cotidiano también tiene su lado complejo: el cuerpo en el que vivimos, este en donde se lleva a cabo el acto consiente, es más frágil de lo que lo considerábamos y se extingue con mayor velocidad de lo que uno romantiza. 

Leo a Natalia y no me cabe duda de que su enseñanza radica en observar que en lo pequeño el tiempo es igual de duro.

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Alba

El estrés de lo cotidiano

Despertar y pensar cómo prepararé mi café (cafetera italiana, la normal o la última divina que me regaló mi papá). Qué taza es la de hoy (la roja de siempre, la de NY o mi última adquisición porque estaba en oferta). Rutina del cuidado de la cara (gel limpiador, tónico, vitamina c, bloqueador). Pensar en si me maquillo o no (que es ponerme rímel y delineador, y a veces me ilumino la cara, los tiempos de chapas quedaron en el pasado). Ver mi clóset (bra o no bra, como hace frío con una camisa interior está bien, y el suéter holgado ayuda). Abrir el refrigerador, recordar si toca desayunar huevitos (un día sí, otro no). Leer las noticias mientras desayuno (desde el celular o desde la laptop, todo depende de la hora en que lo haga). Trabajar (correos, teams, llamadas, repetir ad infinutm). 

Hay un momento que se tiene que parar todo esto: lavar los platos, no puedo estar con el celular y tengo que pensar qué descongelaré para una preparación rápida de comida, la cual tardaré unos minutos más en prepararla que en comerla.

Cerrar laptop (hacer el intento de: suspender, hibernar…apagar). Caminar (abrigo, tenis, cubrebocas, dinero, celular, gel). No puedo solo caminar (llamarle al celular de mi mamá, mi hermana, mi amiga o de usted). Pasar al Oxxo (tengo jugo, tengo huevitos, tengo pan, estoy bien, sigue caminando). Llegar al depa (ceno primero, me baño después, o al revés). Libro o serie (los cuentos de la argentina que no sé cómo se pronuncia su apellido o la novela que tanto presumen en Instagram; serie islandesa, la mexicana o mejor vuelvo a ver Mad Men).

Dormir, pero antes un té.

(Jengibre, manzana con canela, manzanilla o negro)

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Constanza

Las paredes que hablan

Espero que la mía hable bien de mí porque he visto paredes descuidadas, atiborradas o resquebrajadas.

A la mía la diseñé justo para que en un pequeño fragmento se muestre un poco quién soy. La psicología también se asoma por las paredes que enmarcan las reuniones que tenemos a diario. Mi pared habla por mí: fondo blanco, color rosa intenso en telar de lana, un alebrije, porque todos somos de muchas formas, un retrato mío porque yo soy yo, una foto entre mares y una brújula para seguir mente y corazón; todo enmarcado entre luces programadas para entrar a alguna sesión, o como digo ya por costumbre, entrar “al aire zoom”.

Entrar a una sesión de zoom implica en parte vivir una teatralidad. Uno se viste, se maquilla, se pone polvo, edita su rostro y coloca la cámara en picada para lucir de alguna manera que consideramos más favorable.

Pero lo que en realidad se queda en el recuerdo no son nuestros peinados o la mirada fija en la cámara para “ver a los ojos” sino es ese pequeño extracto de pared que hemos elegido casi como encuadre que refleja en buena parte algo que nosotros somos.

Hasta ahora hemos visto de todo. Hay paredes de papel negro que gritan desconfianza, hay las que se visten sólo con un destello de luz blanca que a la larga enceguece o deforma el fondo.

Luego, por ejemplo, está quien ha resuelto la privacidad con libros y plantas.

También hay quien encuadra la pared con luces brillantes como cabina de algún viaje espacial. También hay paredes canceladas a las que mejor se les asigna un paisaje desde la computadora, como un lobby de un hotel sin gente. También hay paredes que en realidad son techos.

En esta época las paredes hablan no sólo por los susurros sino también por su fondo.

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Alba

Nublado

Que esta ciudad amanezca siempre fresca, a muy fría, no es porque sea un valle, es porque cuando decido usar una falda, un vestido o una tela que se atreva a mostrar un poco más arriba de mis tobillos, sé que estaré a la defensiva, cubierta con mi suéter negro, escondida detrás de mis gafas y aislada con mis audífonos. Por lo tanto, los aires de esta ciudad me obligan o me sugieren que me cubra, me esconda y, para evitar sentirme mal, me aísle.

Escoger lo que me voy a poner, y más ahora que regresé a la vida laboral, donde el código de vestimenta es formal y, sí, eso implica usar un ligero tacón, es todo un arte. Pensar en lo que me voy a poner es mi parte favorita de cualquier momento del día: mientras me baño, esperando el semáforo, en un concierto cuando no me sé una canción o en esos cinco minutos antes de dormir o de salir de la cama.

Siempre reviso el clima. En tiempos sin internet en el celular, lo revisaba en el periódico o esperaba las pautas de CNN con el estado del clima de distintas ciudades: Buenos Aires, Bogotá, Lima, La Paz, México, Managua, Santiago, Santa Cruz de la Sierra…

Ya tengo un outfit, los aretes, la bolsa, los zapatos (incluso con los que voy a manejar); el peinado es lo de menos, lo que importa es con qué me voy a cubrir, a esconder. Siempre me llevo algo, “por el frío”, dirían todas las madres; pero, no, lo hago para que no molesten.

A veces creo que esta ciudad nos dice: “Cúbrete mija, no vaya a ser que…”, y por eso amanece frío.

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Constanza

La vida entre redes

Soy lo que considero una millennial veterana así que me puedo dar el lujo de hablar de elepés, del casete y del paso del cd al mp3 sin problema alguno; mi desarrollo está basado en no saber qué es un celular hasta tener la última aplicación para diseñar mi rostro sin algún tipo de imperfección y por qué no, ponerme orejas de gato mientras escribo sobre cómo algunas fotografías antiguas definieron un imaginario social en épocas pasadas.

Con estas características quedo como una millennial atrapada entre un modus operandi que dista mucho de ser de los que apenas levanta la cabeza de su dispositivo móvil para cruzar la calle, así como de aquellos que siguen viviendo en un rock hecho de convivencias contradictorias como la franela y las pesadas tuercas.

¿Cómo alguien podría ir en la vida sin saber lo que es arreglar cosas con sus propias manos y cómo alguien podría no saber usar alguna aplicación que resuelve lo inimaginable? 

Nosotros, lo millennials veteranos, estamos ahí en medio por la sencilla razón de que conocemos ambas formas de vida, una tan analógica como embarrarse los dedos de lodo por las tardes de juegos, como la que no soltaba los controles de un Nintendo de botones de cruz naranja porque la vida comenzaba a reproducirse cada vez más a través de pequeñas pantallas. 

Es cierto que el uso del internet para comunicarnos y trabajar antes de la pandemia ya era normal para casi toda persona que estuviera en una oficina; mi padre de 87 años, por ejemplo, en ocasiones usa las aplicaciones para comunicarse mejor que yo; aún así, no dejo de pensar como buena millennial veterana en la forma de solventar la parte humana que todavía se les escapa a las redes sociales.

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Alba

Taza roja

Tengo manías como no repetir aretes, zapatos ni color de ropa, dos días seguidos.

Si uso anillos, tienen que estar en equilibrio, es decir, en los mismos dedos de ambas manos.

La pluma azul hecha de botellas recicladas es un capricho post-maestría. Entraré en crisis cuando la descontinúen.

Si me levanto muy temprano para escribir un ensayo o un texto que quiero que salga lindo, tomo café en mi taza roja; las otras las uso para leer, trabajar de noche y disfrutar del domingo.

Esta taza llegó en momentos de tesis, trabajos y de no saber otro camino más que el de la biblioteca, y si pudiera la llevaría conmigo a todos lados, pero no, porque siento que se le podría acabar su poder supersticioso de escribir claro y bonito.

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Constanza

Pescar la noche

Los restauranteros compran mojarras a los productores acuícolas solamente si el producto cumple con un peso de 800 gramos. 

—¿Cómo saber ese dato al momento de seleccionar al pez? ¿Se pesa? ¿Afuera o dentro del agua? —pregunto.

Al parecer el acuicultor atrapa en una especie de abrazo escurridizo al animal que se convierte por momentos en bestia. Una vez dentro del agua, se sube al todavía pez en una báscula de metal para calcular su peso hasta que la aguja señala una aproximada cifra.

Ya en otro contexto y por las formas en las que se llevan a cabo algunos particulares movimientos surge de nuevo, para los adentros de la interlocutora, una segunda duda.

¿Cómo se baila música electrónica dentro de un garaje sin luz con personas completamente de negro, con máscaras antigás y cuernos de chivo, no el arma, sino el animal?

Al parecer y, a juzgar por el ritmo de los movimientos de los brazos y de todo el cuerpo, los acuicultores, los minotauros y los curiosos en los antros comparten, en la pesca y en el baile y sobre todo a ojos de quien no está del todo en contexto, la babosa necesidad de asirse a algo que no tiene mucha forma.

Intentar abrazar música y agua disonante en ambientes de olores duros, entre escamas y sudores ajenos imposibilita pensar con alguna claridad.

Pero uno está ahí con pocas ganas y mucha curiosidad porque a la invitación de la comida, esa que incluía al acuicultor parlanchín explicando las formas de pescar con los brazos le siguió la invitación al chapuzón de música y quimeras. 

El baile de abrazar, al pez o al electro incluía en el elenco de esa noche, la inesperada visita de una mujer en uniforme citadino irrumpiendo, con ropas claras, entre un apretujado gentío de ajuar de pasarela propia de la hermana seria de la Bruja Devil.   Como primer acto de iniciación, a la citadina le quitaron en la entrada sus gotas para los ojos porque parecía otra clase de “gotero” y, antes de ascender los peldaños de terciopelo rojo, se dejó sellar a regañadientes su muñeca derecha. La mujer, la citadina o más bien, la muñeca, revisó la zona en ambos lados entreviendo que, el único remedio que le quedaría para sobrellevar esa noche, sería el aplicar sabiamente los conocimientos en la pesca de mojarras vivas.*

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Constanza

W.E.

Nosotros es una palabra comprometedora.

La primera vez que uno la escucha en la boca del otro y nos incluye en sus planes o vida la tierra interna se conmueve.

En su historia Wallis Simpson y el Rey Eduardo VIII encadenaron alegrías y desgracias en un indisoluble W.E. y se arrastraron juntos hacia las dos direcciones que la palabra promete: amor y odio, con todo y derivados.

W.E. 

Su “nosotros” traducido en “sin posibilidad de huir”

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Alba

La delicia de buscar, escoger y luego, comprar

—Dígame, ¿en qué la puedo ayudar?

—Busco un regalo.

—¿Qué le parece? — dijo, apuntado a uno entre el montón.

—Mmmm, no. Mejor aquél.

—¿Quiere probárselo usted?

—No, no, no. Yo soy muy blanca, y ella está bronceada.

Una persona muy querida se titula mañana y no puede andar por la vida sin un artefacto especial, de esos que el simple hecho de abrirlos implica un ritual, su propio espacio, y adaptarse al objeto, no al revés.

—Mire, éste se ve divino y sienta bien.

La señora del local, sin pensarlo dos veces, hizo que probara el objeto en cuestión. Fueron tres segundos de una concentración total y un sentir de piel chinita que sólo provoca el pastel de chocolate que prepara mi hermana.

—Para regalo, por favor.

—Claro, señorita.

Papel crepé, un listón blanco y una cajita.

—Muchas gracias.

—A usted.

De la tienda a mi auto sentí que volaba.

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Constanza

Personajes

Estudiar literatura italiana te hace ver personajes del país de la bota por doquier. Más, si uno se vuelve admirador del periodista Pereira, del estudiante necio Monteiro Rossi, de “la mujer de los zapatos rotos” o, ya bien entrados en lo más aceitoso de la italianidad, de Sofía Loren, antítesis de la Ginzburg que habla de sus zapatos durante la guerra. La Italia reservada y la Italia explosiva.

Dos ideas polarizadas de lo que significa cohabitar con lo más latino del continente al otro lado del Atlántico y, aún así, no lograr entenderlos. Siempre gritones y de voz semi aguda, dos tipos de italianos:

Uno: zapatos rojos, medias traslúcidas o bronceado perfecto, falda de vuelo corta y blanca, blusa con motivos rojos y blancos, cabello sin lavar pero con peinado perfecto. Perfume y gafas oscuras. Al frente, un espresso, y un chico; al lado, perrito y bolsas Gucci. 

Dos: chica en flats, shorts rotos, blusa blanca de hace dos días, cabello despeinado o mal recogido, mochila con libros y ropa del fin pasado. Forjando un cigarro delante de un chico que mira su celular. 

Ambas, hermosas.

Aplica igual para los hombres.

—¿En dónde están las papas fritas?— grita uno en el supermercado frente a los lácteos.

El niño del Kinder Sorpresa: pantalón de lona azul, camisa de lino clara y modales de príncipe, no existe más. El italiano de los noventa pareciera que ve, en la desfachatez, el futuro de la sofisticación por la que tanto se desfallecieron los mecenas renacentistas. Un hippie trasnochado en sus veintes que busca papas y cerveza en el súper. Los profesores, igual que seguramente lo habría hecho Pereira, miran el jarrón romperse y dan, sin remedio, otra bocanada al cigarro.

—El curso pasado me aventé a 150 estudiantes repitiéndome en voz alta argumentos sobre Amuleto y Los detectives salvajes— dice una profesora en español ibérico cuando se entera que puede practicar con la interlocutora de cabello negro su lengua extranjera predilecta.

“Quizás los chicos están así gracias a las novelas que les dan a leer”, me pasa por la cabeza mientras acepto que me encantó Amuleto y detecto que comienzo a alucinar el temperamento de la región.

En la reunión: dos Pereiras, una semi Sofía y dos aspirantes a Pereira y Natalia Ginzburg platican o parlotean o gritan en un respetable itañol sobre literatura latinoamericana.

Enredos de bromas, tomadas de pelo, argumentos verídicos, todo ensalzado con lo que uno imagina es racionalidad juguetona deja de ser “drama interesante” para la visita que sueña con llegar a casa y contactar a alguien del otro lado del Continente que comprenda su propio temperamento.