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Constanza

Un frasquito italiano

Subir de peso, hincharse de calor, despertar con sarpullido. Salir de casa pisando una banqueta ardiente, llegar al mostrador sosteniendo en mano una talla que en ese momento la cajera te dice, con un vistazo a tu pecho, que esa medida no te quedará y pensar, después de esa recriminatoria mirada que lo mejor habría sido quedarte en la habitación a trabajar, arruina toda idea de “Una Italia de glamour”. Pensar en venir a Italia, comprar un boleto, llenar una maleta, no te hace ser italiana.

Primero hay que venir a Italia muchas veces, recibir una recriminatoria mirada por cada vez que se está acá y después, mucho tiempo después, interiorizar que es mejor no ser italiana y en cambio mantener latiendo delicadamente tu corazón.

El glamour de aparador, aquél que no puedes tocar siendo turista es mejor que ni te alcance viviendo aquí. Para prueba de ello está el bálsamo destilándose en forma de sudor por entre las piernas de una italiana, ésa, la del short de nueve euros pero que le sientan de miles, ella la que te hace a un lado por entre los pasillos del súper y que con la mirada te dice: no me gusta tu vestido.

Rubias, ojiazul, piernas bronceadas tonalidad oro, cuerpos por los que tus compatriotas hombres fantasearon en algún momento de su vida en dejarlo todo para ir a buscarse a una de ellas. Las mujeres italianas detrás del reino al que constantemente me acerco llamado “mostrador” olfatean el perfume de los pequeños errores y te dicen, en todo su esplendor, con una a todas luces no inocente pregunta:

En glish?

que

no eres

de aquí.

Italianas.

La mirada de Sofía Loren a Jayne Mansfield a pequeñaa dosis y sobre la blusa que prefiero no comprar.