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Punto atrás

Viernes por la mañana, y en mi agenda tenía escrito hacer un vestido, una actividad normal para dos amigas que estudian una maestría, escriben una tesis y, ¿por qué no?, diseñan, cortan y cosen.

En la tienda de telas las dos nos remitimos a cuando estábamos en el colegio y teníamos que ir por este tipo de material; Liliana lo recordó con una sonrisa; yo había olvidado lo que era ir por telas, porque jamás fui a comprar para mí, las pocas veces que lo hice era por mi abuela o con una amiga. Nunca mandé a hacer un vestido para las fiestas de XV, y no tengo la remota idea de cómo tratar con una costurera; mi relación se limita con los sastres para que arreglen el largo de un pantalón.

Si alguna vez tuve contacto con una aguja fue para hacer un bordado de punto cruz, una serie de manzanitas que pasaron por mi mamá, mi empleada Antonia y mi tía María. Tampoco olvidaré el intento de tejer una chalina azul, de la que era muy fácil reconocer los nudos de Alba contra el tejido perfecto de Antonia.

Más de diez años después, puedo presumir que cosí una tela en forma de vestido con un hueco para la cabeza, dos laterales para los brazos, y que tenía un patrón, es decir, un diseño.

Confieso que yo no lo diseñé; lo hizo Liliana, una amiga muy creativa; pero sí corté la tela, inserté el hilo en la aguja y, voilà, durante veinte minutos cosí, y me sentí personaje de El tiempo entre costuras.

Mientras cosía la tela, pensaba en lo espantoso que se iba a ver con la costura y en cómo iba a borrar las marcas del lápiz. Claramente, ignoraba que lo estábamos haciendo al revés, por detrás, y no por delante.

Creamos el vestido menos sexy de la faz de la tierra, con una tela pesada y caliente, el color de miren, ya llegué, pero con un estilo de principios de los ochenta muy definido: un fantasma naranja de Pac Man.

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Alba

Unos Pantalones Blancos

—¿Estás loca?

—¿Ah?

—El cielo se cae, y tú con pantalones blancos.

Sí, esa soy yo, mientras mi hermana entra en crisis porque tuve la osadía de usar un color prohibido en temporada de lluvias. Corrección. En un verano que puede amanecer soleado, para luego convertirse en un día de invierno, y terminar con una imagen muy a lo Jumanji cuando están en el Amazonas.

Claro que sabía que se iba a caer el cielo, pero los pantalones estaban ahí, colgados, esperando a ser usados. Ya había sido demasiado negro y jeans.

Los pantalones sobrevivieron a las manchas de lodo, a la lluvia que a veces puede ser tóxica, e incluso al café que tomé casi parada. Pero no pasaron la mirada reprobatoria de mi hermana y de otras mujeres que seguro pensaron que no había visto el cielo. Miradas así también suceden cuando alguien usa gafas en un lugar cerrado. Me declaro también culpable. Mis lentes de sol tienen aumento, los uso para ver mejor, y ¿a quién engaño?, el misterio Holly Golightly sienta de maravillas de vez en cuando.

Ahora, pasadas las 12 de la noche, y sin lluvia, pienso en los pantalones blancos que terminaron en el cesto de la ropa. Debería volver a usarlos, esta vez con tacones y una blusa divina, darles su lugar, como forma de agradecimiento; pero, uno de mis issues existenciales es que no repito color, jeans y menos aretes, dos días seguidos. No, no, no.

Así que escribo esto para agradecer a algo inerte, pero con color.

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Emma Recchi

Hay mujeres que saben usar una bolsa, que no sólo es de diseñador, sino que lleva el nombre de una leyenda, como la Birkin Bag, nombrada por Jane Birkin, por la necesidad de un objeto que le permitiera cargar con todo. Otras, que saben peinarse, un moño francés o un buen cepillado y ¡voilà! Y no faltan aquellas chicas que, desde sus once años, los viernes por la tarde una señora las visita y les hace el manicure y pedicure en la cocina.

Pero existen las que saben hacer todo eso, y no por el papel que tienen que representar dentro de una película italiana, sino porque ellas nacieron para dirigir banquetes, no para cocinar; ellas fueron educadas para afirmar o negar con la mirada, y saber cómo hacer una entrada triunfal y no un fashion and be late; ellas se desmaquillan con Chanel.

Puede que no hayan heredado las perlas que la abuela compró en su último viaje a Mallorca, que usen el bisonte a escondidas de la sociedad porque ya no es políticamente correcto o que sueñen con entrar en el vestido de novia de sus madres, a pesar de las fatales hombreras y los nunca-más-vueltos-a-existir 58 centímetros de cintura, “Cuando tenía tu edad…”.

A veces, es el sonido de unos stilettos bien pisados; otras ocasiones, un perfume con un buen fijador, pero la mejor de todas es cuando sale un “Querida”, acompañado de una sonrisa.

Ellas son las mujeres de mi casa, de la calle y de la tele.

De vez en cuando… yo también soy una de ellas.

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Los pelos de la escoba

Una cosa son los pelos después de cepillarme el cabello al salir de la ducha, que jalo del cepillo de madera, hago un nudo como lo hacía la Antonia, pero otros son los que se enredan en la escoba.

Los odio.

Están ahí muertos, sin nada más qué hacer que esperar el momento que llegue la escoba y los “recoja”, porque no los limpia, se enredan, se pegan, se van entre las cerdas.

No me dan asco, simplemente detesto que no tengan otra función más que estar ahí.

Al menos el polvo tiene la función de ensuciar y de hacerme estornudar, pero los pelos, míos, tuyos y de todos nosotros, solo se quedan ahí quietos.

Sin embargo, son los perfectos delatores que estuviste aquí.

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Abrazo en pandemia

“Alba, necesito un abrazo”

¿Cuántos mensajes así no hemos recibido? ¿Cuántos besos no hemos enviado?

He visto que se abrazan con un plástico de por medio, yo he vuelto a enviar besos voladores como me enseñó mi tía Ceci, pero abrazos ¿voladores? aún no, tampoco me animo a abrazarme y ver mis brazos cruzados en una pantalla.

Es cierto que no soy de abrir mis brazos y véngase para acá, pero, como siempre, la idea de la ausencia los hace querer más.

Ayer di un abrazo de esos que te cortan la garganta, de esos que te ponen los ojos llorosos, pero de esos que si no los das y recibes, se muere un koala.

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Receta visual

No sé cada cuándo llegan los correos del NYT Cooking, que estoy segura de que fueron hechos para ver y decir: se ve delicioso y no tan difícil.

Mis dos hermanas tienen el gusto, la facilidad y el gen de la cocina, yo en cambio, tengo el gusto por tener hambre todo el tiempo y la facilidad de llenarme al tercer bocado.

Sábado por la noche, scroll en Instagram, mientras veo una película argentina de un pintor y su galerista, y sonrío mientras los escucho mandarse mutuamente a la reverenda mierda.

Paro en una foto, luego Constanza me manda otra, y eso fue todo. Doy una vuelta visual por mi refri y recreo una mezcla de lo que puede ser mi desayuno.

Ingredientes

2 o más fotos de platillos que se le antojen y suponga tener algunos de los ingredientes.

No ir al supermercado, ni al Oxxo, resígnese a lo que tiene.

Se vale suplantar uno por el otro, ya sea por la forma o por el color.

Preparación

Vea las dos o más fotos, juegue con ellas, que los colores y ubicaciones sean similares, para que al menos le sepan como las vio.

Ahora sí, sírvase, pero antes no se olvide de la foto, la mía no se fue a Instagram porque salió muy mal, la foto, ya que mi receta fue un éxito.

Provecho.

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Aquel cajón

Ya no recuerdo con exactitud los detalles, formas y telas que hay dentro del segundo cajón.
Sí recuerdo los reflejos, los perfumes y claro, algunas historias de cuatro paredes.
Los tengo en dos colores, la mayoría en uno que remite a lo serio, pero no, va más allá.
Hace muchas noches que no me doy el tiempo de acomodarlos, por color, por forma, por razón.
El de hoy es negro, con un ligero encaje. Es digno del verano, que, si estuviera en otra latitud, sería perfecto para ir después a la playa.
¿Bajo qué lineamientos los puedo ordenar? O me lanzo al azar, a meter la mano el día que toque y que salga el primero en enredarse entre mis dedos.
El segundo cajón ya no se abre diario, no tanto porque se dejaron de usar, sino para que se guarden las historias que se quedaron en puntos suspensivos, los olores de aquellas noches de
lavanda y los días de té negro con bergamota.

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Navidad sin ella

Hay noches que son ideales para llorar sin que nadie te vea, incluso tienen lugares precisos en los que te puedes esconder y disimular los sollozos o culpar a los olores.

            Los recuerdos atacan.

            Un reloj descompuesto, un suéter que me regaló y una chamarra que sólo ella pudo haber escogido. Pero mi papá lo hace por ella, porque así le hubiera gustado.

            Aguanto las lágrimas.

            La mesa está lista, la música también; la comida la probé una noche antes y estaba deliciosa.

            “Seguramente te estás pintando las uñas de rojo”, me dice Ale, mi hermana, por teléfono desde Barcelona, y me pide una foto de mi vestido. Este año no me tomé una sola fotografía; me faltaba algo, ¿los aretes? No logro recordar cuáles fueron los que usé. Hay una selfie de mis ojos en la que, según yo, estaba maquillada; pero, no, parezco una criatura de 12 años.

            Antes de que hubieran muchas risas porque mi abuelo casi comete el crimen más grande de la historia de la Navidad: dejar caer al niño mientras lo arrullaba; comencé a recoger las huellas de la cena, dispuesta a dejar que mis ojos se humedecieran como cada 24, desde hace ya varios años.

            Pero no fue así, otra persona lavó los platos, yo sólo los recogí.

            A las cuatro de la mañana me despertó el dolor crónico, ese que me había dejado un par de años, pero que regresaba porque tenía un pico que cumplir. A veces, la impotencia se convierte en lágrimas. A veces respiro… y otras veces sueño con ella en su sala, con la mesa china y las copas rojas.

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Nevado de Toluca

—Mamá, ¿por qué le tenemos que dar la vuelta a la montaña?

            —¿Por qué corren?

            —¿Por qué andan en bici?

            —¿En serio llevan a su bebé? ¿Será un tipo de manda?

            —Qué ganas, caray.

            —Ayer hubo varios heridos, porque se resbalaron, y un muerto, pero ese fue por loco, señorita.

            —¿No que muy macho para los maratones, cabrón?

            —No mames, esto es de locos, wey.

***

Cumplí 29 años y decidí ir al Nevado de Toluca; me acompañaron mis hermanas y el novio de una de ellas. Salimos muy temprano, 5:20 am y, cuando llegamos, alrededor de las 7 am, el frío cortó mis cachetes, y mis lentes se empañaban cada vez que llenaba mis pulmones.

            Casi treinta, o la edad eterna de Nanny Fine, y sigo con mi 1.70 de altura, 55 kilos y unos gramos más, a veces menos, y el cabello en proceso de ser largo cual amazona. Una licenciatura, una maestría, un par de cursos, dos idiomas, varios acentos que aún mezclo con mis bolivianismos, y que en México no se usan, y yo sigo por la vida sin darme cuenta.

            En serio, ¿qué ganas de madrugar a horas inhóspitas y subir la montaña un domingo de enero? En parte era por la mentada foto y porque a veces extraño la nieve: ese frío que inmovilizó mis manos en alguna calle del East Village en Nueva York y me paralizó.

            For real I can´t move them, I’m not kidding, take a look.

            Caminamos 16 kilómetros, ida y vuelta. Estuvimos a más de 4000 metros de altura. “Fueron a La Paz y volvieron”, dijo mi papá. “También pasamos por Santa Cruz”, dijo Gus, refiriéndose a un pueblo perdido de Toluca.

            Subí la pendiente porque quería ver y sentir algo majestuoso como Grand Central, la Coordillera de los Andes desde el avión o la carretera del altiplano boliviano que parece no tener principio ni fin, la vista entre Pinotepa Nacional y Pinotepa de Don Luis donde mi abuela quiere volar.

***

Bajé al cráter donde están las lagunas. Caminé un rato, vi con mucho temor el agua congelada: ese “piso” de mentiras que sólo tiene una función de tentar y retar hasta dónde llegas, qué tanto puedes caminar, qué tanto te puede aguantar, y qué tanto eres capaz de sonreírle al miedo de caerte, ahogarte y morir.

            Seguí caminando, y de pronto miré a una señora que se había puesto a hacer saludos al sol en la nieve, des-cal-za; inevitablemente pensé en el loco que había muerto y le dije a mi hermana: “Ya, vámonos.”

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Un perfume de Guerlain hecho polvo y humedad

Te miras, te criticas y te escondes. Cierras la puerta y respiras, ves alrededor y estás sola.

      Vuelves a observar y hay objetos que conocen lo más profundo de la boca, los olores íntimos, las nuevas arrugas y las viejas estrías. Un espacio de prisas mañaneras, pero con noches que merecen un ritual. Un esmalte rojo, la enagua con encajes de la última visita a París, una calada más al cigarro, y estás lista para aparentar que no hay dolor, sólo seducción.

      Curiosear en lo ajeno es como espiar y revolver el lugar por el que se pasea —sin permiso— la mirada. Es un deambular de manos entre unos cajones que, probablemente, el tiempo aseguró, creándoles una maña, en caso de que quisieran ser abiertos.

      Hay espacios privados de ensueño, que merecen un ritual cada vez que se entra, como el vestidor con zapato-anillo de compromiso de Carrie Bradshaw del programa Sex and the City.

      Paloma Picasso, a eso olía mi abuela, y al parecer todas las señoras de San Ángel que ahora tienen más de 80 años. Aquellas damas que bordean los casi cien deben dejar su rastro de Shalimar de Guerlain, el mismo que usaba Frida Kahlo, sólo que el de ella tenía otros componentes: tabaco y hospital.

      Para saber cómo fue alguien es necesario hurgar, meterse donde no es debido, en lugares donde la presencia no sólo se siente por el espacio en sí mismo, sino por el dejo de su olor entre hilos y telas.

      Frida Kahlo midió 1.70, fue delgada, con senos redondos y firmes; vistió de una forma en particular; llevó una moda, un estilo personal, que fue más allá del simple vestir, ya que trató de llevarnos a su sentir, a las emociones que la hicieron usar faldas, huipiles, batas o retazos de telas hechos a su parecer.

      472 objetos quedaron clausurados después de la muerte de Frida. En 2004, se decide abrir el baño que guardaba el secreto indumentario más preciado del sur de la Ciudad de México, en la Casa Azul de Coyoacán, también conocida como el Museo de Frida Kahlo.

      Cruzar el marco de la puerta, y respirar el aire atrapado de un búnker que escondía colores y blancos, tuvo que ser como entrar a los recovecos de lo más íntimo en el lugar más íntimo de una casa: el baño.

      Aquél es una zona limpia, en donde sacas lo más sucio de ti, un espacio en el que sucede una metamorfosis con tan sólo el contacto de tu cara con el agua.

      Pero, en el baño de la Casa Azul, hace 10 años pasó un no sé qué, con las personas que entraron, después de cincuenta años de encierro entre el polvo y la humedad.