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Alba

Una de vestidos

Hace un año terminaba de estudiar vestidos.

Al menos eso creía.

Mientras me preparo la cena, estoy en plena clase de yoga o en una reunión en la que ya perdí el hilo, pensar en qué me voy a poner al día siguiente me tranquiliza.

Analizo la situación a la que estaré expuesta, reviso el clima, recuerdo la agenda —la del correo y la que llevo en mi bolsa—, miro el cuadrado de cielo que me permite mi departamento y, si no hubo un cambio, el outfit que pensé la noche anterior, pasa a cubrirme.

Estudio las miradas de los demás, hacía donde van, por qué ahí y no allá. Algunas tienen que ser educadas y girar hacia otro lado, mientras que otras tienen que poner más que la intención.

Juego con el sonido, porque, a veces, unos tacones lejanos logran que la entrada sea más que triunfal, que sea esperada.

Ahora tengo un nuevo drama, un issue existencial, que merece un fino estudio: los anillos y aretes, que últimamente son un statement, tienen más poder que un vestido, al menos por tres segundos, porque logran fijar la mirada en un sólo lugar, y ya no somos mi vestido y yo, sino que todo mi ser se limita a un anillo negro o a los aretes de cuando cumplí veinticinco años.

No por nada la primera mujer en convertirse en Secretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright, tiene un libro y una exposición sobre sus broches, corrijo: sobre el poder de sus broches.

Hace un año estudiaba vestidos; hace unos meses me convertí en mi propio objeto de estudio; hace unos días, un vestido negro logró una sonrisa.