Categorías
Constanza

Llegar a casa

Para subirnos a un autobús basta levantar una pierna, la derecha o la izquierda, y subir el pequeño peldaño que nos coloca dentro del transporte. Con un poco de prisa depositamos una moneda en la mano del conductor, esperamos el cambio, escaneamos rápidamente el interior, detectamos un asiento y nos dirigimos hacia él. Para pasar tranquilos el trayecto nos colocamos los audífonos, volteamos por la ventana y nos arrullamos con pensamientos, hasta bajar en nuestra parada.

Lo difícil es alcanzar al autobús, correr bajo la lluvia, evadir los charcos que nos llegan hasta los tobillos, soportar que los autos nos salpiquen el agua de las calles y evitar que las bicis nos atropellen. Lo trabajoso es que el metro llegue a tiempo para hacer la escala, y que en el trabajo las horas sean lo suficientemente largas como para que no nos importe el haber olvidado el paraguas, y por fin estar fuera de la oficina, aunque sea, así, mojados, cansados y con hambre. La recompensa será un asiento libre en el autobús.

Estar sentados dentro de un autobús mientras afuera llueve y adentro está calientito, el saber que eventualmente llegaremos a cenar, a ponernos la piyama, a meternos bajo las cobijas y a dormir, es lo mejor que existe.

Lo peor es saber que por la lluvia el autobús se va a llenar a reventar, que tendremos que soportar las bolsas de las personas que van de pie en nuestra cara, que muchos confundirán nuestras manos sobre el tubo del asiento de enfrente, con el mismo tubo del asiento de enfrente, que tendremos que tocar esas manos que antes tocaron un no sé qué que nos llena de asco y que, al racionalizar este pensamiento, nos damos cuenta de que, para el otro, también nuestra mano da asco, y mejor la quitamos con cierto grado de arrepentimiento por sentir asco de haber tocado su mano por accidente.

Entonces nos levantamos con cuidado pero a la vez abruptamente porque nuestra parada se acerca, esquivamos los cuerpos de los demás, sentimos sus ropas mojadas, nos despedimos del calor sucio que nos arrulló todos esos minutos de trayecto para que nos reciba de nuevo, el viento y la lluvia fría en el rostro. 

A veces así se llega a casa.

Categorías
Constanza

Ellas

Génova, son dos.

Para llegar a ella se toma temprano el tren.

6:28 a 9:58 am. Puntual.

8:15, el Regional desayuna: el de al lado una galleta; la de enfrente, un baguette. Agua.

El vagón se apesta, suda y se complica aún más. Comienzan los dialectos.

De inmediato uno se sabe en otra tierra. El puerto recibe a los visitantes con una brisa que sonríe mostrando otra Italia. La Italia Norte de mar, la bronceada, la Todavía hasta ahí es alegre. Y que, en parte, así es.

El Liguria: belleza europea se presenta frente a los pies; el mar azul profundo se alcanza de inmediato. Las piedras la delatan: frialdad, es en lo que uno se sumerge entre cuerpos tatuados y espinosas bocas.

—Vámonos— dice mi amiga—. Esta gente está muy tamarra.

Entonces te muestran La otra puerta. Y uno pasa sin saber bien a qué va.

—Vivo en un lugar muy representativo. En el centro histórico.

Hasta ahí, el turista es ingenuo. 

Y lo tercero que dice la amiga es:

—Por cierto, en Génova no hay turistas.

Es verdad.

“Deep in the maze of the gritty old town, beauty and the beast sit side by side in streets that glimmer like a film noir movie set.”

Se lee en la guía que cargo, y que decido ni siquiera mostrar.

Aunque de nombre generoso, Génova Puerta, aunque generosa entregó a Europa América, aunque generosa recibe con gran brisa, Génova es ola que te acoge, saborea y escupe

o te mantiene medio vivo bajo un yugo de humedad malsana.

Edificios monstruosos. Modernos monstruosos. Voluptuosos cimientos de edificios monstruosos son la punta del iceberg de la Génova que no se muestra en el libro. Pacientes construcciones que cuidan sus laberínticos corales; los filosos Vicoli por los que no entra el sol: estalagmitas que deshuesan barcos bajo un histórico mar.

I Vicoli, las callecitas donde viven las putas, los inmigrantes, los olores. Y la amiga.

Evidentemente no iba a hacerla de turista.

Iba a ver la cara de las dos Génovas y de las dos “Val”.

—Val, conté cincuenta escalones hasta tu depa.

—¡Sí! Acá así es.

Dice la amiga, entre apenada y feliz por al fin vernos. Vive en un tercer piso.

“Val”, “La Val”. Valeria vino a Italia por segunda vez a estudiar periodismo, pero en realidad canta en una banda de inmigrantes. La amiga que hace ilustraciones, transcripciones y cursos de dibujo, acabó confesando a sus padres que no le interesaba la Universidad.

Sin discusiones. 

Ella lo hace bien, le sienta bien y está contenta.

Me costó día y medio aceptar a: la Valeria géminis, la Valeria dos Valerias, la Valeria que vino a estudiar, la que desertó y prefirió aprender a vivir. La Valeria segura y la Valeria insegura. La que escucha pero que, con tanta palabra, no escucha silencios. La Valeria, al fin y al cabo, valiente. Las dos, con V.

Las dos Génovas: la rica, bien vestida y decente que se pasea en yates y actúa en la tele; la Génova pobre y prostituta que de día o de noche se mea en sus estrechísimos pasillos. A la voluptuosa o a la famélica no le importa que vestida o desnuda se le observe, se le ignore o se le tome fotos.

La Génova en la que de día es Nueva York es la misma en la que de noche desembarca más de África. La Génova de la gastronomía es la travesti que en su mano te da de comer; la Génova que viste de oro es la misma que mendiga menos de un euro.

Con Génova no se juega

porque es la puta más grande,

la más rica,

la que te engaña mejor,

sería el cántico de los que se reconoce marineros por sus tatuajes borrosos y despiertan tirados en las calles a plena luz de día.

Al día siguiente, cuando por fin te vas, desde el tren te despide sonriente con un beso, te guiña el ojo, y tú le pagas aceptando que su sonrisa de mar del norte te engañó, porque Génova nunca será suave y, mucho menos, la linda mar del sur.

***

Génova, verano de 2015

Categorías
Alba

Unos Pantalones Blancos

—¿Estás loca?

—¿Ah?

—El cielo se cae, y tú con pantalones blancos.

Sí, esa soy yo, mientras mi hermana entra en crisis porque tuve la osadía de usar un color prohibido en temporada de lluvias. Corrección. En un verano que puede amanecer soleado, para luego convertirse en un día de invierno, y terminar con una imagen muy a lo Jumanji cuando están en el Amazonas.

Claro que sabía que se iba a caer el cielo, pero los pantalones estaban ahí, colgados, esperando a ser usados. Ya había sido demasiado negro y jeans.

Los pantalones sobrevivieron a las manchas de lodo, a la lluvia que a veces puede ser tóxica, e incluso al café que tomé casi parada. Pero no pasaron la mirada reprobatoria de mi hermana y de otras mujeres que seguro pensaron que no había visto el cielo. Miradas así también suceden cuando alguien usa gafas en un lugar cerrado. Me declaro también culpable. Mis lentes de sol tienen aumento, los uso para ver mejor, y ¿a quién engaño?, el misterio Holly Golightly sienta de maravillas de vez en cuando.

Ahora, pasadas las 12 de la noche, y sin lluvia, pienso en los pantalones blancos que terminaron en el cesto de la ropa. Debería volver a usarlos, esta vez con tacones y una blusa divina, darles su lugar, como forma de agradecimiento; pero, uno de mis issues existenciales es que no repito color, jeans y menos aretes, dos días seguidos. No, no, no.

Así que escribo esto para agradecer a algo inerte, pero con color.

Categorías
Constanza

Locos del pueblo

Una vez conocí a dos locos de pueblo. Se perseguían el uno al otro con armas ficticias. Los conocí en los festejos de una boda en la sierra, para ser más exactos, en Ahuacatlán, Puebla.

Se herían con chasquidos guturales, las sombras hechas con sus manos diseñaban disparos en el cielo que asestaban con el ruido de sus bocas, corrían sudorosos entre el frío, les daba igual si rodaban por el piso de la fiesta o bajo el cielo tupido de motas blancas entre los matorrales.

Se les veía cabalgar estallando su risa en el vaho, los traicionaba el enojo y el desenfado de enredarse entre los invitados, murmuraban cosas inteligibles, tiraban sillas, desaparecían tras las casas y regresaban sólo para seguirse hiriendo de muerte entre las personas que bailaban en la pista.

Y ahí estaba yo, impoluta, separada de todo, recargada en el cofre de mi coche nuevo y enfundada en unos jeans de pana rosa pastel, intactos. Una vestimenta que a todas luces gritaba no me involucraré con ustedes. Mi disfraz incluía un suéter de lana a rayas y una cara inmensa de no querer estar ahí. Lo veía todo hacia abajo desde una empinada calle, la única pavimentada.

¿Cómo llegué hasta ahí? 

Mis amigos y mi padre, el perfecto club que se reunía en la casa por largas semanas en verano, se volcó, el último día de nuestra estadía, y a puro cuchicheo, sobre el tesoro más preciado que se debe guardar en la guantera de un auto, uno que le permitía ejercer al veterano de la manada su rol paternal, masculino y aventurero, un mapa de carreteras.

Esa aventura paternal me tenía pegada al cofre del auto fumando nubes desde lejos.

Una leve desviación de carretera, porque saliendo de Veracruz a alguien dentro del auto casualmente “se acordó” que había una boda a la que tenía que ir de último momento, se convirtió en una parada de tres días en Ahuacatlán, el lugar donde crece y se come el aguacate. 

Llegamos justo para los rituales. En la mañana las familias se intercambiaron canastas de comida. A la hora del almuerzo los novios se prepararon en casas diferentes. Para la noche ya había luces y bocinas encendidas en la explanada principal.

Desde arriba pude ver al novio enredado en los vestidos de encaje de la novia, los vi jugar al liguero, vi volar al novio entre los brazos de sus amigos, las mujeres gritaban peleándose por el ramo. Pero de todo el cuadro, los locos resaltaban como poéticas luciérnagas. 

A los locos les importa un bledo lo limpio de las ropas, los ruidos de las fiestas o si todo desaparece o sigue ahí hasta o si se acaba la vida. Intenté acercarme a ellos varias veces en la pista, juntaba mi silla hasta donde ellos bebían, pero sus miradas sólo se detenían ante el dibujo de sus heridas. 

– ¿A quién le importa la locura?

Los locos se fueron dando marometas.

Al día siguiente me enteré de varias cosas, pero nada sobre el par que había robado mi atención:

—Es para que te lo comas con todo y todo y sólo dejes el hueso.

Dijo uno de los sombrerudos que me vio tan callada porque yo, la invitada de pantalones rosas no podía con tanto picante pero aprendía que el uso de todo era siempre otro: las tortillas de maíz azul eran cubiertos y servilletas, las ropas enlodadas se usaban en el campo y en la boda, la cerveza fría o caliente era lo mismo que un vaso de agua, los totoles eran la mascota y la cena, los huapangos se tocaban, cantaban y bailaban en la sala, en la cocina, en el comedor o en el patio, y siempre, con la misma enjundia.

Con esos jeans rosas bajé a la boda y fui al campo, bailé huapango en la sala y en la cocina, me los quité para nadar en el río, me los puse para huir del torrencial y me escondí con ellos en un gallinero lleno de gallinas, me los quité para tallarme mezcal en el cuerpo y no enfermar y me los volví a poner enlodados durante tres días seguidos.

De vuelta en la carretera, veía satisfecha la montaña que dejábamos.

Categorías
Alba

Emma Recchi

Hay mujeres que saben usar una bolsa, que no sólo es de diseñador, sino que lleva el nombre de una leyenda, como la Birkin Bag, nombrada por Jane Birkin, por la necesidad de un objeto que le permitiera cargar con todo. Otras, que saben peinarse, un moño francés o un buen cepillado y ¡voilà! Y no faltan aquellas chicas que, desde sus once años, los viernes por la tarde una señora las visita y les hace el manicure y pedicure en la cocina.

Pero existen las que saben hacer todo eso, y no por el papel que tienen que representar dentro de una película italiana, sino porque ellas nacieron para dirigir banquetes, no para cocinar; ellas fueron educadas para afirmar o negar con la mirada, y saber cómo hacer una entrada triunfal y no un fashion and be late; ellas se desmaquillan con Chanel.

Puede que no hayan heredado las perlas que la abuela compró en su último viaje a Mallorca, que usen el bisonte a escondidas de la sociedad porque ya no es políticamente correcto o que sueñen con entrar en el vestido de novia de sus madres, a pesar de las fatales hombreras y los nunca-más-vueltos-a-existir 58 centímetros de cintura, “Cuando tenía tu edad…”.

A veces, es el sonido de unos stilettos bien pisados; otras ocasiones, un perfume con un buen fijador, pero la mejor de todas es cuando sale un “Querida”, acompañado de una sonrisa.

Ellas son las mujeres de mi casa, de la calle y de la tele.

De vez en cuando… yo también soy una de ellas.