Un día me pregunté si todo lo que escribiría sobre B sería a partir de los sueños.
B murió hace seis años y medio. Una cantidad irreal de tiempo en la que ahora soy irremediablemente mayor que él y que ha transformado al duelo de a poco.
Cada vez que lo soñaba, aparecíamos mi mamá y yo tratando de rescatarlo: yo rompiendo en llanto al segundo, despertando sin lograr verlo, sin lograr salvarlo.
Ahí, recordaba siempre a Joan Didion y el resultado irónico de ser escritora frente a la muerte: poder imaginar lo que diría cualquiera, pero no poder conjurar a aquel con quien deseas hablar.
El año pasado ocurrió el quiebre.
Hundida en el estrés postraumático otra vez, en el duelo por dos muertes de mi familia, una noche siento que ya nada mejorará, que ya no puedo salir yo sola del vacío, como siempre lo hago, que necesito que alguien me abrace, que, como dice Abril Castillo en Tarantela, «me reconfigure el cuerpo porque ya sólo siento dolor». Pero no puedo ver a mis amigas por la cuarentena y mi familia está tan quebrada como yo.
Ahí aparece B. Ahora el sueño no es el de un rescate en el que yo fracaso, ahora él llega a mí para abrazarme. Cuando despierto, en completa calma por primera vez en meses, puedo sentir todavía el calor de su cuerpo rodeando al mío.
Esos sueños se repitieron muchas veces durante el 2021, como si fueran ese piano en el video de Cardigan al que Taylor Swift se aferra para no ahogarse.
Tres días antes de su cumpleaños, lo sueño de nuevo: en ese lugar intangible sé que a ambos nos destrozaron el torso en un accidente -una metáfora irónica-, pero me abrazo a él con fuerza y escucho su corazón latir mientras él acaricia mi cabello.
Sé que todo está bien.
Lo sé también al despertar.
Falta poco para que acabe el año y encuentro en Instagram una cita de Elvira Sastre: «a veces suena su risa cuando está todo en silencio, como si me recordara que la vida nunca muere».
Ahora puedo ver que el silencio que en los primeros años del duelo pensé que era todo lo que nos iba a rodear por siempre, nunca existió.
Sé ahora que el destino de Didion no fue el mío. Que no puedo conjurar a B a placer (tampoco podemos hacerlo con los vivos), pero puedo contar con su presencia en destellos de luz, en recuerdos que funcionan como tótems, en sueños que me siguen iluminando aún después de despertar.