Para Giovanni Marchetti
Miro una foto y me imagino de nuevo ahí.
Cada mañana el olor a café recién hecho acentúa el recuerdo de los paseos matutinos por debajo de los arcos que tanto la caracteriza.
Calles adoquinadas de medioevo son transitadas a altas horas de la noche por automóviles deportivos como llevándose entre sus ruedas lo antiguo que se sienten los paseos.
Caminar en círculos la ciudad amurallada y vacía en los meses más calurosos hace preguntarse cómo se puede seguir conociendo las callecitas que una vez te leían en cuentos.
La respuesta de pronto está ahí. Un pequeño negocio un poco antes de Ferragosto frente al departamento de letras de la universidad ha dejado abierto el servicio para algún viajero despistado y, aunque el tiempo de servicio es reducido, se agradece que además el encargado se tome la molestia de esperar a un último cliente sediento.
Miro mi rostro desfigurado en el aparador de los bocadillos. El efecto de la vitrina reformula mi silueta ya incluso transformada por el calor.
Informo a mis allegados cada que preguntan por mí:
-Tomo tres duchas al día y en las madrugadas abro el refri para refrescarme del calor.
Pero eso no impide que salga a caminar.
Acabo mi bebida y miro hacia arriba, el típico arco que sostiene el techo de cada paseo es naturalmente de madera antigua, aunque algunas vigas se ayuden de postes más modernos.
Los arcos sirven para cubrirse de las calamidades del clima, pero también para perderse entre las miradas que te siguen.
Cada verano es usual tener el cine al aire libre y me dispongo a llegar a la película de las seis de la tarde. Miro hacia arriba y veo que los techos de Bolonia son también los mismos que sostienen al cielo.