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Locos del pueblo

Una vez conocí a dos locos de pueblo. Se perseguían el uno al otro con armas ficticias. Los conocí en los festejos de una boda en la sierra, para ser más exactos, en Ahuacatlán, Puebla.

Se herían con chasquidos guturales, las sombras hechas con sus manos diseñaban disparos en el cielo que asestaban con el ruido de sus bocas, corrían sudorosos entre el frío, les daba igual si rodaban por el piso de la fiesta o bajo el cielo tupido de motas blancas entre los matorrales.

Se les veía cabalgar estallando su risa en el vaho, los traicionaba el enojo y el desenfado de enredarse entre los invitados, murmuraban cosas inteligibles, tiraban sillas, desaparecían tras las casas y regresaban sólo para seguirse hiriendo de muerte entre las personas que bailaban en la pista.

Y ahí estaba yo, impoluta, separada de todo, recargada en el cofre de mi coche nuevo y enfundada en unos jeans de pana rosa pastel, intactos. Una vestimenta que a todas luces gritaba no me involucraré con ustedes. Mi disfraz incluía un suéter de lana a rayas y una cara inmensa de no querer estar ahí. Lo veía todo hacia abajo desde una empinada calle, la única pavimentada.

¿Cómo llegué hasta ahí? 

Mis amigos y mi padre, el perfecto club que se reunía en la casa por largas semanas en verano, se volcó, el último día de nuestra estadía, y a puro cuchicheo, sobre el tesoro más preciado que se debe guardar en la guantera de un auto, uno que le permitía ejercer al veterano de la manada su rol paternal, masculino y aventurero, un mapa de carreteras.

Esa aventura paternal me tenía pegada al cofre del auto fumando nubes desde lejos.

Una leve desviación de carretera, porque saliendo de Veracruz a alguien dentro del auto casualmente “se acordó” que había una boda a la que tenía que ir de último momento, se convirtió en una parada de tres días en Ahuacatlán, el lugar donde crece y se come el aguacate. 

Llegamos justo para los rituales. En la mañana las familias se intercambiaron canastas de comida. A la hora del almuerzo los novios se prepararon en casas diferentes. Para la noche ya había luces y bocinas encendidas en la explanada principal.

Desde arriba pude ver al novio enredado en los vestidos de encaje de la novia, los vi jugar al liguero, vi volar al novio entre los brazos de sus amigos, las mujeres gritaban peleándose por el ramo. Pero de todo el cuadro, los locos resaltaban como poéticas luciérnagas. 

A los locos les importa un bledo lo limpio de las ropas, los ruidos de las fiestas o si todo desaparece o sigue ahí hasta o si se acaba la vida. Intenté acercarme a ellos varias veces en la pista, juntaba mi silla hasta donde ellos bebían, pero sus miradas sólo se detenían ante el dibujo de sus heridas. 

– ¿A quién le importa la locura?

Los locos se fueron dando marometas.

Al día siguiente me enteré de varias cosas, pero nada sobre el par que había robado mi atención:

—Es para que te lo comas con todo y todo y sólo dejes el hueso.

Dijo uno de los sombrerudos que me vio tan callada porque yo, la invitada de pantalones rosas no podía con tanto picante pero aprendía que el uso de todo era siempre otro: las tortillas de maíz azul eran cubiertos y servilletas, las ropas enlodadas se usaban en el campo y en la boda, la cerveza fría o caliente era lo mismo que un vaso de agua, los totoles eran la mascota y la cena, los huapangos se tocaban, cantaban y bailaban en la sala, en la cocina, en el comedor o en el patio, y siempre, con la misma enjundia.

Con esos jeans rosas bajé a la boda y fui al campo, bailé huapango en la sala y en la cocina, me los quité para nadar en el río, me los puse para huir del torrencial y me escondí con ellos en un gallinero lleno de gallinas, me los quité para tallarme mezcal en el cuerpo y no enfermar y me los volví a poner enlodados durante tres días seguidos.

De vuelta en la carretera, veía satisfecha la montaña que dejábamos.

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El sabor a cielo

Todos recordamos aquello que nos hizo voltear a ver al cielo y después al horizonte; una promesa de paisaje infinito y fantasías diseñadas por un objeto que veíamos se alejaba sin nosotros.

Voltear al cielo, sostener diez mil metros de altitud entre los dedos y jugar con aquello que no está. El avión se fue.

Imitar el vuelo del animal con ambas manos, pensar en lo que anhelamos pero desconocemos nos regresa los pies a la tierra y esas manos a los bolsillos.

Pero el horizonte, ese infinito que promete, que paraliza pero que insiste, se pone a nuestros pies cada que lo decidimos abordar.

El animal más poderoso de los cielos, el de pico amarillo y garras poderosas, el renacentista anhelo por planear sobre paisajes y esas ganas que permanecen en ti y en mí se cristalizan cuando nos montamos en él, en el horizonte y en el animal. Volar.

El dócil alado en tierra despierta como gigante cuando se pone en contacto con  el viento, sacude sus pliegues branquiales y comienza a dar bramadas, se levanta con tremenda dificultad y te dice en forma de ola en el estómago que ya no hay regreso.

El tímido animal que en tierra se deja guiar por pequeñas luces y ridículos banderines te reta con sus trescientos mil kilos a cuestas a que confíes y  a que guardes silencio y pongas atención porque en pocos segundos todo desaparecerá.

¿En qué momento un torpe y pesado se vuelve guía de esos anhelos que ayer pisábamos entre kilómetros de cemento?

Cruzar mares, romper acérrimas fronteras hacen que nos olvidemos de nuestra pequeñez y confiemos en la conjetura de metales y complicadas aleaciones y compartamos el sueño de volvernos águilas de metal con todos los que vamos ahí.

El artefacto alado que sobrevoló en nuestros dedos y se perdió en el horizonte marcó para algunos los sueños de infancia en tardes que caían como estrella fugaz;  una estrella que ahora de noche hemos abordado, una estrella que nos dejó probar el sabor a cielo.

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Tormenta

Yo no sé si en ese mar hay tiburones, pero lo que vi y no pronuncié parecía serlo.

Se que por la mirada del lanchero y el silencio de mi padre que todos nos hicimos los locos.

Abrimos una cerveza.

Nunca volveré a pisar una lancha como aquella, con un pequeño toldo, una gran hielera y apenas dos tablas para tomar asiento. También sé que a los veintitrés se ve todo, incluso el peligro, tan lejano como se veía el buque de petróleo desde la orilla del mar, lejano e incluso, inalcanzable. Pero ese buque de frente y tan lejano como pequeño entre mis dedos se volvió un gigante de acero que pronto desapareció a mis espaldas y develó otro par aún más lejanos a nuestra vista. Nos adentramos a mar abierto. Ahí, con mis diminutas chanclas bajamos a la boya del primer indicio de arrecife coralino que irrumpe kilómetros después en una bella isla llamada la isla Lobos. Es pequeño punto de arrecife contenía peces de colores tan brillantes como diminutos y lo acompañaba una boya de cemento donde los lancheros, como nosotros, se paraban a resistir las tormentas. Y justo ahí, venía una.

Por suerte el lanchero la reconoció

-le daremos la vuelta e iremos a tras de ella.

Sin llorar, pero con muchas ganas de hacerlo miré sonriente a mi padre.

Recordé las aventuras del viejo y el mar y me vi a mí misma como portada de libro o encabezado del día siguiente. Decidí confiar en lo que tenía delante de mí: el lanchero.

Entonces arrancó el motor, ese tan pequeño que nos salvaría del edificio gris que se movía hacia nosotros.

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La vida en bici

Las que andamos como si la vida fuera completamente nuestra somos un espécimen extraño . En mi caso ríen cuando bajo y camino, pero cuando subo las piernas se llevan el espectáculo, cuando voy demasiado rápido se me quedan viendo. Apuesto a que las circunstancias de nuestro paso en bici deben cambiar.

En mi caso, cuando el semáforo está en siga, imagino, lo que sobresale es lo curioso que ando; una asmática en bici cuando tiene prisa va más bien paseando y carga su medio de transporte para cruzar Viaducto.

Hay una palabra que me perturba y que solamente se aparece cuando tomo la bici.

Y es que la palabra culo nos asusta. Pero para alguien que va en bici se convierte en algo aún más natural. Una bici, es más, debería de tener sus advertencias.

-Se te verá el trasero! Una frase seguramente pronunciada por la tía que bebe té con la abuela octogenaria debería venir en el ticket de compra.

Lo primero que se asoma es el bolsillo roto, el asiento remendado, la falta de una mochila que lo cubra. Lo que en realidad sucede es que el culo se pega al asiento y, además, ¡lo subes y lo bajas! la gente ve tu culo y tú ves el de ellos.

Es indignante que te lo vean, pero, vamos, uno no puede evitarlo.

Ya para cuando vas en el primer semáforo piensas en la palabra que lo nombra.

¿Cuántos nombres tiene?

¿Cómo se verá el mío?

¿Verán los dobleces de mis jeans o se indignarán por mis faldas shorts con los que engaño a todos en Insurgentes?

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Lo que la pandemia ha hecho de ti

Leo un texto sobre “Aquello que la pandemia ha hecho de nosotros” y refleja todo lo político que uno pudiera llegar a ser.

Para muchos, leo en otras revistas, ha sido caminatas nocturnas, enterarse que serán padres, deshacerse de sus viajes en avión.

¿Qué ha hecho de mí?

Me pregunto a mí misma con la intensidad con la que algunos se lo hacen a la política.

¿Qué he hecho de mí? Querrás decir.

Respondo a la pregunta que alguien entre silencios me hace en un chat.

Ayer fui una bicicleta con la que redescubro me gusta el viento a mucha velocidad y con música. Ritmos que no incluyen personas sino sólo a mí misma bailando con ruedas de la ciudad que me circundan.

En la noche estoy postrada dialogando con mi cuerpo.

¿Qué he hecho de mí? Me pregunto sosteniendo un inhalador.

¿Conocen inquilinos que siempre cierran las ventanas ante la inminente ventisca y que ponen cruces de masking tape en los ventanales cuando se avecina el huracán?

Mis pulmones son los únicos que se niegan a responder a la pregunta que se vuelve sesión de psicoanálisis entre amigas.

Y casi los escucho bajar presurosamente las persianas.

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Tigres contra Pumas

—No es que sea tonta.

            Yo elegí callar.

            Así me disculpo en mi cabeza en un mensaje a mis amigas que no puedo mandar mientras veo ir y venir a una pelota castigada.

            Tigres le ganó a Pumas en un partido de finales y con eso, por lo que escucho y veo en los rostros de quienes acompaño, entiendo, todo se fue a la mierda «menos el orgullo».

            Tigres contra Pumas.

            ¿Alguien recuerda cuál de las dos fuerzas ganaba en el Animal Planet?

            También hubo un Pumas-Águilas, un Pumas-Chivas, un Pumas-Tiburones…

            Lo animal que aflora.

            — ¿Qué animal seré yo?

            Dibujo en el cielo la respuesta.

            -Se están golpeando. Digo sin que me escuchen.

            De la multitud apenas y cruzo palabra con alguien.

            —No vayas a ser amuleto de mal agüero. Frase de una “convertida” sentencia mi estadía en el grupo y es además, el apodo que gano por gritar apenas los primeros cinco Goyas de mi vida.

Aparte del Goya que me licenció con el sello imperecedero “UNAM” y que yo, ni siquiera pronuncié, esos cinco Goyas, es lo más cercano a ser parte de la porra a la que apenas perteneceré.

            Correr en pos de lo que importa.

            Perder todo,

            “menos el orgullo”

            Correr todo un año tras el balón, que el futbolista juegue a perseguir millones es a lo que al aficionado le vale una tarde fría en el estadio, y

            todo

            ya estaba

            tirado a la mierda.

            Cuatro mil pesos en cerveza, noventa minutos de juego.

            A Pumas le faltaban cuatro goles. Tigres jugó para hacer tiempo, Pumas metió los cuatro, jugó sus mejores pases de la temporada, se les vio cansados al final del segundo bloque. Para los “medios” los dos equipos se pasaban el balón, pero Pumas consiguió anotar.

            Las bestias son bestias porque deciden ir tras lo que ya no tiene remedio.

            Para los penales, la bestia perdió y gritó más Goyas.

            El amuleto antes persona, también se transformó:

            —¿Seré yo?

            Los sabios amablemente desistirían  y no estarían ante la evidencia que estalla, luchando por querer convencer que Una no es tonta o imbécil o bestia y que Ellos, puedan creer que, driblando hasta morir, quizás le ganen a la bestia que es mentira y que se delata desde lo más íntimo,

            desde el cajón,

            desde el sofá,

            desde las paredes del baño

            porque la lógica de la situación y del tablero indica:

            Todo está echado a la mierda,

            “menos el orgullo”.

            Y quizás por eso estoy aquí, callada, persiguiendo como futbolista lo irremediable.

            Les respondo a mis amigas en nuestro tremendo chat de penurias.

            Perdemos lo irremediable, Pumas.

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Un frasquito italiano

Subir de peso, hincharse de calor, despertar con sarpullido. Salir de casa pisando una banqueta ardiente, llegar al mostrador sosteniendo en mano una talla que en ese momento la cajera te dice, con un vistazo a tu pecho, que esa medida no te quedará y pensar, después de esa recriminatoria mirada que lo mejor habría sido quedarte en la habitación a trabajar, arruina toda idea de “Una Italia de glamour”. Pensar en venir a Italia, comprar un boleto, llenar una maleta, no te hace ser italiana.

Primero hay que venir a Italia muchas veces, recibir una recriminatoria mirada por cada vez que se está acá y después, mucho tiempo después, interiorizar que es mejor no ser italiana y en cambio mantener latiendo delicadamente tu corazón.

El glamour de aparador, aquél que no puedes tocar siendo turista es mejor que ni te alcance viviendo aquí. Para prueba de ello está el bálsamo destilándose en forma de sudor por entre las piernas de una italiana, ésa, la del short de nueve euros pero que le sientan de miles, ella la que te hace a un lado por entre los pasillos del súper y que con la mirada te dice: no me gusta tu vestido.

Rubias, ojiazul, piernas bronceadas tonalidad oro, cuerpos por los que tus compatriotas hombres fantasearon en algún momento de su vida en dejarlo todo para ir a buscarse a una de ellas. Las mujeres italianas detrás del reino al que constantemente me acerco llamado “mostrador” olfatean el perfume de los pequeños errores y te dicen, en todo su esplendor, con una a todas luces no inocente pregunta:

En glish?

que

no eres

de aquí.

Italianas.

La mirada de Sofía Loren a Jayne Mansfield a pequeñaa dosis y sobre la blusa que prefiero no comprar.