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Constanza

Tormenta

Yo no sé si en ese mar hay tiburones, pero lo que vi y no pronuncié parecía serlo.

Se que por la mirada del lanchero y el silencio de mi padre que todos nos hicimos los locos.

Abrimos una cerveza.

Nunca volveré a pisar una lancha como aquella, con un pequeño toldo, una gran hielera y apenas dos tablas para tomar asiento. También sé que a los veintitrés se ve todo, incluso el peligro, tan lejano como se veía el buque de petróleo desde la orilla del mar, lejano e incluso, inalcanzable. Pero ese buque de frente y tan lejano como pequeño entre mis dedos se volvió un gigante de acero que pronto desapareció a mis espaldas y develó otro par aún más lejanos a nuestra vista. Nos adentramos a mar abierto. Ahí, con mis diminutas chanclas bajamos a la boya del primer indicio de arrecife coralino que irrumpe kilómetros después en una bella isla llamada la isla Lobos. Es pequeño punto de arrecife contenía peces de colores tan brillantes como diminutos y lo acompañaba una boya de cemento donde los lancheros, como nosotros, se paraban a resistir las tormentas. Y justo ahí, venía una.

Por suerte el lanchero la reconoció

-le daremos la vuelta e iremos a tras de ella.

Sin llorar, pero con muchas ganas de hacerlo miré sonriente a mi padre.

Recordé las aventuras del viejo y el mar y me vi a mí misma como portada de libro o encabezado del día siguiente. Decidí confiar en lo que tenía delante de mí: el lanchero.

Entonces arrancó el motor, ese tan pequeño que nos salvaría del edificio gris que se movía hacia nosotros.