Entre las dunas del desierto se levanta una carpa. Rojo, azul, negro y esmeralda. Es un harem de piel canela, cabellos negros, castaños y rojizos, ojos azules, grises, verdes, marrones. Manos delicadas y piernas largas. Siluetas, curvas, vestidos rosas, morados, turquesa, naranja. Labios de diversos contornos y aromas. El viajero llegó una tarde de otoño, al crepúsculo, cuando la ventisca había pasado, traía especias, zafiros y diamantes, algunos eran cristales. Era alto, ojos negros, nariz afilada, labios delgados, barba larga, piel curtida por el sol, el tono de su voz era como el trueno. Se entrevistó con Alí el marajá. Intercambiaron palabras, comieron, bebieron, eruptaron, fumaron. Entrada la tarde cuando las dunas se tiñen de plata y la voz del desierto brota, la carpa se viste de música, las mujeres de gala bailan, los tambores retumban y las flautas suenan. La mirada del viajero se desvío hacia unos ojos grises que lo miraban fijamente. ¿Quién era? Se sabe poco del tráfico de mujeres en esta parte del desierto. La mujer danzó para él, se acercó, sus caderas retumbaron en sus pensamientos. El viajero no la tocó, se limitó a jugar con la imaginación. ¿Cómo raptarla? Lo matarían en cuanto cruzara el primer oasis, quizá ni siquiera podría caminar ni dos kilómetros cuando los encontrarían, ¿regresar cada año? ¿De qué serviría? La mujer balanceaba sus caderas, alzaba los brazos, sus movimientos, cobra opalescente que ondea en el noctámbulo yermo. La mujer no apartaba la mirada. ¿Lo retaba o lo deseaba? La danza y la música extasiaba al comerciante. Pasaría la noche con ella, su cuerpo en el suyo, ¿quién dominaría a quién?
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