A veces me pregunto qué es caminar a lo desconocido. Esa mañana de invierno en el caribe lo fue. Y se presentó ante mí con varios nombres. Se llamaba excitación, miedo, ensoñación. Ese día bucearíamos con tiburones toro. Estaba como paralizada y aún así caminaba hacia el mar.
No iba sola, los buzos que también se tirarían iban unos pasos adelante, otros platicaban entre sí y ahí seguía yo, en silencio, intentando concentrarme para repasar mentalmente todas las cuestiones técnicas que no se deben olvidar al sumergirse en el agua, pero estaba en blanco. Mi mente estaba en blanco.
Caminábamos para adentrarnos al mar, ese viejo conocido que nunca es el mismo. ¿Estábamos nerviosos? Preguntaron. Tal vez. A mí el corazón me latía rapidísimo, parecía que se me saldría del pecho. Hacía un par de semanas que sabía que estaríamos entre esas bestias feroces y finalmente había llegado el día.
Para mí adentrarse al mar es sentir que no quepo en el cuerpo que habito, que soy más etérea y que no pertenezco solo al cuerpo.
Tirarme de espaldas al mar es así, dejarse ir y confiar y volver a ser niña.
Ya en la lancha todos sentíamos esta excitación de pronto estar ahí, a pocos metros de estos animales casi prehistóricos, salvajes; algunos platicaban sus experiencias pasadas, ¿y yo? Mi cuerpo estaba ahí, sentado, asustado como un pequeño ratoncito, hasta que minutos antes de tirarme de espaldas al agua, me trajo de regreso a la lancha una palabra: “las gordas”. Uno de los buzos se refería a ellas, como gordas, esos majestuosos y aterradores animales habían sido ya amaestrados.
Aún resuena en mí cuando pienso en ellas, porque ahora ya no son bestias salvajes, ahora son las gordas…