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Paulina

Love is love

Las tardes de primavera son placenteras. ¿Cuántos azules ves en el mar? No todo es azul en El Caribe, hay algo de verde turquesa aunque también es un mar de postal con sus arenas blancas. El Caribe te hipnotiza. El viento tiene algo alborotado las aguas, pero no tanto como para no meterse a bañar.

Todo sucedía en una sintonía perfecta, única. Los hermanos a mi lado disfrutaban del sol, ella al teléfono, él leía a Proust. A mi derecha estaba una madre y su hijo. Bebían margaritas. Él parecía algo ausente, ella fumaba un cigarrillo recargada en una palmera. Su piel tostada dejaba ver largos años de sol transcurridos, que se asomaban a través de su bikini, contrastando con el rubio cenizo de su melena. 

A unos ocho o quizá 10 metros justo frente a nosotros había cuatro hombres sentados en la arena sobre toallas a rayas blanca y azul idénticas. Sus cuerpos delgados dejaban ver largas horas de arduo trabajo en el gimnasio. No sabría reconocer su nacionalidad. ¿Importa acaso? Sus colores no me regalaron esa señal o esa marca. 

Cuando el sol llegó a su punto más alto y todos estábamos como embriagados por el oleaje, la música que se alcanzaba a escuchar de fondo, los cuerpos casi desnudos; llegaron dos hombres cubiertos de pies a cabeza y usaban pasamontañas. ¿Por qué habría de llegar la policía a discutir con aquellos cuatro hombres? ¿Qué estaba sucediendo?  De un momento a otro, llegó una camioneta con otros dos policías a la escena ¿del crimen?

Los policías, no sólo discutían, ahora jaloneaban a los cuatro hombres sentados. 

Nosotros, los otros, expectantes, nos acercamos hacia donde la policía había casi dislocado los hombros de aquellos hombres. Ahora los sometían contra la camioneta, forzandolos a subir. 

Un beso. 

Un beso había desatado toda esta violencia. Alguna persona había llamado a la policía, porque dos de esos hombres se habían dado un BESO. Y la policía obtusa como aquella llamada había respondido de inmediato dejando en segundo plano cualquier otra situación.

Hombres, mujeres y niños, ahí estábamos todos rodeando la camioneta. ¡Homofobia! ¡Homofobia! Se comenzó a escuchar, acentos y lenguas diferentes, cómo un canto de guerra. La policía enmascarada golpeaba a los culpables de aquel beso criminal. Y el canto se hacía cada vez más unísono. No sé cuánto tiempo habrá pasado de esta escena macabra. Gritos, humillación. Cuando el sol estaba bajando la policía cedió, no ante el reconocimiento de su insensatez, sino ante la presión; y los cuatro policías salieron huyendo, como si los cantos hubieran sido piedras.