Opción 2: Hipótesis y sueños
Supongo que la culpa es de Arráncame la vida. Gracias más a la película que al libro, mi necesidad de que me lean las cartas del tarot en cada lugar que visito se disparó en Puebla, a los 18, 19 años. Ahí, acompañada de mi mamá, elegí un local de vibra sospechosa en el centro en el que una señora con el cabello corto y pintado de rubio hizo exactamente lo que yo esperaba: «adivinó» mi futuro. Luego descubrí que el tarot es otra cosa, y a un lado de la Tabacalera en Madrid una señora que se parecía a mi abuela hizo exactamente lo que yo no esperaba: explicarme que nos enamoramos también de las ciudades y grabarme en la cabeza y el corazón un poquito de fe tejida con mis destrezas.
Ahora estoy en Santiago, Chile, y la ciudad está repleta de volantes que anuncian lecturas de tarot y prometen amarres excepcionales. Desde la primera vez que salgo del metro pienso que no quiero caer en una lectura que será como la de Puebla, falsa y predecible, pero me pregunto si de verdad me iré del país abandonando mi tradición.
Es mi penúltimo sábado en la ciudad, ha sido un día horrible, hace tanto frío que me duelen las costillas cuando respiro y sólo quiero encontrar un par de aretes bonitos en Lastarria y volver al departamento. Camino entre el gentío cuando me jala una mirada como me atrapan las pinturas en los museos. En el piso, sobre un par de libros, en un cartel viejo, alcanzo a leer la palabra «tarot». Le pregunto el precio a este hombre que a todas luces es más joven que yo, me pregunta si quiero cartas o quiromancia y ni siquiera lo dudo: elijo esa antigua clase de adivinación con la que sólo me he encontrado en mis libros de Harry Potter y en las «gitanas» que rondaban la primaria en la que estudié, buscando, decían las malas lenguas, niños para secuestrar.
Acordamos el precio y me pide que caminemos al fondo de una plaza que yo no había notado. Siento la punzada de la prudencia en el estómago y pienso que tal vez debería pedirle que no nos alejemos tanto de las personas, pero la posibilidad de la aventura me llama más.
Me sentaré frente a él, con su libreta en mano y sin carga en el celular, esperando que sea de nuevo una farsa, que me diga algo ridículo sobre alguien inexistente que está enamorado de mí, pero hace exactamente lo que no espero: en mis manos leerá mi vida como si se la estuviera contando, medirá mis palmas y mis dedos y calculará con la precisión de un cirujano el momento adolescente en que empecé a ser yo y la edad que tenía cuando llegó lo que él llamará una y otra vez «la crisis», la misma que yo he llamado durante casi siete años «mi mayor breakdown».
Sé que no volveré a verlo y me despediré de él, atravesaré la calle y escucharé a un par de jóvenes cantando Help. Desearé quedarme para escuchar todo el concierto, pero sé que tengo que correr para escribir antes de olvidar esto. Empezaré a pensar en la estructura de este texto mientras atravieso desesperada calles que ya sé de memoria y que no debería recorrer porque me han dicho una y otra vez que es peligroso.
No importa.
Bajaré corriendo las escaleras del metro, habrá un señor pidiendo dinero y mientras busque desesperadamente monedas chilenas, un billete saldrá volando y sé que será para él. Saldré de la estación Santa Lucía, caminaré dos cuadras, entraré saludando al edificio, pediré el elevador, llegaré al departamento, encontraré la llave al fondo de mi mochila, lo aventaré todo con descuido y finalmente comenzaré a escribir.
Pero ahora, en esta plaza escondida en Lastarria, en la que el frío repentinamente ha bajado y ya no me lastima, Mirko me mira a los ojos y me dice, mientras descanso mis manos en las suyas: «Sac-Nicté, tengamos una experiencia maravillosa».
Todo lo demás, diría Louise Glück, son hipótesis y sueños.