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Victoria

Crónica de un gato entre burbujas de cristal

Era noche, la víspera de Pentecostés. Un gato merodeaba en los alrededores de Nôtre Dame. El Sena resplandecía a la luz de la luna casi llena. Las estrellas brillaban y emitían su dulce canto nocturno. La fortaleza del Louvre y una pirámide de cristal se erguían imponentes en la oscuridad. El canto de los cuervos iluminaba la foresta y la estatua de un fauno surgió de entre los matorrales.

El gatito corría veloz como si quisiera alcanzar las estrellas. De pronto, un ángel se presentó en su túnica blanca resplandeciente, un arpa dorada entre sus manos, su voz emitía suaves palabras que el gatito apenas comprendía. ¿Qué es este hombre resplandeciente ante mí? Pensaba. El ángel, con sus ojos de zafiro contemplaba al gatito gris de ojos aceitunados. El ángel cantaba. El sonido de su música dejaba al gatito en suave estupor. Se veía corriendo en un campo verde rodeado de otros gatos que jugueteaban alegremente entre flores de colores. El gatito permanecía atónito. La música y las palabras del ángel comenzaban a dibujar luces de colores que centelleaban en un campo lleno de lirios, lotos, violetas, rosas, en donde aves del paraíso danzaban entre las nubes. Las notas del arpa poco a poco lo envolvían en una reluciente ensoñación. El ángel cantaba y sus ojos celestes resplandecían en los pequeños ojos aceitunados. Las notas fueron brotando al compás del arpa dorada. La melodía formaba iridiscentes esferas y el gatito se multiplicaba en los espejos. Poco a poco se fue elevando a las estrellas, corretea entre cisnes y Andrómeda lo arrulla.

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Constanza

Despertar

Me ve extender las piernas, me ve mover los pies, no he abierto los ojos que sé que está ahí. No entiende mi lenguaje así que sube a la cama y jala mi cabello.

Me arrulla y dejo que siga hasta que se cansa y yo vuelvo a dormir.

Una punzada en mi estómago me anuncia que se ha posado ahí y sus ojos que cazan los míos me delatan que no comprende del todo la situación.

Me duele el vientre, pasó una hora desde que jalaba mi pelo. Todavía no me voy a levantar, le digo.

Sé que está enojada porque se movió para acostarse al revés. Restriega suavemente su rostro contra mi mano que alcanza su cabeza hasta casi mis rodillas. Sé que en cualquier momento atacará mi piel y los músculos de mis dedos como amenaza mortal.

Todas las mañanas ataca mi mano como falta de atención en una postura ya irreverente y en la que imagino, desearía que mis dedos en realidad fueran mi cara. Sus movimientos se vuelven cada vez más bruscos, agradezco que al menos está atacando mis dedos y no mi nariz. El ataque cesa, pero ella ya está fuera de mi cuerpo atacando las cobijas que antes eran su batalla. Un segundo después se las arregla para regresar, pero ahora lo que encuentra es al fin una cama vacía.