They call it heartache because missing someone is
an actual physical pain, in your blood and bones.
Lucia Berlin
Recuerdo mi primer corazón roto: fue a los 16 años y mi mamá, que en ese entonces tenía dos años más de los que yo tengo ahora, me miraba con ternura diciendo que a esa edad todo se siente más fuerte. Por eso nunca me imaginé que podría pasar algo similar, o peor, a mis casi 38 años.
Desde hace algunos años, soy practicante del amor líquido y voy por la vida con mi bandera de desconstruída. Sin embargo, en una ocasión crucé el mar buscando el amor, entonces supongo que soy un ser lleno de contradicciones.
En diciembre conocí a g., quien estaba en una relación abierta y a distancia. De un día para otro me encontré pasando con él mi tiempo libre y sorprendentemente enamorada. Durante 4 ½ meses la vida se me fue esperando verlo, escapando de mi casa para vivir con él un par de días, haciéndole postres y disfrutando de ir al cine en primera fila. A diferencia del amor adolescente, g. me encontró en un momento en el que al fin me siento yo. Con él caminar era una aventura, comer era delicioso y mi sonrisa era la más bonita que me he conocido. Cada día compartíamos imágenes de obras de arte y uno que otro poema. Los días se volvieron más lindos y me enseñé a amar más fuerte.
Pero la nube de su relación siempre estuvo ahí y la información fue llegando a cuentagotas; un poco por culpa de ambos porque ninguno quería romper el hechizo. Primero me enteré que ella vivía en un país muy lejano, después que g. tenía planes de irse a vivir allá un tiempo y más tarde que se casarían.
Un día de la nada me enteré de la fecha de su partida: 1° de mayo. A pesar de la tristeza, yo le propuse a g. disfrutar de las 6 semanas que nos quedaban juntos. En esas semanas hicimos hogares efímeros, paseamos, nos abrazamos, bailamos, me tomó fotos, comimos y nos perdimos en un camino con tierra de colores, árboles con tizne y conejos. Yo comencé a llorar con él, pero más sola. Él prometía un futuro no tan desolador y se imaginaba uno de estos acuerdos posmodernos en los que quizás algún día podríamos compartir un hogar. El día que se fue hablamos hasta que le pidieron poner su teléfono en modo avión.
En febrero, cuando yo supe por primera vez detalles de su pareja, comencé a escribirle un diario. El amor a veces es solitario y fue la única manera de lidiar con todo lo que sentía. El día que se fue se lo conté y prometí hacérselo llegar. Durante esa semana lo diseñé, busqué las imágenes que me recordaban a él y algunos poemas que me había compartido. Le dediqué un par de párrafos a nuestras manos entrelazadas y las rayas de su panza y se lo envié. Hacerle llegar ese diario para mí fue una manera de lidiar con mi corazón roto y cerrar un círculo; para él, realmente no lo sé.
Durante esos días se volvió difícil vivir. Levantarme de la cama, caminar, comer y convivir se volvieron tareas titánicas. Seguía llorando a la menor provocación y sólo podía recordar una frase cursi que leí por ahí que me parece que es de una canción de Adele que decía algo como: sólo espero el día en que vuelva a ser yo. Recordaba una foto que me tomé un día que decidí que era muy feliz y soñaba con el día que me sintiera así de nuevo.
A menos de dos semanas de su partida me encontré que él también estaba escribiendo un diario: el de su llegada a ese país lejano. Abrí el enlace y lo primero que narra es que había cambiado de religión y que su nombre ya no era g., sino a. Describía a esa persona que él amaba y con la que se había encontrado el día 2 de mayo; ahora compartían un departamento, habitan en una ciudad en la que disfrutan alimentar gatos callejeros y se abrazan todas las noches. En otro momento y en otra circunstancia, supongo que me habría roto, pero cuando leí eso, el círculo se cerró: yo había amado a g., para mí a. es un completo desconocido y no encuentro ya razones para llorar.