Era verano, el calor de la tarde sofocaba el ambiente, recorría con mi madre las empedradas calles de Puebla. Visitamos iglesias, cafés y museos. Nos asombramos en la Biblioteca Palafoxiana, percibimos el aroma del cedro, la mirada de la Virgen, el susurro de los libros, sus objetos, reminiscencias de un saber apresado en las líneas del tiempo. Nos regocijamos con las distintas variedades de mole, sus sabores extasiaban mis sentidos, sus alegres colores se perdían en la concavidad de mi paladar, rojo, rosa, verde, amarillo, cada matiz sabía distinto. En los recovecos del convento de Cholula me encontré con la filosofía medieval, me recitó unos versos de la Divina Comedia, la dama renacentista llevaba un vestido de flores, sus ojos resplandecían y me recitó unos versos de Petrarca, me susurraron al oído el secreto de los libros antiguos, paseamos por los jardines, nos sentamos en la fuente y conversamos. Me hablaron del universo barroco, de ángeles y catedrales, sus columnas y cúpulas. Me llevaron a la antigua Universidad de Puebla y recorrimos sus floridos jardines, sus patios y biblioteca.
Me dejé encantar por la belleza de la talavera, me cubrí de Barroco, conchas y perlas. En la Casa del Deán tropecé con la carreta de Petrarca, vi sus Triunfos, un conejo escribano y un jaguar charlando, un coyote tocaba una flauta, mientras el león bebía su pulque.
Entre cantera, objetos y talavera, disfruté la nostalgia del tiempo custodiado en la Casa de Alfeñique. Me maravillé entre historias, y leyendas, viví la Historia, bebí café, y probé las delicias de La casa de los Muñecos. Me dejé cautivar por las voces de los Ángeles, sus cantos se perdían entre la noche estrellada, sus alas níveas y suaves surcaban los callejones barrocos a la luz de la luna nueva.