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Constanza

Las estrellas de Bolonia

Para Giovanni Marchetti 

Miro una foto y me imagino de nuevo ahí.

Cada mañana el olor a café recién hecho acentúa el recuerdo de los paseos matutinos por debajo de los arcos que tanto la caracteriza.

Calles adoquinadas de medioevo son transitadas a altas horas de la noche por automóviles deportivos como llevándose entre sus ruedas lo antiguo que se sienten los paseos.

Caminar en círculos la ciudad amurallada y vacía en los meses más calurosos hace preguntarse cómo se puede seguir conociendo las callecitas que una vez te leían en cuentos.

La respuesta de pronto está ahí. Un pequeño negocio un poco antes de Ferragosto frente al departamento de letras de la universidad ha dejado abierto el servicio para algún viajero despistado y, aunque el tiempo de servicio es reducido, se agradece que además el encargado se tome la molestia de esperar a un último cliente sediento.

Miro mi rostro desfigurado en el aparador de los bocadillos. El efecto de la vitrina reformula mi silueta ya incluso transformada por el calor. 

Informo a mis allegados cada que preguntan por mí:

-Tomo tres duchas al día y en las madrugadas abro el refri para refrescarme del calor.

Pero eso no impide que salga a caminar.

Acabo mi bebida y miro hacia arriba, el típico arco que sostiene el techo de cada paseo es naturalmente de madera antigua, aunque algunas vigas se ayuden de postes más modernos.

Los arcos sirven para cubrirse de las calamidades del clima, pero también para perderse entre las miradas que te siguen. 

Cada verano es usual tener el cine al aire libre y me dispongo a llegar a la película de las seis de la tarde. Miro hacia arriba y veo que los techos de Bolonia son también los mismos que sostienen al cielo.

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Constanza

Fronteras

Todos hemos estado alguna vez en la frontera o al menos nos hemos sentido ahí.  Una línea divisoria con rostros dibujándose de manera abrumadora cuando no encuentras un sello plasmado en un determinado papel divide siempre a las personas en dos bandos, en el que te mira de manera bondadosa pero consiente de las barreras o bien aquel rostro que sin filtros te indica que no hay y ni habrá remedio alguno.

Lo curioso de la frontera es que no la sentimos hasta que estamos ahí. No es necesaria una barda, un cerco, o una línea divisoria física para que se sientan sus efectos. Basta con una firma ausente, una banca donde se te indica esperar a que pase alguien por ti o bien, solamente dar un paso hacia atrás de la fila que se llena de ojos con sospecha para saber que la frase “Venga conmigo por acá” es definitiva.

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Constanza

Una de aretes

Creo que podría usar un par de aretes por todos los días del mes y no repetir. Se podría decir que los colecciono, pero lo que jamás podría hacer, es no usarlos, porque si no, escucho la pregunta intimidante de mi mamá y mi abuela: ¿y tus aretes? ¿hace rato no te veo los que te regalé?

Bendito espejo del elevador que me permite pasar lista: lentes (check), cubrebocas (check), aretes (check); en caso de no traerlos, voy de retro, me niego a pasar esa inseguridad de no vestir mis orejas; como si cargar el cubrebocas, los lentes, y a veces los audífonos, no fueran suficiente.

Mientras me arreglo, lamento mucho la pérdida de un par de aretes de perla negra, que combinaban con casi todo, pero que no los usaba tanto, porque no me dejo usar el mismo par de aretes dos días seguidos. No, no, no. 

Buscando entre cajitas, aparecen un par de unos aretes verde claro, muy lindos, de esos que solo combinan con algunos outfits. Tenía perdido ese par desde hace varios meses, creía que lo había dejado en otro lugar, estaba casi segura que estaba en ese otro lugar, el mismo lugar donde perdí los otros, pero en esta ocasión no sé si volverá.

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Constanza

Casas

Por causas médicas debo hacer dos cosas, respirar y caminar; apenas las ha pronunciado el doctor y entreveo en ambas palabras mi gran oportunidad para escabullirme a hacer lo que más me gusta. Pasear. Pero, sobre todo, ver fachadas de casas, edificios y departamentos, a veces incluso se cuela uno que otro minijardín. 

A la menor provocación de que se asomen por las ventanas ajenas alguna esquina de un sofá, algún detalle de un cuadro, o un destello de luz comienza mi nueva vida.

Al instante cambio de trabajo, frecuento otro supermercado, considero tener o prescindir de un auto (grande o chico dependiendo del inmueble) e incluso, elijo en dónde he de vacacionar. Todo aderezado por la sorpresa y el qué dirán mis amistades por el nuevo cambio de dirección.

Lo difícil de mi nueva vida es que cambia cada veinte metros que doy por la colonia. De pronto me sorprende un gran árbol que asoma una de sus ramas por una ventana.

-Seguro vive aquí un artista. Pienso mientras se dibujan en mi cabeza miles de escenarios.

Entonces mis problemas se convierten de manera súbita en elegir qué galería me representa, en si me dedico a pintar, a hacer grabados o si mejor soy una gran novelista y por ser tan famosa ni siquiera habito ahí, sino que me encuentro viajando por un frío Londres.

Fantasear con remodelar los espacios abandonados o intactos es parte también de mi propio reto de cambiar cada metro de estilo de vida.

Al otro lado de la banqueta veo una particular ventana y decido acercarme. De ella se asoma por un gran ventanal una escalera que da la apariencia de estar suspendida en el aire.

– ¿Cómo así sin cortina? Me pregunto extrañada y decido que esta misma tarde llamo para que instalen persianas. No cualquier persiana sino unas de madera para que con el sol desprendan un poco de aroma y ese paso a desnivel sea recordado cuando se esté afuera.

Minutos más adelante, cuando las cortinas ya no hacen falta me topo con una entrada conocida. Es la casa de mi amiga que hace un par de años se mudó a la misma colonia. Decido ir primero por algo de pan y café para las dos. La sorprendo con un desayuno tardío mientras esperamos a que lleguen las demás. Mi amiga nos quiso reunir a todas para contarnos la nueva noticia: ¡se muda de departamento!

– ¡A remodelar! fantaseo y apresuro el paso por la banqueta ya entre rejas y puertas más que conocidas, la mía.

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Alba

Huele de noche

Tengo el presentimiento que antes del amanecer se cambia de lugar o que juega a las escondidas. Que no quiere ser visto y menos arrancado.

Cuando lo encuentro quiero ponerle una seña, recordar el lugar, pero prefiero la sorpresa, la emoción que de pronto me envuelvo en un olor que me traslada a viajes, a personas y creo que, en unos años, me llevará aquí, a esta pandemia, a las caminatas nocturnas, que terminan con un té y la luz de la pantalla del celular.

Camino unos cuantos metros y el olor se desvanece, volteo y ya no está, regreso y no es lo mismo, la emoción se evaporó.

Sigo caminando, tratando de recordar dónde me paré y sonreí por tener otro lugar, otro secreto.

A la noche siguiente me dispongo a buscarlo otra vez, pero creo que lo mejor es toparnos por unos segundos, parar el paso, dejar de pensar, solo oler y sonreír.

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Paulina

Para llegar hay que prepararse muy bien.

Poner la mente en blanco y llenarla de música, de recuerdos y detenerse en el momento justo para comenzar. 

El mío es un día en la playa. Pongo el cuerpo en neutro, acomodo mis pies y elijo el color de mi traje de baño. La vista de la habitación está frente al mar, hace calor, pero por momentos el clima cambia hasta el punto donde el cuerpo puede enfriarse un poco y recomenzar. 

Ese día llegué en un Jeep negro con un playlist diseñada al momento. A partir de aquí se debe de comenzar a hablar en presente.

En la cajuela llevo todo para estar cómoda el tiempo perfecto para desaparecer y volver a la ciudad tan libre como nunca lo he sido antes.  

Tengo mi propia selección de películas para ver cada noche antes de dormir. Aquí, nadie me molestará.

Llego y la brisa de la mañana me recibe desde el camastro que elijo bajo una sombra frente al mar.

De pronto, un ruido interrumpe mi desayuno.

-eso va a doler un poco, eh.

Me sirvo un poco más de margarita en mi vaso escarchado.

Unas gaviotas volando en V me reconocen desde lo alto y brindamos.

Abro los ojos y el dentista ha terminado.

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Constanza

Dentista

Para llegar hay que prepararse muy bien.

Poner la mente en blanco y llenarla de música, de recuerdos y detenerse en el momento justo para comenzar. 

El mío es un día en la playa. Pongo el cuerpo en neutro, acomodo mis pies y elijo el color de mi traje de baño. La vista de la habitación está frente al mar, hace calor, pero por momentos el clima cambia hasta el punto donde el cuerpo puede enfriarse un poco y recomenzar. 

Ese día llegué en un Jeep negro con un playlist diseñada al momento. A partir de aquí se debe de comenzar a hablar en presente.

En la cajuela llevo todo para estar cómoda el tiempo perfecto para desaparecer y volver a la ciudad tan libre como nunca lo he sido antes.  

Tengo mi propia selección de películas para ver cada noche antes de dormir. Aquí, nadie me molestará.

Llego y la brisa de la mañana me recibe desde el camastro que elijo bajo una sombra frente al mar.

De pronto, un ruido interrumpe mi desayuno.

-eso va a doler un poco, eh.

Me sirvo un poco más de margarita en mi vaso escarchado.

Unas gaviotas volando en V me reconocen desde lo alto y brindamos.

Abro los ojos y el dentista ha terminado.

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Alba

Ritual de amor propio

  • Una vela, de preferencia que huela rico
  • Alguna planta o flor
  • Amuleto que últimamente confías
  • Cuarzo
  • Luna, la que te sienta mejor
  • Agua, mejor si es tu termo, para que se llene de energía

Si hay luz de luna es mejor, sino la luz que te acompañe, aquella en la que lees la novela que está costando comenzar o los tuits que guardaste para leer antes de dormir.

Prende la vela, cierra los ojos y piensa en ti, mírate, no importa si estás feliz o triste, lo que importa es que te veas tal cual eres. Trata de recordar aquello que te hace sonreír y por lo que has llorado.

Junta el cuarzo, la planta y tu amuleto, muy juntitos, que la energía entre ellos se mezcle.

A la mañana siguiente toma agua, pon la planta en tu jarrón favorito, el amuleto cerca de tu cama y el cuarzo mantenlo cerca tuyo.

Leemos que el amor propio es hacer ejercicio, comer rico, cuidarse la cara, sentirse y verse bonita; pero a veces no podemos y no queremos y necesitamos un empujón, que venga de una misma.

Este ritual fue un invento de una noche de luna llena de casi primavera, los ingredientes cambian de acuerdo a cada mujer y a cada situación, pero la intención del amor propio es lo que cuenta.

Con cariño para mi tía Tere.

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Constanza

Niño con cámara

Su rostro recuerda a las crías de agosto que comienzan a experimentar. El casi afro, la tez tersa, todo el cliché del que en edad amenaza a quitar el puesto a sus veteranos.

Pide café y fuma prematuramente, conoce a algunos de la reunión porque en los noventa compartió salón de kínder con algunos primos del anfitrión, dice su edad y se hace un silencio entre los invitados, pero la plática sigue sin reparar demás.

Así de joven es la criatura, pero el tema de su vida es la preocupación que carcome a los hombres adultos.

El niño vive enamorado del cuerpo de los hombres y de las mujeres y busca retratarlos todos. Lleva su cámara a la fiesta donde busca cada ángulo que tome por sorpresa a los invitados. El zarpazo lo da con lentitud, probando el temple de quien se deja retratar sorpresivamente. En sus fotos se escuchan risas, el líquido que se sirve en cada vaso, se percibe el olor a humo que acompaña las conversaciones en los sofás. 

Otro día algunos entramos al pasillo de revelado, una fiesta impresa pende del tendedero que todavía suelta agua. Nos reconocemos todos ahí y revivimos el momento. “Ahí es cuando…” “Acá es… ¿te acuerdas?”

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Alba

Tomar el sol

En tiempos de pandemia y en invierno, tomar el sol cobra todo un nuevo significado.

Es lo más cercano que tenemos a sentirnos en la alberca, en la playa, de fin de semana sin pendientes por terminar. 

Es un abrazo, al principio un poco incómodo, porque quema, pero después el cuerpo se acostumbra y nos entregamos a esa luz, ese apapacho que desconocíamos la falta que nos hacía.

Que te dé el sol, aunque sea en tus pies sin calcetines pachoncitos, que te dé el sol en el escote debajo de la camisa de leñador, que te dé el sol por la espalda mientras te tomas un café y recibes un cariño bonito.

Reemplazamos abrazos, besos por otras caricias, las de la espuma de un buen café, una video larga con una amiga, risas cómplices con quienes vivimos, vestir algo que nos hace sentir el cuerpo dentro del que vivimos, llamadas antes de dormir con un beso y un te quiero al final; pero nada como el sabor, el olor…el calor del otro.

Cinco, tres o un par de minutos, hay que hacerlo, sentir ese sol, esa quemazón que ya no tarda en llegar.

PD: no se olviden de su bloqueador.