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Bicky Ramírez

Ayunar, maldecir, odiar. 

Hacía tiempo que no me tomaba unas vacaciones… a solas. Sépase usted que, desde hace mucho, mucho tiempo no estaba soltera. Tengo 33 años y he tenido novio desde los 17. Como las olimpiadas cada cuatro años y sin descanso, celebraba una nueva relación. A largo plazo eso me trajo serios problemas de salud emocional y a principios del 2022 me diagnosticaron depresión en tercer grado, casi a punto de ser medicada.  Me sentía triste y no lograba identificar la razón. Durante el mes de enero me despertaba en la madrugada sólo para llorar. La amargura de mi llanto me causaba desconsuelo.

Evidentemente aquello me llevó a ser constante con la terapia. Y es que no tenía “mal de amores” como mis amigos señoros machos berreaban entre bromas.  A lo largo de quince años me había auto-saboteado, me falté el respeto y pisotee mi dignidad con el único objetivo: ser la mejor novia que mi pareja en turno pudiera tener. Esa exigencia que se traduce en una falta de amor propio, me llevó a soportar  infidelidades, chantajes, insultos, manipulaciones y abusos económicos. La única persona que no entra en esta lista es el Beto, mi segunda expareja a quien recuerdo con mucho cariño y quien entendió que la relación tenía que llegar a su fin.

Luego de esta declaración. Ahora sí, viene el frenesí. 

Cuando atraviesas por esa transición entre la ruptura y el tener que reconocer que la tristeza no solo responde a un golpe al ego, sino al miedo de lidiar con la soledad, entrelazado con el miedo a que “nadie se vuelva a fijar en ti” y ese pinche miedo a ser señalada como vieja y solterona. Lo primero que tienes que hacer es ver la película “Comer, Rezar, Amar”, protagonizada por la actriz americana Julia Roberts, una adaptación del libro de Elizabeth Gilbert (el cual también leí). La película se basa en las memorias de la escritora Liz Gilbert, quien un día se descubre abrumada por la rutina, pone fin a su matrimonio y emprende un viaje de autodescubrimiento que la llevó a visitar Italia,  la India e Indonesia.

Pese a que este filme resulta una herramienta de empoderamiento para algunas mujeres, muchas no corremos con la suerte de tomarnos unas vacaciones por Europa o Asia para reencontrarnos con nosotras mismas. Habría que hacer una lectura interseccional en donde se destaque la clase, el género, el lugar de origen, la condición social (si hay hijos de por medio) y sobre todo, el contexto de violencia emocional, física o sexual con el que se esté lidiando. No todas tenemos la fortuna de asistir a terapia y reconocer que necesitamos ayuda. No todas logran generar redes con otras mujeres que también han sido violentadas. No todas cuentan con solvencia económica que les brinde seguridad. Además, es muy difícil que las amistades y familia comprendan que no es drama, sino violencia. Por ello, aquí mi antítesis titulada: Ayunar, maldecir, odiar.

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Vivo en la ciudad de México y soy becada. Por motivos económicos, escolares y pandémicos, no puedo salir del país para tomarme unas vacaciones que me lleven a lidiar con mi depresión. Pero como toda una Julia Roberts -versión oaxaqueña-, todos los días me doy a la tarea de hacer mi propia película. El problema es que ni comía, ni rezaba y mucho menos, amaba.

La depresión me llevó a hacer una dieta involuntaria que constaba de una comida al día. Conforme mi estado de ánimo mejoró, comencé a comer y beber sin culpa.  Ahora casi todos los fines de semana deleito mi paladar con tacos al pastor, suadero o alambre de pollo. También me gustan los chicharrines con cerveza. La comida me ha llevado a entablar nuevas amistades y retomar aquellas a quienes había abandonado. Y así como en la escena donde Julia Roberts declara tener una relación amorosa con su pizza en la ciudad de Nápoles, yo he logrado tener una relación amorosa con las micheladas que venden por el metro Impulsora en Ecatepec, las cuales me presentó mi amiga la Vero. Creo que aún no he subido de peso.  

Paradójicamente he cambiado de religión. Esto es algo que siempre quise hacer porque el señor Jesus de ojos azules y toda su parentela blanca nunca me habían dado confianza. Siempre he creído que rezarle a toda representación judeocristiana es como si me dirigiera a un militante del Partido Acción Nacional (PAN). Por eso mis súplicas no llegaban al cielo. Ahora me siento en paz con mis nuevas creencias. Gracias Grego por presentarme tu religión.

He odiado. Durante las primeras terapias odié y maldije repetidamente a esos tres hombres que me hicieron daño. Pero, sobre todo, me odié a mí misma por permitir que me pisotearan, por no poner límites. Ahora ya no los odio porque gracias a esos episodios aprendí que siempre debo de ponerme en primer lugar. Me bastaron quince años para darme cuenta que no necesito de una pareja para salir adelante, para ir al cine, para tomar un café, para ver una película en casa, para ir de viaje. Yo tengo la capacidad de hacer eso y más.  

Hasta el momento no he tenido intención alguna de conocer a nadie. Necesitaba unas vacaciones conmigo, a solas, sin hombres que no solo quieren una novia, sino una mamá, un títere, una persona de limpieza, una escort o una niñera que no los haga sentir solos. Hombres que lo quieren todo y lo obtienen todo, a cambio de nada.

Estar sola me ha permitido identificar qué es lo que me gusta, lo que quiero y lo que no quiero. Y parece fácil, pero es todo un proceso. Se que algún día volveré a tener otra pareja, (porque estoy bien bonita jajaja). Pero para ese entonces, mi novio del futuro se topará con una Bicky que sabe poner límites, segura de sí misma y sobre todo, que no se quedará callada. Entonces habré aprendido a quererme y a valorarme. Para lograrlo debo seguir vacacionando, haciendo todos los días, mi propia película siendo una “Julia Roberta”.

Y ustedes amistades  ¿Ya se tomaron unas vacaciones?

(Este texto está dedicado a todas mis amigas: a quienes lograron sanar, quienes están de vacaciones, quienes toman vacaciones a medias, quienes no se animan a tomarse sus vacaciones y a quienes están a punto de hacerlo. Para ellas mi sororidad, comprensión y cariño)

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Bicky Ramírez

Nadie quiere ser de Oaxaca

No escribo desde el enojo, sino desde la serenidad y a título personal.

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-Virginia, no digas tonterías. ¡Nadie quiere ser de Oaxaca!

Esa fue la frase que, en un debate trivial, un hombre exclamó cuando yo trataba de enaltecer mi lugar de origen. Desde el punto de vista de aquella persona, lo que él trataba de decir era que, las personas de Oaxaca son más propensas a sufrir discriminación,  trato que nos resta oportunidades en el ámbito laboral, económico y social.

Probablemente el sujeto tenía razón. El problema fue el tono despectivo y clasista con el que berreó su oración, derivado de la tensión que se había suscitado en el debate. No supe qué decir. Para rematar, el sujeto volvió a provocarme.

-¿Qué? ¿Te vas a quedar callada? Claro, se me olvidaba que así son las de Oaxaca.

No puedo negar que aquella mala racha la tomé muy personal. Me sentí menos. Pero eso me ha servido para posicionarme políticamente a través del reconocimiento y la aceptación de mis orígenes y lo que representa haber crecido en un territorio estigmatizado. Lamento mucho no haberle preguntado a ese sujeto: ¿Entonces de dónde se tiene que ser? O mejor dicho ¿A quién me tengo que parecer?

Posiblemente nadie quiere ser de Oaxaca porque este lugar no encaja con el discurso hegemónico: pobreza, rezago educativo, pueblos originarios, gente de piel morena que no cumple con los estándares de belleza occidental.  Y es que esa misma persona, esclavizada por sus ideologías hegemónicas, señaló que la actriz oaxaqueña Yalitza Aparicio, no era bonita. 

Aunque no lo expresaba, por algún tiempo me sentí avergonzada de mi lugar de origen. Pero aquella frase dicha por ese hombre Cis me ha motivado a buscar las herramientas para empoderarme con un discurso en donde, se redefina el concepto de belleza, el cual muchas veces está ligado a la idea de perfección. Que entre lo blanco y lo negro, estamos las morenas: las cafecitas.

Desde mi trinchera, como mujer oaxaqueña, morena, que vive al día, hago lo posible por luchar contra el discurso opresor, hegemónico, racista y clasista. Como primer paso, he dejado de oprimir a mi cuerpo, aunque a veces es difícil no pensar en banalidades como el querer un trasero grande, dejar de comer por miedo a engordar, reprocharme por mi nariz chata o por no tener un “perfil griego”.

Ahora pongo más atención en todo lo que he logrado, porque este cuerpo discriminado, cafecito, pequeño y oaxaqueño se ha logrado sacar adelante e incluso, ha logrado ayudar a otras personas. Entonces me digo que sí quiero ser de Oaxaca, porque soy aguerrida, fuerte, “chillona pero chingona”, guapa, inteligente, alegre y necia.

Las de Oaxaca no somos mujeres bailando en la primera quincena del mes de julio con canastas en la cabeza, ni mujeres postradas en una cocina. Somos más que folklore paternalista. Somos unas guerreras invisibilizadas, y estamos saliendo, una a una. Las oaxaqueñas no estamos de moda, lo que pasa es que nos estamos rebelando. A paso lento, pero seguro. Perdonando, pero jamás olvidando. Sí, las oaxaqueñas somos amables, pero sabemos poner límites, porque si algo no nos gusta, colocamos barricadas, cerramos calles, nos damos la media vuelta y seguimos con nuestra lucha. Y que arda lo que tenga que arder.

A mi mamá, hermana, primas, tías, amigas y conocidas oaxaqueñas y a las que no son oaxaqueñas, pero sí son cafecitas. Que nada ni nadie nos detenga, que nada ni nadie nos oprima. Que ningún hombre nos venga a decir en qué momento debemos reír, en qué momento tenemos que enojarnos, o cuándo debemos dejar de llorar. Que nadie nos diga lo que tenemos qué hacer ni cómo debemos ser. Que nadie nos humille por nuestro género, por nuestros errores, por nuestras cuerpas o por nuestro lugar de origen. Que, si algo nos molesta, tengamos el poder de decir ¡NO!

Soy chiquita de estatura, compacta, cafecita, aterciopelada, hermosa, luchadora e independiente.  Soy una mujer del sur y…¡qué bueno que me tocó ser de Oaxaca!

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Bicky Ramírez

Caótica historia de una “no escritora” que ríe mucho

Me gusta escribir. Aunque vengo de una clase no privilegiada en donde escribir no es augurio de que conseguirás trabajo.

Mi mamá me enseñó a escribir y a leer a los cinco años . En la primaria leer rápido y sin deletreos el refrán:  “Pepe pecas pica papas…” era mi pasión.  Fui una alumna ejemplar a lo largo de seis años. También me decían que mi caligrafía era muy bonita. Mis compañeritos de clase me pedían prestados mis lápices porque pensaban que eso de tener bonita letra estaba determinado por el lápiz, más no por mi mano derecha. ¡Racismo, pues!

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Mi papá fue quien le dio las primeras recomendaciones literarias a mi hermana y le prestó sus viejos libros del bachillerato. Me causó curiosidad la atención que Rebe le ponía a los textos, así que decidí que tenía que hacer lo mismo. Cursaba la secundaria cuando le agarré el gusto a leer. Me di cuenta de que uno se entera de cosas, una de ellas es que, de acuerdo con Dante Alighieri en La divina comedia, me voy a ir al infierno.

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El bachillerato fue caótico, intenso y acelerado. El acercamiento que tuve con las letras se llamaba álgebra. Aún no concibo cómo la suma de dos letras te puede dar como resultado un número. Presenté tres extraordinarios sin éxito. En un acto de desesperación, hablé con el profesor de álgebra y le expuse mi caso:

-Profe, ayúdeme. No quiero repetir el año. Es que se lo juro que no le entiendo al algebra.

-¡Ay Bicky! A ver, dime ¿Qué vas a estudiar?

-Comunicación.

Mi honestidad, y no mi gusto por las matemáticas,  me hizo obtener un precioso seis y seguir con mi vida libertina.

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Tres años más tarde me encontraba en la licenciatura estudiando comunicación, destacando entre mis compañeros por mi mala ortografía y mi amplia capacidad para hacer reír a la gente. Fue hasta el último semestre de la carrera cuando llegó la revelación: el profesor de literatura universal nos dijo que cualquiera podía escribir. Fue en su clase donde leí a los clásicos y mi gusto por la poesía, pero sobre todo descubrí que podía escribir. El escritor que marcó mi estilo:  José Agustín.

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Lo malo de escribir es que no pagan bien.  A veces no pagan o, peor aún, pocos quieren publicar lo que escribes  (a menos que “seas el hijo de”).  Como buena proletaria me tardé mucho en conseguir un trabajo que involucrara la escritura, hasta que logré laborar en varios medios de comunicación como reportera. Ese trabajo me llevó a estudiar la maestría en comunicación. Fue en la maestría donde me dijeron que escribía bien, que tenía un estilo, que debería de dedicarme a esto.

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Decidí estudiar el doctorado en antropología porque quería jugarle a la intelectualilla que escribe etnografía. Bien pude hacerlo desde la comunicación u otra disciplina, pero si quería hacer etnografía, debía de hacerlo como se debe: con sus bases teóricas, con sus categorías rebuscadas…¿qué podía salir mal?

Durante el primer semestre del posgrado, el profesor puso un examen. Juro que estudié mucho: memoricé conceptos, los repetía y los practicaba con la ayuda de amigos, pero fue inútil. Lo peor no había sido la calificación, sino el discurso de desaliento del profesor.  El académico me dijo que mi examen era pésimo, que no se le entendía a mi letra. Me dijo que escribía muy mal y que no sabía. Me sugirió que renunciara al doctorado, y recalcó que eso era lo malo de venir de otras disciplinas, como la comunicación.

Al final del semestre mi calificación fue un siete. Me quitaron la beca. Lloré mucho y conocí lo que era un ataque de pánico. Tuve que tomar terapia porque me daba miedo escribir y porque sentía que no podía comprender lo que leía. Me sentía torpe frente a la computadora, tenía miedo de escribir. Para recuperar mi beca tuve que leer el doble, cursar materias como oyente, buscar seminarios en otras universidades y, sobre todo, no dejar de escribir.

Pasó un año y recuperé el apoyo. Creí que siempre odiaría a ese hombre, pues más que rigor académico, sentí que aquello fue un acto de discriminación. Lo sigo creyendo. Pero he mejorado, ¡vaya que he mejorado! Los peores agravios que he recibido hacen referencia a mi capacidad para escribir y adquirir conocimiento. Pero me he sabido reapropiar del insulto para salir adelante.

Hasta el momento sé que quiero escribir: para mi familia, para mis amistades. Para aquellos que odiamos las palabras rebuscadas de textos que pocos comprendemos. Quiero escribir sobre escenarios y situaciones que muchos consideran irrelevantes o peligrosos, pero que merecen ser narrados. Quiero escribir para los que no saben escribir. Pero, sobre todo, quiero escribir para reír.

No sé a dónde me lleve este capricho. Probablemente me enfrente al desempleo, aunque no sería la primera vez que paso hambre. Aún no sé cómo lo voy a lograr, sólo sé que, pase lo que pase, no voy a huir, no voy a desistir. No voy a dejar de escribir.

Pd. Tengo bonita letra, pero bebo.