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Alba Miranda

Salir de la cama

En las mañanas, a veces, antes de que suene el despertador, y si aún sigue oscuro, al menos en mi recámara, recorro con mis pies sin calcetines, porque así lo dicta el clima, el ancho de mi cama y disfruto ese frío de la sábana aún sin tocar.

Trato de recuperar algún retazo de sueño o incluso de regresar y volver a estar ahí. Si no tengo puesto el antifaz, lo busco con la mano izquierda en el buró y es como si me vistiera de nuevo, pero no con la pijama, sino con el sueño en standby.

Si es un buen sueño, me sigo, al contrario que, si es producto de mi ansiedad o de un asunto sin resolver y solo ocasiona un despertar rápido y sin estiramiento, y olvídate de las tres gracias de la mañana.

Sigo buscando las partes frías, sigo soñando, pero una parte desea con muchas ganas que haya alguien en la cocina, poniendo agua para hervir, sacando el filtro, el café, el azúcar, preparando el ritual, el plato cuadrado de cerámica con orillas de ladrillo, la cucharilla que está a punto de perderse (solo me quedan dos), y, si estoy de suerte, un pan con dulce de leche.

No está.

Estoy yo, salgo y veo a mi sol entrar por el balcón, lo saludo cuando abro la ventana, respiro de esa luz, me doy media vuelta y me preparo mi café.

Bonito día.

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Paulina Sabugal

Los adultos también lloran

A Mario, que está por llegar

Cuando era niña pensaba que los adultos no lloraban. Que en gran parte era eso lo que significaba ser “grande”: dejar de llorar. Ahora, heme aquí que lloro en medio de una clase de yoga para embarazadas. Tú, te mueves. ¿Me escuchas llorar? ¿Escucharás lo que pienso? Y pienso en todo lo que te quisiera decir y no te digo por miedo a que sea poco o mucho o simplemente innecesario. De pronto dejo de llorar para hacer un último saludo al sol. No se puede llorar y hacer yoga al mismo tiempo. Termina la clase. Afuera se asoma el sol. Se siente el perfume de la primavera suspendido en un aire aún invernal. La gente se prepara para el verano y para quitarse el cubre bocas como una mujer ansiosa por llegar a casa para quitarse el brassiere, los zapatos, las medias. Enciendo la radio. Hablan de guerra. Tú te mueves. Yo lloro. Poquito. Así como lloran los adultos para que los niños no los vean. Para que crean que no lloran. Que son fuertes. 

Este texto es para ti. Es un texto que no dice nada o más bien, que dice sólo una cosa: los adultos también lloran. Son menos valientes que los niños e intentan llorar a escondidas porque se avergüenzan. A veces hay motivos para llora y a veces no. A veces se llora y basta. Como ahora que lloro por dos años de pandemia, por una guerra en donde niños de dos años no pueden celebrar su cumpleaños por culpa de una bomba, o porque tengo hambre y no encuentro las galletas que eché en mi bolsa. Así de absurdo es este mundo de los adultos anti lágrimas.

Tú, mientras tanto, te mueves. Navegas. Te deslizas. Me mandas mensajes en clave morse que no logro descifrar porque no sé clave morse. Te imagino en un barco. Imagino que surfeas sobre olas gigantes que se forman dentro de mí y que me provocan dolores inimaginables. Lloro. Esta vez un poquito más fuerte dado que nadie me ve. Sólo tú me escuchas. Te hablo. Te hablo de virus y de países que no se ponen de acuerdo. Te digo que esperes un poco más a llegar a este mundo complicado y difícil pero que al mismo tiempo tiene el sol, las flores rojas y los gatos. Que te voy a llevar al mar a navegar más allá de mi útero. Que eres bienvenido. Y que podemos llorar juntos, si quieres, aunque seamos grandes los dos. Aún cuando seamos adultos y la gente nos mire.