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Constanza

Tigres contra Pumas

—No es que sea tonta.

            Yo elegí callar.

            Así me disculpo en mi cabeza en un mensaje a mis amigas que no puedo mandar mientras veo ir y venir a una pelota castigada.

            Tigres le ganó a Pumas en un partido de finales y con eso, por lo que escucho y veo en los rostros de quienes acompaño, entiendo, todo se fue a la mierda «menos el orgullo».

            Tigres contra Pumas.

            ¿Alguien recuerda cuál de las dos fuerzas ganaba en el Animal Planet?

            También hubo un Pumas-Águilas, un Pumas-Chivas, un Pumas-Tiburones…

            Lo animal que aflora.

            — ¿Qué animal seré yo?

            Dibujo en el cielo la respuesta.

            -Se están golpeando. Digo sin que me escuchen.

            De la multitud apenas y cruzo palabra con alguien.

            —No vayas a ser amuleto de mal agüero. Frase de una “convertida” sentencia mi estadía en el grupo y es además, el apodo que gano por gritar apenas los primeros cinco Goyas de mi vida.

Aparte del Goya que me licenció con el sello imperecedero “UNAM” y que yo, ni siquiera pronuncié, esos cinco Goyas, es lo más cercano a ser parte de la porra a la que apenas perteneceré.

            Correr en pos de lo que importa.

            Perder todo,

            “menos el orgullo”

            Correr todo un año tras el balón, que el futbolista juegue a perseguir millones es a lo que al aficionado le vale una tarde fría en el estadio, y

            todo

            ya estaba

            tirado a la mierda.

            Cuatro mil pesos en cerveza, noventa minutos de juego.

            A Pumas le faltaban cuatro goles. Tigres jugó para hacer tiempo, Pumas metió los cuatro, jugó sus mejores pases de la temporada, se les vio cansados al final del segundo bloque. Para los “medios” los dos equipos se pasaban el balón, pero Pumas consiguió anotar.

            Las bestias son bestias porque deciden ir tras lo que ya no tiene remedio.

            Para los penales, la bestia perdió y gritó más Goyas.

            El amuleto antes persona, también se transformó:

            —¿Seré yo?

            Los sabios amablemente desistirían  y no estarían ante la evidencia que estalla, luchando por querer convencer que Una no es tonta o imbécil o bestia y que Ellos, puedan creer que, driblando hasta morir, quizás le ganen a la bestia que es mentira y que se delata desde lo más íntimo,

            desde el cajón,

            desde el sofá,

            desde las paredes del baño

            porque la lógica de la situación y del tablero indica:

            Todo está echado a la mierda,

            “menos el orgullo”.

            Y quizás por eso estoy aquí, callada, persiguiendo como futbolista lo irremediable.

            Les respondo a mis amigas en nuestro tremendo chat de penurias.

            Perdemos lo irremediable, Pumas.

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Alba

Nevado de Toluca

—Mamá, ¿por qué le tenemos que dar la vuelta a la montaña?

            —¿Por qué corren?

            —¿Por qué andan en bici?

            —¿En serio llevan a su bebé? ¿Será un tipo de manda?

            —Qué ganas, caray.

            —Ayer hubo varios heridos, porque se resbalaron, y un muerto, pero ese fue por loco, señorita.

            —¿No que muy macho para los maratones, cabrón?

            —No mames, esto es de locos, wey.

***

Cumplí 29 años y decidí ir al Nevado de Toluca; me acompañaron mis hermanas y el novio de una de ellas. Salimos muy temprano, 5:20 am y, cuando llegamos, alrededor de las 7 am, el frío cortó mis cachetes, y mis lentes se empañaban cada vez que llenaba mis pulmones.

            Casi treinta, o la edad eterna de Nanny Fine, y sigo con mi 1.70 de altura, 55 kilos y unos gramos más, a veces menos, y el cabello en proceso de ser largo cual amazona. Una licenciatura, una maestría, un par de cursos, dos idiomas, varios acentos que aún mezclo con mis bolivianismos, y que en México no se usan, y yo sigo por la vida sin darme cuenta.

            En serio, ¿qué ganas de madrugar a horas inhóspitas y subir la montaña un domingo de enero? En parte era por la mentada foto y porque a veces extraño la nieve: ese frío que inmovilizó mis manos en alguna calle del East Village en Nueva York y me paralizó.

            For real I can´t move them, I’m not kidding, take a look.

            Caminamos 16 kilómetros, ida y vuelta. Estuvimos a más de 4000 metros de altura. “Fueron a La Paz y volvieron”, dijo mi papá. “También pasamos por Santa Cruz”, dijo Gus, refiriéndose a un pueblo perdido de Toluca.

            Subí la pendiente porque quería ver y sentir algo majestuoso como Grand Central, la Coordillera de los Andes desde el avión o la carretera del altiplano boliviano que parece no tener principio ni fin, la vista entre Pinotepa Nacional y Pinotepa de Don Luis donde mi abuela quiere volar.

***

Bajé al cráter donde están las lagunas. Caminé un rato, vi con mucho temor el agua congelada: ese “piso” de mentiras que sólo tiene una función de tentar y retar hasta dónde llegas, qué tanto puedes caminar, qué tanto te puede aguantar, y qué tanto eres capaz de sonreírle al miedo de caerte, ahogarte y morir.

            Seguí caminando, y de pronto miré a una señora que se había puesto a hacer saludos al sol en la nieve, des-cal-za; inevitablemente pensé en el loco que había muerto y le dije a mi hermana: “Ya, vámonos.”

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Constanza

Un frasquito italiano

Subir de peso, hincharse de calor, despertar con sarpullido. Salir de casa pisando una banqueta ardiente, llegar al mostrador sosteniendo en mano una talla que en ese momento la cajera te dice, con un vistazo a tu pecho, que esa medida no te quedará y pensar, después de esa recriminatoria mirada que lo mejor habría sido quedarte en la habitación a trabajar, arruina toda idea de “Una Italia de glamour”. Pensar en venir a Italia, comprar un boleto, llenar una maleta, no te hace ser italiana.

Primero hay que venir a Italia muchas veces, recibir una recriminatoria mirada por cada vez que se está acá y después, mucho tiempo después, interiorizar que es mejor no ser italiana y en cambio mantener latiendo delicadamente tu corazón.

El glamour de aparador, aquél que no puedes tocar siendo turista es mejor que ni te alcance viviendo aquí. Para prueba de ello está el bálsamo destilándose en forma de sudor por entre las piernas de una italiana, ésa, la del short de nueve euros pero que le sientan de miles, ella la que te hace a un lado por entre los pasillos del súper y que con la mirada te dice: no me gusta tu vestido.

Rubias, ojiazul, piernas bronceadas tonalidad oro, cuerpos por los que tus compatriotas hombres fantasearon en algún momento de su vida en dejarlo todo para ir a buscarse a una de ellas. Las mujeres italianas detrás del reino al que constantemente me acerco llamado “mostrador” olfatean el perfume de los pequeños errores y te dicen, en todo su esplendor, con una a todas luces no inocente pregunta:

En glish?

que

no eres

de aquí.

Italianas.

La mirada de Sofía Loren a Jayne Mansfield a pequeñaa dosis y sobre la blusa que prefiero no comprar.

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Alba

Un perfume de Guerlain hecho polvo y humedad

Te miras, te criticas y te escondes. Cierras la puerta y respiras, ves alrededor y estás sola.

      Vuelves a observar y hay objetos que conocen lo más profundo de la boca, los olores íntimos, las nuevas arrugas y las viejas estrías. Un espacio de prisas mañaneras, pero con noches que merecen un ritual. Un esmalte rojo, la enagua con encajes de la última visita a París, una calada más al cigarro, y estás lista para aparentar que no hay dolor, sólo seducción.

      Curiosear en lo ajeno es como espiar y revolver el lugar por el que se pasea —sin permiso— la mirada. Es un deambular de manos entre unos cajones que, probablemente, el tiempo aseguró, creándoles una maña, en caso de que quisieran ser abiertos.

      Hay espacios privados de ensueño, que merecen un ritual cada vez que se entra, como el vestidor con zapato-anillo de compromiso de Carrie Bradshaw del programa Sex and the City.

      Paloma Picasso, a eso olía mi abuela, y al parecer todas las señoras de San Ángel que ahora tienen más de 80 años. Aquellas damas que bordean los casi cien deben dejar su rastro de Shalimar de Guerlain, el mismo que usaba Frida Kahlo, sólo que el de ella tenía otros componentes: tabaco y hospital.

      Para saber cómo fue alguien es necesario hurgar, meterse donde no es debido, en lugares donde la presencia no sólo se siente por el espacio en sí mismo, sino por el dejo de su olor entre hilos y telas.

      Frida Kahlo midió 1.70, fue delgada, con senos redondos y firmes; vistió de una forma en particular; llevó una moda, un estilo personal, que fue más allá del simple vestir, ya que trató de llevarnos a su sentir, a las emociones que la hicieron usar faldas, huipiles, batas o retazos de telas hechos a su parecer.

      472 objetos quedaron clausurados después de la muerte de Frida. En 2004, se decide abrir el baño que guardaba el secreto indumentario más preciado del sur de la Ciudad de México, en la Casa Azul de Coyoacán, también conocida como el Museo de Frida Kahlo.

      Cruzar el marco de la puerta, y respirar el aire atrapado de un búnker que escondía colores y blancos, tuvo que ser como entrar a los recovecos de lo más íntimo en el lugar más íntimo de una casa: el baño.

      Aquél es una zona limpia, en donde sacas lo más sucio de ti, un espacio en el que sucede una metamorfosis con tan sólo el contacto de tu cara con el agua.

      Pero, en el baño de la Casa Azul, hace 10 años pasó un no sé qué, con las personas que entraron, después de cincuenta años de encierro entre el polvo y la humedad.