Perdí mis pocos esmaltes de uñas que me acompañaron durante la pandemia sin un manicure decente, tiré un cepillo de dientes como si así pudiera dar borrón y cuenta nueva a una persona, escondí en lo más profundo de las bolsas de la mudanza un par zapatos, como para que se perdieran casualmente, encontré varios lápices cumpliendo una función de separador de libros, con historias y ensayos que debo retomar, abracé mucha ropa a lo Marie Kondo, agradecí lo hermosa que me hicieron sentir y ver, y deseo que hagan lo mismo con las personas que ahora la usan.
Fui por flores, porque he aprendido que las flores no llegan, hay que ir por ellas, y mejor si son amarillas. Estoy conociendo los pequeños triángulos de las Bermudas que hay en mi nuevo espacio donde la señal de wifi falla un poco y las horas en la que la luz es una gran compañera para leer o no tan amigable para escribir en la laptop. Escuché una pelea gatuna, maullaban tan fuerte, que me dio envidia, por unos segundos quise gritar y sacar las malas vibras.
Debajo de las sábanas, siento poco a poco cómo sale el sol y me quejo internamente porque no me deja seguir soñando, pero, hace unas mañanas me ayudó a salir de un sueño donde había fuego, pero todo bajo control, según yo.
Los nuevos comienzos inician con vasos de jugo de naranja que se tiran porque no sé medir el espacio, darme cuenta que no puedo usar el microondas para preparar palomitas, al mismo tiempo que prendo la tetera eléctrica; pero tienen un balcón y un sillón donde puedo escribir y leer, con gafas de sol.