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Alba

Una de vestidos

Hace un año terminaba de estudiar vestidos.

Al menos eso creía.

Mientras me preparo la cena, estoy en plena clase de yoga o en una reunión en la que ya perdí el hilo, pensar en qué me voy a poner al día siguiente me tranquiliza.

Analizo la situación a la que estaré expuesta, reviso el clima, recuerdo la agenda —la del correo y la que llevo en mi bolsa—, miro el cuadrado de cielo que me permite mi departamento y, si no hubo un cambio, el outfit que pensé la noche anterior, pasa a cubrirme.

Estudio las miradas de los demás, hacía donde van, por qué ahí y no allá. Algunas tienen que ser educadas y girar hacia otro lado, mientras que otras tienen que poner más que la intención.

Juego con el sonido, porque, a veces, unos tacones lejanos logran que la entrada sea más que triunfal, que sea esperada.

Ahora tengo un nuevo drama, un issue existencial, que merece un fino estudio: los anillos y aretes, que últimamente son un statement, tienen más poder que un vestido, al menos por tres segundos, porque logran fijar la mirada en un sólo lugar, y ya no somos mi vestido y yo, sino que todo mi ser se limita a un anillo negro o a los aretes de cuando cumplí veinticinco años.

No por nada la primera mujer en convertirse en Secretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright, tiene un libro y una exposición sobre sus broches, corrijo: sobre el poder de sus broches.

Hace un año estudiaba vestidos; hace unos meses me convertí en mi propio objeto de estudio; hace unos días, un vestido negro logró una sonrisa. 

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Constanza

La memoria y los juegos de su encuadre

Anécdotas de la imagen fotoperiodística

*

Tengo una fotografía de mi madre puesta en un marco de color metal. Ella está de brazos cruzados pero no en una forma defensiva sino amable, la foto está rota del lado derecho, mi madre mira hacia abajo y su rostro es contorneado por una divertida pero aún tímida sonrisa; tiene treinta y cuatro años. 

Casi todos guardamos una fotografía de alguien que ha marcado de manera fundamental nuestra vida. Ver la fotografía de nuestra madre y pensar en ella es uno de los actos más íntimos que tenemos. 

Con las fotografías que nos son queridas guardamos nuestro propio ritual, así como la historia también guarda el suyo. Pero empecemos desde el inicio. Entrar a la historia de una fotografía como un acto de memoria es a lo que el cronométrico Funes nos tendría envidia pues uno decide qué ver, qué no ver y de igual forma decide qué recordar. Aunque a veces la imagen nos venga de golpe.

**

Reconocer nuestra corporalidad en las imágenes y por lo tanto hacer de aquello un yo es a lo que Hans Belting se refiere como acto antropológico alguna vez experimentado en 2006 en un zoológico del Bronx, en Nueva York. La trompa de un elefante frente a un espejo de casi tres metros de ancho y largo se reconocía a sí mismo en un acto triunfal de la naturaleza paquiderma. Yo.

Un reconocimiento tan fácil, tan lento y a la vez doloroso.

Eso que vemos tumbado, sonriente, angustiado o, mejor dicho, este cuerpo que ha sido fotografiado tumbado, sonriente y angustiado lo somos todos nosotros. 

Yo soy en parte esa mujer divertida y tímida que se dejó retratar como mi madre y que pende de un marco color metal. 

Pero algo se torna grave cuando tú, cuando yo, cuando todos los impresos a color y en blanco y negro aparecen con forma de otros tumbados en el piso, colgados de un puente, desmembrados en los descampados con agujeros, hundidos en la carne de los apenas niños con playera de la selección de futbol de México y dejamos pasar de largo ese cuerpo que por más agujeros, o más tinta roja, o rostros desfigurados, ya no nos dice absolutamente nada. El elefante nos dejó atrás por mucho.

¿En dónde queda nuestro cuerpo o, mejor dicho, nuestro yo? Jamás Sontag imaginó tanto que lo retratado dejaría de bastar. 

Si bien se pone en tela de juicio la falta de conmoción ante la imagen, se cuestiona también, dirían los fotógrafos, la forma de mostrar. Los juegos de encuadre, ese con el que mi madre jugó al entregarme como recuerdo suyo una fotografía recortada, lo comenzaron a hacer los fotógrafos para resignificar. No se habla de censura ni de modificación a la imagen. Válganos dios el atrevimiento. Se trata de observar con cuidado y de buscar en la composición que trae la tragedia un momento de ternura, silencio y resignación propias de la delicadeza humana que se tiene para quien está en dolor. 

¿Quién tiene tiempo para eso?
***

Hacer de la condición medial del proceso fotográfico una búsqueda de resignificación, un mostrar sin mostrar el cuerpo violentado es, tras bambalinas, el mayor reto del fotoperiodismo actual. 

La paradoja de la simpleza de una foto llega cuando construye referente y deviene archivo.

Aún así, pareciera que algo ha sucedido que nos impide ver. Las preguntas llegan cuando la mirada regresa a la imagen. ¿Quién tomó esta foto? Se preguntan en las oficinas como primer momento en el que se cuestiona lo que se ve.

La construcción de la fotografía a través del periodismo incita a pensar en la conformación de archivo que, a la larga, se vuelve documento histórico. 

-¿Cómo recordaremos dentro de cien años a Gadafi yaciendo en un tapete en algún sitio recóndito de Misrata en el desierto libio? 

Se pregunta Manu Brabo al otro lado del ordenador. Busquen su fotografía en las redes. Dice. Voltear a ver las formas en las que el fotoperiodista resuelve una imagen y busca corromper la sedación del espectador, es igual que cuestionar desde dónde se está construyendo el material. 

Todo lo anterior significa que los fotógrafos y los medios tienen que ingeniárselas para hacer una imagen que signifique al espectador. O al menos, la volteen a ver.

¿Pero cuál cadena de producción de noticias lo llega a realizar del todo?

El mismo Warren Richardson estuvo a punto de dejar en el fondo de su ordenador «La esperanza de una nueva vida» porque ningún medio se la publicaba. Esa imagen que en rugosos grises, hecha a tientas a las tres de la mañana, sin flash, porque delataría ante la policía ese fragmento de drama migratorio entre Serbia y Hungría en 2015 se convirtió en símbolo de crisis humanitaria. En el fotoperiodismo premiado pareciera que la discriminación por la forma no existe. 

Probablemente por eso es que se conformaron dos versiones de la fotografía de Gadafi, esa donde está tumbado sin vida en el piso en 2011, la que fuera creada con la intención de acercarnos al ex mandatario su soledad de nuevo en grises, o bien, la otra a color de las agencias que circuló de manera oficial en todos los medios con un encuadre que incluye a la muchedumbre que se encima sobre el rostro del ex dictador. Dos formas de hacer fotografía noticiosa, ambas con el tiempo del editor encima. 

***

Las fotografías nos llevan a lugares lejanos. Quizás por eso es que las miro. Una aduana construida antes del apogeo de la guerra de las trincheras, en 1912 hecha de pabellones de ladrillo, hormigón y alfombra de piedras blancas, se desplegó frente a mí al bajarme del auto. Esta vez una foto me llevó hasta una arquitectura de negocios solitarios, apilados en la periferia de la zona más industrializada del país de la bota, que en la posguerra se usó también como bodegas de insumos y como antros en los noventas, el Docks Dora.

A Fabio Bucciarelli le habría parecido una locura ver desempolvarse los pies a la persona a la que al fin, parada en su puerta roja, sin más, él le inquirió:

-¿Tú qué haces aquí?

-¿Cómo? 

Pregunté con una mirada que atrapó los ojos de quien llevaba su agenda.

Sus manos y sus muñecas llenas de círculos plateados se balanceaban una y otra vez sobre la mesa con la misma contundencia como si me interrogara o bien, aunque eran simples movimientos de manos, yo así lo sentí.

Responder que estaba ahí porque me gustan las fotos, habría sido poco honroso hacia los 10,241 kilómetros que recogí como cuerda cuesta arriba para verle. Así que apresuré, desde mi mente, esa que sólo veía sus anillos bailar frente a mí, mi mejor respuesta e hice de la cuerda un hilito juguetón.

***

-Hey, cómo se llega a Tihüana? preguntó tiempo después por celular desde Turín hasta la barra de mi cocina en la Ciudad de México y entonces entendí todo.

Con que así recoge sus kilómetros. Esa vez el 2018 sería también el desierto el que diera a Fabio el recorte de una historia desde la imaginaria pero cruel línea fronteriza que hizo Trump con México.

Pero siete años antes, el 2011 jugaba a saltar la cuerda en otro de los patios del último de los Bush, y Fabio también estaba ahí. La noticia falsa de la muerte de quien por su fiereza fuera apodado, por su entonces homólogo, Ronald Reagan en los ochentas, como Perro Loco circulaba día y noche. 

Un continente zurcido en un idioma de cerrojos adormecía a un fotógrafo mientras recorría día a día 120 kilómetros de ida y vuelta buscando que el rumor que lo silenciaba todo fuera verdad: la muerte de Gadafi era el premio que el 21 de octubre de 2011 nadie sabía que estaba buscando. Pero de pronto, las palabras que esos días de calma habían sido bordadas en el viento por curivilíneos hilos de seda, se tensaron con formas de cascabel en el desierto. 

Un pueblo que no compartía hasta entonces con cualquiera su riqueza le gritó a Fabio en un encantado verso:

 -¡Pasa, pasa!

Su amigo le tradujo: ¡Que entres! 

Un príncipe merece su espada después de abatir al dragón o bien, merece tres minutos a solas con una cámara y con Gadafi muerto. Aquel que cimbraría los nervios de todo África y Occidente se mantenía apacible sobre un maloliente colchón.

****

La foto que veo a mi regreso de aquel empinado viaje sigue aquí. La sonrisa inconfundible que contornea en herencia la mía, la porto ya con firmeza.

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Alba

Copiar y crear

Escribo con letra imprenta, como un acto de rebeldía ante la manuscrita que me enseñaron en el colegio, también porque era un indicio de que oficialmente podías considerarte alguien grande.

Durante el trance para encontrar mi letra pasé por muchas copias: que si la letra era más gordita, que si ponía o no un círculo sobre la “i”, o si la dejaba sola. Incluso llegué a escribir con puras mayúsculas, sin dejar un sólo espacio entre los cuadrados, de preferencia, grandes.

Ahora sí, de grande-grande, o eso creo, ya no copio letras porque son muy pocos los que escriben a mano; ahora creo letras, una “g” y una “j” sin curvatura hasta abajo; una “s” a medias que parece una “c” al revés; una “t” sin su rayita horizontal y, ahora que me leo, a las mayúsculas les pongo mucho énfasis, como si fueran la clave de sol en un pentagrama.

A veces, cuando estoy apurada, me sale una manuscrita enojada, molesta, que sólo escribe la primera parte de la palabra, y que me obliga a confiar en mi memoria para recordarla después, lo cual no sucede; pero, sí, cuando mi letra es gordita, apretada y sin puntos ni circulitos sobre la “i”.

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Constanza

Las miradas que regresan

(sobre ser estudiante)

Toda mi vida he sido estudiante. Ser estudiante en un país donde, al menos desde un imaginario maravilloso, la investigación a los treinta años es pensada como si uno siguiera con la tabla del cinco, representa un reto cuando acudes a cualquier ventanilla con una credencial.

Se lee “Estudiante” y es probable que, hacia el inicio de la segunda sílaba, los lápices de colores vayan apareciendo en la mente del interlocutor y dibujen la serie finita de adjetivos con los que nos suelen asociar. 

Finita porque su interés hacia la persona con la credencial se pierde cuatro sílabas después, creo, derivado de la ahora pesadez con la que es llevado a cabo el trámite; pasamos a ser para el “del mostrador” como alguien quizás, no sabría decirlo con exactitud, poco serio o que vive a costa de algún obscuro financiamiento. 

*

En otros sitios no es tampoco distinto, recuerdo que cuando era joven y de “edad estudiantil” mis mejores seguidores eran los vigilantes dentro del súper, los bibliotecarios, en la rampa de salida, creían que me robaba libros y, al tramitar mi credencial para los préstamos, la señorita de la ventanilla decidió que mi apellido sería López Hernández, porque “era más fácil de pronunciar”.

Así que de adjetivos se van juntando, por lo menos, dos; y de la misma forma nosotros, los eternos imberbes nos hemos juntamos una idea de quiénes son aquellos que, no sólo detrás del mostrador, pero al saber a qué nos dedicamos, nos miran de reojo. 

*

Hoy veo una cápsula informativa sobre la participación de las mujeres en el movimiento del 68. Me recuerda a Bolonia, a la logística que llevaban las mujeres antifascistas en la organización bajo el agua más importante de toda Italia para sabotear al régimen; en ambos escenarios, tales movimientos de justicia no se habrían podido culminar sin su participación.

*

Una mañana antes del dos de octubre leo que de pronto desaparecieron unos fideicomisos, leo que ahí vienen centros de estudio a los que pertenecen algunos colegas. Creo que para este entonces y para esta hora las miradas brincan por todos lados suspicaces.

*

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Alba

Rojeidades de la mano

Me gusta más escribir con las uñas pintadas, de preferencia con un rojo llamado Pucker up; así seduzco al teclado, y el resultado puede ser tan beneficioso como una one night stand (crónicas para este blog) o una relación más larga (mi tesis de vestidos).

Pero tengo un problema, mis uñas de las manos son espantosas, parecen espátulas y crecen sin ton ni son. Y el dato curioso: no puedo con la lima, me molesta su ruido; pero, si voy al manicure, lo soporto, respiro profundo y pienso en lo divina que me veré en la fiesta.

En cambio, las uñas de mis pies son perfectas, en comparación con las que salen más a público, pueden pasar semanas y se ven muy indecentes antes de entrar a la ducha, de puntillas porque el piso está frío.

Mientras escribo esto, mis uñas están desnudas, porque no sé si mis actividades lo merezcan, y siempre pienso en lo que haré al tercer día de estar pintadas, que es cuando la desnudez decide resucitar; el color se descarapela y el look desarreglado casual de Kate Moss o Courtney Love, es un reto, entre el cabello sin preocupación y los pantalones de cuero que aún no puedo encontrar.

Podré estar flaca como la Moss y cantar Malibu en el auto en un viernes de clásicos de Reactor, pero mis uñas siempre serán la falla de origen, que si volviera a nacer pediría una mejora.

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Alba

Punto atrás

Viernes por la mañana, y en mi agenda tenía escrito hacer un vestido, una actividad normal para dos amigas que estudian una maestría, escriben una tesis y, ¿por qué no?, diseñan, cortan y cosen.

En la tienda de telas las dos nos remitimos a cuando estábamos en el colegio y teníamos que ir por este tipo de material; Liliana lo recordó con una sonrisa; yo había olvidado lo que era ir por telas, porque jamás fui a comprar para mí, las pocas veces que lo hice era por mi abuela o con una amiga. Nunca mandé a hacer un vestido para las fiestas de XV, y no tengo la remota idea de cómo tratar con una costurera; mi relación se limita con los sastres para que arreglen el largo de un pantalón.

Si alguna vez tuve contacto con una aguja fue para hacer un bordado de punto cruz, una serie de manzanitas que pasaron por mi mamá, mi empleada Antonia y mi tía María. Tampoco olvidaré el intento de tejer una chalina azul, de la que era muy fácil reconocer los nudos de Alba contra el tejido perfecto de Antonia.

Más de diez años después, puedo presumir que cosí una tela en forma de vestido con un hueco para la cabeza, dos laterales para los brazos, y que tenía un patrón, es decir, un diseño.

Confieso que yo no lo diseñé; lo hizo Liliana, una amiga muy creativa; pero sí corté la tela, inserté el hilo en la aguja y, voilà, durante veinte minutos cosí, y me sentí personaje de El tiempo entre costuras.

Mientras cosía la tela, pensaba en lo espantoso que se iba a ver con la costura y en cómo iba a borrar las marcas del lápiz. Claramente, ignoraba que lo estábamos haciendo al revés, por detrás, y no por delante.

Creamos el vestido menos sexy de la faz de la tierra, con una tela pesada y caliente, el color de miren, ya llegué, pero con un estilo de principios de los ochenta muy definido: un fantasma naranja de Pac Man.

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Constanza

Llegar a casa

Para subirnos a un autobús basta levantar una pierna, la derecha o la izquierda, y subir el pequeño peldaño que nos coloca dentro del transporte. Con un poco de prisa depositamos una moneda en la mano del conductor, esperamos el cambio, escaneamos rápidamente el interior, detectamos un asiento y nos dirigimos hacia él. Para pasar tranquilos el trayecto nos colocamos los audífonos, volteamos por la ventana y nos arrullamos con pensamientos, hasta bajar en nuestra parada.

Lo difícil es alcanzar al autobús, correr bajo la lluvia, evadir los charcos que nos llegan hasta los tobillos, soportar que los autos nos salpiquen el agua de las calles y evitar que las bicis nos atropellen. Lo trabajoso es que el metro llegue a tiempo para hacer la escala, y que en el trabajo las horas sean lo suficientemente largas como para que no nos importe el haber olvidado el paraguas, y por fin estar fuera de la oficina, aunque sea, así, mojados, cansados y con hambre. La recompensa será un asiento libre en el autobús.

Estar sentados dentro de un autobús mientras afuera llueve y adentro está calientito, el saber que eventualmente llegaremos a cenar, a ponernos la piyama, a meternos bajo las cobijas y a dormir, es lo mejor que existe.

Lo peor es saber que por la lluvia el autobús se va a llenar a reventar, que tendremos que soportar las bolsas de las personas que van de pie en nuestra cara, que muchos confundirán nuestras manos sobre el tubo del asiento de enfrente, con el mismo tubo del asiento de enfrente, que tendremos que tocar esas manos que antes tocaron un no sé qué que nos llena de asco y que, al racionalizar este pensamiento, nos damos cuenta de que, para el otro, también nuestra mano da asco, y mejor la quitamos con cierto grado de arrepentimiento por sentir asco de haber tocado su mano por accidente.

Entonces nos levantamos con cuidado pero a la vez abruptamente porque nuestra parada se acerca, esquivamos los cuerpos de los demás, sentimos sus ropas mojadas, nos despedimos del calor sucio que nos arrulló todos esos minutos de trayecto para que nos reciba de nuevo, el viento y la lluvia fría en el rostro. 

A veces así se llega a casa.

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Constanza

Ellas

Génova, son dos.

Para llegar a ella se toma temprano el tren.

6:28 a 9:58 am. Puntual.

8:15, el Regional desayuna: el de al lado una galleta; la de enfrente, un baguette. Agua.

El vagón se apesta, suda y se complica aún más. Comienzan los dialectos.

De inmediato uno se sabe en otra tierra. El puerto recibe a los visitantes con una brisa que sonríe mostrando otra Italia. La Italia Norte de mar, la bronceada, la Todavía hasta ahí es alegre. Y que, en parte, así es.

El Liguria: belleza europea se presenta frente a los pies; el mar azul profundo se alcanza de inmediato. Las piedras la delatan: frialdad, es en lo que uno se sumerge entre cuerpos tatuados y espinosas bocas.

—Vámonos— dice mi amiga—. Esta gente está muy tamarra.

Entonces te muestran La otra puerta. Y uno pasa sin saber bien a qué va.

—Vivo en un lugar muy representativo. En el centro histórico.

Hasta ahí, el turista es ingenuo. 

Y lo tercero que dice la amiga es:

—Por cierto, en Génova no hay turistas.

Es verdad.

“Deep in the maze of the gritty old town, beauty and the beast sit side by side in streets that glimmer like a film noir movie set.”

Se lee en la guía que cargo, y que decido ni siquiera mostrar.

Aunque de nombre generoso, Génova Puerta, aunque generosa entregó a Europa América, aunque generosa recibe con gran brisa, Génova es ola que te acoge, saborea y escupe

o te mantiene medio vivo bajo un yugo de humedad malsana.

Edificios monstruosos. Modernos monstruosos. Voluptuosos cimientos de edificios monstruosos son la punta del iceberg de la Génova que no se muestra en el libro. Pacientes construcciones que cuidan sus laberínticos corales; los filosos Vicoli por los que no entra el sol: estalagmitas que deshuesan barcos bajo un histórico mar.

I Vicoli, las callecitas donde viven las putas, los inmigrantes, los olores. Y la amiga.

Evidentemente no iba a hacerla de turista.

Iba a ver la cara de las dos Génovas y de las dos “Val”.

—Val, conté cincuenta escalones hasta tu depa.

—¡Sí! Acá así es.

Dice la amiga, entre apenada y feliz por al fin vernos. Vive en un tercer piso.

“Val”, “La Val”. Valeria vino a Italia por segunda vez a estudiar periodismo, pero en realidad canta en una banda de inmigrantes. La amiga que hace ilustraciones, transcripciones y cursos de dibujo, acabó confesando a sus padres que no le interesaba la Universidad.

Sin discusiones. 

Ella lo hace bien, le sienta bien y está contenta.

Me costó día y medio aceptar a: la Valeria géminis, la Valeria dos Valerias, la Valeria que vino a estudiar, la que desertó y prefirió aprender a vivir. La Valeria segura y la Valeria insegura. La que escucha pero que, con tanta palabra, no escucha silencios. La Valeria, al fin y al cabo, valiente. Las dos, con V.

Las dos Génovas: la rica, bien vestida y decente que se pasea en yates y actúa en la tele; la Génova pobre y prostituta que de día o de noche se mea en sus estrechísimos pasillos. A la voluptuosa o a la famélica no le importa que vestida o desnuda se le observe, se le ignore o se le tome fotos.

La Génova en la que de día es Nueva York es la misma en la que de noche desembarca más de África. La Génova de la gastronomía es la travesti que en su mano te da de comer; la Génova que viste de oro es la misma que mendiga menos de un euro.

Con Génova no se juega

porque es la puta más grande,

la más rica,

la que te engaña mejor,

sería el cántico de los que se reconoce marineros por sus tatuajes borrosos y despiertan tirados en las calles a plena luz de día.

Al día siguiente, cuando por fin te vas, desde el tren te despide sonriente con un beso, te guiña el ojo, y tú le pagas aceptando que su sonrisa de mar del norte te engañó, porque Génova nunca será suave y, mucho menos, la linda mar del sur.

***

Génova, verano de 2015

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Alba

Unos Pantalones Blancos

—¿Estás loca?

—¿Ah?

—El cielo se cae, y tú con pantalones blancos.

Sí, esa soy yo, mientras mi hermana entra en crisis porque tuve la osadía de usar un color prohibido en temporada de lluvias. Corrección. En un verano que puede amanecer soleado, para luego convertirse en un día de invierno, y terminar con una imagen muy a lo Jumanji cuando están en el Amazonas.

Claro que sabía que se iba a caer el cielo, pero los pantalones estaban ahí, colgados, esperando a ser usados. Ya había sido demasiado negro y jeans.

Los pantalones sobrevivieron a las manchas de lodo, a la lluvia que a veces puede ser tóxica, e incluso al café que tomé casi parada. Pero no pasaron la mirada reprobatoria de mi hermana y de otras mujeres que seguro pensaron que no había visto el cielo. Miradas así también suceden cuando alguien usa gafas en un lugar cerrado. Me declaro también culpable. Mis lentes de sol tienen aumento, los uso para ver mejor, y ¿a quién engaño?, el misterio Holly Golightly sienta de maravillas de vez en cuando.

Ahora, pasadas las 12 de la noche, y sin lluvia, pienso en los pantalones blancos que terminaron en el cesto de la ropa. Debería volver a usarlos, esta vez con tacones y una blusa divina, darles su lugar, como forma de agradecimiento; pero, uno de mis issues existenciales es que no repito color, jeans y menos aretes, dos días seguidos. No, no, no.

Así que escribo esto para agradecer a algo inerte, pero con color.

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Constanza

Locos del pueblo

Una vez conocí a dos locos de pueblo. Se perseguían el uno al otro con armas ficticias. Los conocí en los festejos de una boda en la sierra, para ser más exactos, en Ahuacatlán, Puebla.

Se herían con chasquidos guturales, las sombras hechas con sus manos diseñaban disparos en el cielo que asestaban con el ruido de sus bocas, corrían sudorosos entre el frío, les daba igual si rodaban por el piso de la fiesta o bajo el cielo tupido de motas blancas entre los matorrales.

Se les veía cabalgar estallando su risa en el vaho, los traicionaba el enojo y el desenfado de enredarse entre los invitados, murmuraban cosas inteligibles, tiraban sillas, desaparecían tras las casas y regresaban sólo para seguirse hiriendo de muerte entre las personas que bailaban en la pista.

Y ahí estaba yo, impoluta, separada de todo, recargada en el cofre de mi coche nuevo y enfundada en unos jeans de pana rosa pastel, intactos. Una vestimenta que a todas luces gritaba no me involucraré con ustedes. Mi disfraz incluía un suéter de lana a rayas y una cara inmensa de no querer estar ahí. Lo veía todo hacia abajo desde una empinada calle, la única pavimentada.

¿Cómo llegué hasta ahí? 

Mis amigos y mi padre, el perfecto club que se reunía en la casa por largas semanas en verano, se volcó, el último día de nuestra estadía, y a puro cuchicheo, sobre el tesoro más preciado que se debe guardar en la guantera de un auto, uno que le permitía ejercer al veterano de la manada su rol paternal, masculino y aventurero, un mapa de carreteras.

Esa aventura paternal me tenía pegada al cofre del auto fumando nubes desde lejos.

Una leve desviación de carretera, porque saliendo de Veracruz a alguien dentro del auto casualmente “se acordó” que había una boda a la que tenía que ir de último momento, se convirtió en una parada de tres días en Ahuacatlán, el lugar donde crece y se come el aguacate. 

Llegamos justo para los rituales. En la mañana las familias se intercambiaron canastas de comida. A la hora del almuerzo los novios se prepararon en casas diferentes. Para la noche ya había luces y bocinas encendidas en la explanada principal.

Desde arriba pude ver al novio enredado en los vestidos de encaje de la novia, los vi jugar al liguero, vi volar al novio entre los brazos de sus amigos, las mujeres gritaban peleándose por el ramo. Pero de todo el cuadro, los locos resaltaban como poéticas luciérnagas. 

A los locos les importa un bledo lo limpio de las ropas, los ruidos de las fiestas o si todo desaparece o sigue ahí hasta o si se acaba la vida. Intenté acercarme a ellos varias veces en la pista, juntaba mi silla hasta donde ellos bebían, pero sus miradas sólo se detenían ante el dibujo de sus heridas. 

– ¿A quién le importa la locura?

Los locos se fueron dando marometas.

Al día siguiente me enteré de varias cosas, pero nada sobre el par que había robado mi atención:

—Es para que te lo comas con todo y todo y sólo dejes el hueso.

Dijo uno de los sombrerudos que me vio tan callada porque yo, la invitada de pantalones rosas no podía con tanto picante pero aprendía que el uso de todo era siempre otro: las tortillas de maíz azul eran cubiertos y servilletas, las ropas enlodadas se usaban en el campo y en la boda, la cerveza fría o caliente era lo mismo que un vaso de agua, los totoles eran la mascota y la cena, los huapangos se tocaban, cantaban y bailaban en la sala, en la cocina, en el comedor o en el patio, y siempre, con la misma enjundia.

Con esos jeans rosas bajé a la boda y fui al campo, bailé huapango en la sala y en la cocina, me los quité para nadar en el río, me los puse para huir del torrencial y me escondí con ellos en un gallinero lleno de gallinas, me los quité para tallarme mezcal en el cuerpo y no enfermar y me los volví a poner enlodados durante tres días seguidos.

De vuelta en la carretera, veía satisfecha la montaña que dejábamos.