Veo un post en instagram de @amandina.catrala: «para conocer algo hay que habitarlo, y yo siempre me estoy yendo». Es una ilustración de una mujer en una montaña. No vemos su rostro, pero sabemos que está caminando.
Yo he sabido que me voy cada 8 de julio de los últimos siete años. En las efemérides personales, julio representa para mí retos, movimiento, y llega siempre acompañado de los terribles «¿y si…?»
¿Y si tomé la decisión equivocada? ¿Y si me arrepiento? ¿Y si no me voy?
Constantemente pienso en Alejandra Pizarnik con su «¿por qué no me ubico en un lugarcito tranquilo y me caso y tengo hijos y voy al cine, a una confitería, al teatro?», pero me persigue mucho más la distancia que Leonora Carrington tuvo que recorrer «para llevar la vida que llevaba dentro», según Joanna Moorhead.
Y yo, como ellas, veo un espacio inmenso.
Siempre he huido de algunos lugares y elegido otros pensando que todo es temporal. Que ya vendrá otra calle, otro balcón, otra cafetería. Que si me acostumbro demasiado inevitablemente se me va a romper el corazón. Ahí donde la pandemia me obligó a quedarme en el primer lugar que habité y nunca terminé de conocer, ahora me lleva de vuelta a otro que es «sorpresa todo el tiempo», de acuerdo a Martín Caparrós, y que tal vez, en su caos y sus promesas, sea mi casa.
«Elegir» un lugar es algo que hice mal a los 22, peor a los casi 23 y, espero, de forma más inteligente, a los casi 30.
Ojalá la tercera sea la vencida.