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Victoria

Una noche en el desierto

Entre las dunas del desierto se levanta una carpa. Rojo, azul, negro y esmeralda. Es un harem de piel canela, cabellos negros, castaños y rojizos, ojos azules, grises, verdes, marrones. Manos delicadas y piernas largas. Siluetas, curvas, vestidos rosas, morados, turquesa, naranja. Labios de diversos contornos y aromas. El viajero llegó una tarde de otoño, al crepúsculo, cuando la ventisca había pasado, traía especias, zafiros y diamantes, algunos eran cristales. Era alto, ojos negros, nariz afilada, labios delgados, barba larga, piel curtida por el sol, el tono de su voz era como el trueno. Se entrevistó con Alí el marajá. Intercambiaron palabras, comieron, bebieron, eruptaron, fumaron. Entrada la tarde cuando las dunas se tiñen de plata y la voz del desierto brota, la carpa se viste de música, las mujeres de gala bailan, los tambores retumban y las flautas suenan. La mirada del viajero se desvío hacia unos ojos grises que lo miraban fijamente. ¿Quién era? Se sabe poco del tráfico de mujeres en esta parte del desierto. La mujer danzó para él, se acercó, sus caderas retumbaron en sus pensamientos. El viajero no la tocó, se limitó a jugar con la imaginación. ¿Cómo raptarla? Lo matarían en cuanto cruzara el primer oasis, quizá ni siquiera podría caminar ni dos kilómetros cuando los encontrarían, ¿regresar cada año? ¿De qué serviría? La mujer balanceaba sus caderas, alzaba los brazos, sus movimientos, cobra opalescente que ondea en el noctámbulo yermo. La mujer no apartaba la mirada. ¿Lo retaba o lo deseaba?  La danza y la música extasiaba al comerciante. Pasaría la noche con ella, su cuerpo en el suyo, ¿quién dominaría a quién? 

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Germán

Regreso al desierto

Cuando era un niño -desde los 8 años- tuve la fortuna de pasar muchas horas del verano jugando “al aire libre” a pesar de vivir siempe en medio de la cotidianidad citadina; algunos de los recuerdos más vívidos de mi infancia, resaltan aquellos días junto con mi hermano cuando solíamos pasar varias horas recorriendo las grandes acequias que rodeaban los campos algodoneros cerca de casa, en la parte posterior de la zona de Pradera Dorada, casi siempre acompañados de nuestra perrita husky -La Luba- y de una boxer que nos encargaron llamada -La Chata… De aquellas divertidas caminatas, lo mejor era pasar a través de muchas charcas de lodo, diferentes sembradios, un extenso lugar lleno de montañas de piedra pómez y la llamada “Laguna”, un lugar escondido -como lunar- en medio de un campo de cultivo, lleno del agua de riego, rodeado de árboles y donde había una incontable cantidad de sapos e insectos donde jugabamos con palos a las espadas y lanzabamos piedras a los charcos…el inminente “regreso” nunca era menos de aventurado que la “ida”, disfrutabamos ver a las perritas intentar alcanzar liebres que vivian en los campos aun sin cultivar mientras que a paso veloz continuabamos por el camino, nerviosos por el latente regaño de mamá, la mayoría de las veces por regresar tarde, llenos de lodo, con la ropa mojada y con las perras irreconocibles de sucias -una era toda blanca- … de aquella última vez habrán pasado al menos unos 30 años…

Hace algunos meses mi hermano y yo coincidimos en casa después de que ambos regresáramos a la ciudad tras vivir fuera por varios años…el reencuentro mereció hacer un pequeño “roadtrip” que yo ya tenia planeado para tomar unas fotografías a un desierto cercano, durante el trayecto bromeamos y recordamos viejas conversaciones, me hizo rememorar aquellas vivencias que atesoro con tanto afecto y la felicidad de tener una vida llena de estos momentos junto a mi hermano.