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Gerardo Sánchez Trejo

Mi experiencia en el AIFA

No puedo decir que viaje mucho en avión y tampoco que viaje poco, pero es una realidad que pertenezco al reducido porcentaje de mexicanas y mexicanos (30%, según una encuesta de Parametría del año 2017) que han tenido la oportunidad de subirse a un avión al menos una vez en su vida.

En particular, hace unas semanas volé a la Ciudad de México desde Mérida, Yucatán. Para ser más precisos, tres días después de su inauguración oficial, aterricé en el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, el cual ha comenzado a denominarse en el vox populi por su acrónimo de AIFA. Llama la atención lo rápido que ha abandonado su denominación coloquial como Aeropuerto de Santa Lucía, posiblemente, como una estrategia para desvincularse de la base área militar del mismo nombre.

Poco ya se habla de aquellas fotografías fuera de contexto en las que se mostraba una supuesta terminal de pasajeros del tamaño de una nave comercial o de las propuestas de logotipos para el AIFA. Ahora que el aeródromo se encuentra en funcionamiento, las críticas se han centrado en aspectos triviales tales como el escaso número de vuelos diarios, las pocas opciones de transporte y la falta de servicios dignos de una terminal de pasajeros para vuelos nacionales e internacionales (todo lo anterior con altas posibilidades de resolverse positivamente).

Ingenua e impulsivamente, y por estar en un lugar tan controvertido en la esfera pública, el día de mi primera visita al AIFA compartí en mi Instagram personal (@gerosanchez) una serie de historias con fotografías del aeropuerto, que después derivo en un muy breve texto sobre mi experiencia, el cual publiqué en mi perfil de Facebook. Como se podrán imaginar, esa publicación generó una alta polarización de opiniones que desvirtuó la experiencia y opinión de un pasajero, y la llevó hacia la arena de las ideologías políticas (algunas muy fundamentalistas y riesgosas para el sano intercambio de ideas); pero que, por otro lado, generó una invitación para compartirla en esta columna de opinión.

Dejo a un lado posturas políticas e ideológicas para compartir esa experiencia. Busco darle nuevamente la oportunidad para que permita intercambiar puntos de vista en un terreno donde el diálogo permita discutir tanto los beneficios de una obra de esta magnitud como también criticar sus áreas de oportunidad. Sin más…

Ayer aterrizamos en el AIFA como usuarios

A raíz de las fotos que he compartido en mis historias, muchos me han preguntado sobre qué me pareció el AIFA. Si pudiera sintetizar en un solo párrafo, comentaría lo siguiente: el AIFA es un aeropuerto inclusivo. Se percibe que los espacios interiores y exteriores fueron diseñados y hechos pensando en todos: i) para los que viajan mucho; ii) para los que viajan; y iii) para los que nunca en su vida han viajado en avión (como el 70% de los mexicanos). Hice las fotografías de la manera más honesta posible y en un tiempo razonable para no madrugar allí; también, tendré que conocerlo de día.

No busqué indagar ni enfocarme en trivialidades tales como encontrarme con el Santo en la puerta del baño o los souvenirs del presidente. Así es, el AIFA tiene un Starbucks; y sí, también se puede llegar en Mexibús y próximamente en Tren Suburbano. Y si todo sale bien, Uber y DiDi podrán ingresar al aeropuerto después de tramitar sus permisos. Como precedente, en el aeropuerto de Mérida no pueden ingresar a recoger pasajeros.

En lo personal, el AIFA me gustó mucho.En gustos se rompen géneros; habrá a quienes les parezca de mal gusto ver a Blue Demon en la entrada del baño, y habrá a quienes no les importe esto mientras el aeropuerto les permita viajar de manera funcional, accesible y cómoda.

(P.D. La cafetería con el logotipo de la sirena no me pagó por la mención ni la 4T por la reseña)

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P.D. 2. Feliz día de la infancia.

La infancia es la vía real por la que mejor se conoce un país.

En el fondo, no hay otro país que el de la infancia.

–Roland Barthes

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Fatima Jaoui

La visita mensual durante el mes sagrado

Es Ramadán y mi familia ayuna y yo ayuno también por solidaridad más que por convicción. No me voy a quejar de las tareas asignadas por género y los platos sin fondo en la cocina, aunque es un tema real. Este mes, mi reto es que tengo que vivir los disturbios emocionales que traen mis periodos y las reuniones familiares. No puedo recordar una menstruación que no me doliera como el infierno.

Una vez vomité en la calle.

Una vez me salté la clase, tomé el autobús sin validar el ticket debido al dolor pues caminar quince minutos hasta casa me resultaba imposible.

Una vez al llegar al trabajo apenas entré salí por la misma puerta por no aguantar el malestar.

Sumándose al dolor, el mundo, las noticias y la gente todo se vuelve insoportable. Tengo tolerancia cero y evito las interacciones tanto como puedo.

Pero es Ramadán y me mudé de regreso a casa de mi madre, así que realmente no tengo ese lujo de auto aislamiento o confinamiento disponible.

Me siento al límite cuando se discuten ciertos temas. Cada Iftar, la comida nocturna con la que se rompe el ayuno, me trae recuerdos nada positivos de mi casa.

Así que los períodos realmente no ayudan y en este contexto agregan más que nada, sesación de fuego. Me siento como un adolescente rebelde que está a punto de gritar si le presiona el botón equivocado.

Para mí, el hambre no es problema cuando el síndrome pre menstrual me hace sentir todo cien veces más fuerte. Mi mente se pone muy ocupada. Es como revivir mis sufrimientos pasados ​​con gafas VR.

Tener ciertas conversaciones difíciles cuando soy emocional no es lo mejor. Pero a veces esas conversaciones deben comenzar de alguna manera y, por mucho que odio mis períodos, su audacia me ayuda a sacar algunas cosas de mi pecho. Y un buen llanto hace más bien que mal.

Ramadan Kareem a mis hermanas y hermanos que viven algo similar.

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Alba Miranda

Rompido

Tengo muchas pulseras, las cuales tienen vida propia, porque de pronto deciden romperse y despedirse de mi delgada muñeca derecha, casi no uso de lado izquierdo, con excepción que me vista de largo y dejo el reloj para extender la noche de baile entaconada.

Esta semana se rompió una blanca que me regaló mi tía Tere, hace unos meses la morada que me hizo mi tía María y hace un mes, mi taza favorita, estaba ella muy tranquila secándose, cuando de pronto se cayó y se rompió.

Era una taza alta, esbelta, blanca, con una llama con gafas y un mantra para comenzar las mañanas con café:

NO DRAMA

LLAMA

Y de la nada decidió que su tiempo conmigo había terminado, lo mismo que la taza morada con blanco de NYU, la roja preciosa de la IBERO y ahora la de la llama, que decidió irse a tomar el sol a otro lugar.

He llegado a romper puertas de cristal (indirectamente) y de alacenas (aún no sé cómo pasó), una cantidad de vasos y platos que no llevo la cuenta, por eso mi vajilla es la del súper más cercano.

Antes pensaba que yo era la torpe, pero no, son las cosas que de tanta energía que una deposita, dicen hasta aquí y se dejan ir, se rompen.

Y así aprendo que nada dura para siempre y que todo va y viene, como la taza de llama que en un momento de necesidad de shopping de cosas que no necesito, compraré.

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Paulina Sabugal

Los adultos también lloran

A Mario, que está por llegar

Cuando era niña pensaba que los adultos no lloraban. Que en gran parte era eso lo que significaba ser “grande”: dejar de llorar. Ahora, heme aquí que lloro en medio de una clase de yoga para embarazadas. Tú, te mueves. ¿Me escuchas llorar? ¿Escucharás lo que pienso? Y pienso en todo lo que te quisiera decir y no te digo por miedo a que sea poco o mucho o simplemente innecesario. De pronto dejo de llorar para hacer un último saludo al sol. No se puede llorar y hacer yoga al mismo tiempo. Termina la clase. Afuera se asoma el sol. Se siente el perfume de la primavera suspendido en un aire aún invernal. La gente se prepara para el verano y para quitarse el cubre bocas como una mujer ansiosa por llegar a casa para quitarse el brassiere, los zapatos, las medias. Enciendo la radio. Hablan de guerra. Tú te mueves. Yo lloro. Poquito. Así como lloran los adultos para que los niños no los vean. Para que crean que no lloran. Que son fuertes. 

Este texto es para ti. Es un texto que no dice nada o más bien, que dice sólo una cosa: los adultos también lloran. Son menos valientes que los niños e intentan llorar a escondidas porque se avergüenzan. A veces hay motivos para llora y a veces no. A veces se llora y basta. Como ahora que lloro por dos años de pandemia, por una guerra en donde niños de dos años no pueden celebrar su cumpleaños por culpa de una bomba, o porque tengo hambre y no encuentro las galletas que eché en mi bolsa. Así de absurdo es este mundo de los adultos anti lágrimas.

Tú, mientras tanto, te mueves. Navegas. Te deslizas. Me mandas mensajes en clave morse que no logro descifrar porque no sé clave morse. Te imagino en un barco. Imagino que surfeas sobre olas gigantes que se forman dentro de mí y que me provocan dolores inimaginables. Lloro. Esta vez un poquito más fuerte dado que nadie me ve. Sólo tú me escuchas. Te hablo. Te hablo de virus y de países que no se ponen de acuerdo. Te digo que esperes un poco más a llegar a este mundo complicado y difícil pero que al mismo tiempo tiene el sol, las flores rojas y los gatos. Que te voy a llevar al mar a navegar más allá de mi útero. Que eres bienvenido. Y que podemos llorar juntos, si quieres, aunque seamos grandes los dos. Aún cuando seamos adultos y la gente nos mire.

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Paulina Ovando Collado

Ko’one’ex baaxal A’al: Vamos a jugar hija

Era una tarde calurosa, todavía no llegaba la primavera, pero el calor ya se sentía, eran casi las seis de la tarde; a las seis si no había una emergencia o si no teníamos algún cometido especial podíamos salir a la vida, nuestra vida. Ahí estábamos en la oficina matando los últimos pendientes la nueva administradora y yo, que en ese tiempo fungía como gerente operativo de un hotel. De improvisto como suceden las emergencias, llegó una mujer a la puerta de las oficinas, bañada en lágrimas, fuera de sí, completamente desorbitada y le urgía hablar conmigo. De inmediato, intrigada y dispuesta a escuchar a esta mujer entramos a la oficina para poder hablar en privado.

La mujer era la esposa de Ricardo, uno de los cuidadores del hotel. Era un hotel no muy grande, pero el terreno necesitaba cuidados y mantenimientos diarios, por lo general había dos personas encargadas del cuidado de la propiedad.

Ricardo era un hombre muy participativo de las tareas que le correspondían, siempre las realizaba a tiempo y su peso no parecía impedírselo, además mantenía su cuarto en la casita del staff limpia y en orden, y le gustaba cocinar, era un gran elemento. Es más, en ese momento era un empleado extraordinario. Llevaba un mes entero en la casa, había pospuesto su descanso. ¿La razón? Nos era desconocida. El antiguo encargado de la administración acababa de renunciar y había acordado ese descanso días antes. Generalmente coordinábamos los descansos de ambos cuidadores en fechas diferentes de acuerdo a sus necesidades para que disfrutaran de su tiempo libre y de sus familias, así que en ese entendido todos nos veíamos beneficiados, o eso creíamos.

La hija de Ricardo tenía 6 años y estaba por cumplir siete. Era una niña muy sonriente, dijo su madre.  Y siempre estaba dispuesta a hacer todo lo que pedían en casa. Cuando Ricardo regresaba, ella lo ayudaba a cortar sus uñas.  Amaba a su padre. La madre repetía incansablemente que él era un buen hombre y quería a la niña, y a ella.  La mujer temblaba y con la voz entrecortada al mismo tiempo decía que su madre y su hermana querían meterlo a la cárcel.

Yo parecía no estar entendiendo nada. ¿Por qué la niña tendría que ayudar a cortar las uñas de Ricardo? ¿Cómo lo hacía? ¿Por qué la abuela y la tía querrían encarcelar a Ricardo? Corrieron preguntas como lágrimas.

 Yo amo a Ricardo, es un buen hombre y un buen padre y cuando regresa a casa él sólo necesita que la niña le ayude a cortar sus uñas de los pies. Ricardo se recuesta en la hamaca y no se alcanza, porque su estómago abultado no se lo permite, por esa razón le pide a la pequeña que lo ayude. Ella se sube a la hamaca y se sienta encima de él, entre sus piernas, le da la espalda y así le corta las uñas; luego, cuando termina se quedan acostados un rato o juegan y él le hace cosquillas con sus dedos. Y a la niña le gusta.

Esa misma noche terminamos en la fiscalía. La esposa de Ricardo no podía tener miedo. No podía seguir solapándolo. Ella debía denunciarlo, así como la abuela y la tía deseaban hacerlo. Ciertamente se venía una avalancha para ella y su familia, pero los abusos debían parar. Nadie podía denunciar a Ricardo más que ella, la esposa y su familia, los testigos directos. Se abriría una investigación y tarde o temprano Ricardo pagaría con su libertad. Ahí estaba yo intentando abogar por esa pequeña niña.

 La mujer entre lágrimas y explicando su situación al fiscal en turno encontró su respuesta, ella amaba a Ricardo sobre todas las cosas y  no quería perderlo y ahora que había escuchado de la fiscalía lo que le sucedería si alguien lo denunciaba estaba más segura que antes: él era un buen padre y era su hombre y ella lo protegería. Nunca se secó las lágrimas y tampoco firmó la declaración.  La resolución en el hotel fue contundente, Ricardo sería despedido de inmediato.

Hay noches tristes, largas e incomprensibles.