Todos recordamos aquello que nos hizo voltear a ver al cielo y después al horizonte; una promesa de paisaje infinito y fantasías diseñadas por un objeto que veíamos se alejaba sin nosotros.
Voltear al cielo, sostener diez mil metros de altitud entre los dedos y jugar con aquello que no está. El avión se fue.
Imitar el vuelo del animal con ambas manos, pensar en lo que anhelamos pero desconocemos nos regresa los pies a la tierra y esas manos a los bolsillos.
Pero el horizonte, ese infinito que promete, que paraliza pero que insiste, se pone a nuestros pies cada que lo decidimos abordar.
El animal más poderoso de los cielos, el de pico amarillo y garras poderosas, el renacentista anhelo por planear sobre paisajes y esas ganas que permanecen en ti y en mí se cristalizan cuando nos montamos en él, en el horizonte y en el animal. Volar.
El dócil alado en tierra despierta como gigante cuando se pone en contacto con el viento, sacude sus pliegues branquiales y comienza a dar bramadas, se levanta con tremenda dificultad y te dice en forma de ola en el estómago que ya no hay regreso.
El tímido animal que en tierra se deja guiar por pequeñas luces y ridículos banderines te reta con sus trescientos mil kilos a cuestas a que confíes y a que guardes silencio y pongas atención porque en pocos segundos todo desaparecerá.
¿En qué momento un torpe y pesado se vuelve guía de esos anhelos que ayer pisábamos entre kilómetros de cemento?
Cruzar mares, romper acérrimas fronteras hacen que nos olvidemos de nuestra pequeñez y confiemos en la conjetura de metales y complicadas aleaciones y compartamos el sueño de volvernos águilas de metal con todos los que vamos ahí.
El artefacto alado que sobrevoló en nuestros dedos y se perdió en el horizonte marcó para algunos los sueños de infancia en tardes que caían como estrella fugaz; una estrella que ahora de noche hemos abordado, una estrella que nos dejó probar el sabor a cielo.