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Alba

Tinto de verano (y por qué no también de otoño)

Ingredientes:

  • Dos o más amigas.
  • Vino. Dicen que, de cajita, pero si se entera mi papá, me quita el apellido; su regalo de ocho copas no puede ser usado con semejante mentira.
  • Refresco de limón.
  • Manzanas verdes, porque así salió en el video.
  • Una jarra. Asegúrese de tener una y no un termo para el café o el agua.

Preparación:

1. Comience con los últimos sucesos, por orden de importancia: esa llamada por teléfono, no zoom, ni whatasapp, de hace un par de días; la propuesta laboral que la dejó pensando todo el fin de semana: las noticias de la hermana que se quiere ir al sur a vivir lo último que le restan de sus veinte años. Todo ese recuento, mientras corta en pequeños cuadrados, rectángulos (o lo que le salga), las dos manzanas verdes, de preferencia amarillas y no verdes tal cual, así me dijo my partner in crime.

-Una jarra… esto tiene pinta de florero. 

Dé vueltas en la cocina, pregunte a las personas a su alrededor.

-Es la que parece florero, pero no lo es porque tiene un asa.

Revuelva los cajones, abra y deje abiertas las puertas de la cocina, y recuerde por qué nunca brillará en la cocina.

-Creo que rompí el corcho.

Por eso siempre cedo el honor de abrir el vino a mis invitados.

Busque otro sacacorchos, rece a Dionisio, venga, sí se puede, un poco más, corcho afuera. Porque, aunque el vino sea de cien pesos, tiene que respirar.

No recuerdo qué va primero. Si las manzanas, el vino o el Sprite.

2. Vierta el vino (porque está más cerca y el Sprite está enfriándose en el refrigerador). Siga con las manzanas… ah, no. Creo que éstas van al final (es que el chisme está bueno). Saque el refresco del refrigerador y mézclelo con el vino, ahora sí, más manzanas. No entran. No importa.

3. Saque las copas que guarda en su caja porque no hay espacio entre las tazas. Invite a todos a su alrededor. Un Mason Jar, también aplica, pero sólo si tiene menos de veinticinco años.

4. Agregue fruta al gusto y hielos, si es necesario.

5. Continué con el chisme y disfrute.

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Constanza

Torreón, lo recatado que se invierte (Lado B de Vestido rimbombante)

Torreón: lugar donde el hotel se ve desde el aterrizaje. Planicie de casas que sucedió apenas cien años atrás gracias a un conjunto de torres, se anuncia como la ciudad más joven del país; pero de torres no hay nada, y tampoco de modernidad. De lo que se ve, en Torreón existen apenas escasos pasos peatonales.

Con un semáforo en permanente verde, el peatón cruza la avenida de torpedos que por su rapidez parece carretera. Hoteles, boutiques, restaurantes en las aceras imaginarias presumen sus delicias: cabrito, gorditas, chilacas, requesón, todo aderezado con música de banda, y que de noche prometen tequila y cerveza.

Hasta el dos mil diez la Ciudad de Torreón tenía cerca de 608.836 habitantes y con tanta planicie se esperaría que la ciudad estuviera repleta; pero pese a las promesas de diversión, las mesas con tequila y cerveza permanecen vacías hasta altas horas de la madrugada.

—Soy de Veracruz pero vengo del D.F.

Le digo a la chica que hace mis uñas, mi pelo y mi rostro. En Torreón la belleza viene acentuadamente empaquetada. La boda de la mujer, la que nos pedía vestir de largo, era la diversión de las hermanas y las primas del novio.

—En Torreón así se hace 

Sentencia la que me maquilla, cuando le pregunto si con tanto labial no me parezco al Guasón.

La boda se dio primero en la iglesia y, al parecer, al mundo católico le gusta mantener, pero en forma a sus seguidores recatados: párese, siéntese, párese de nuevo y vuélvase a sentar. El calor que lo corroe todo alcanzó a rodarse por los muslos y las espaldas.

La boda y su segunda versión, la de la cena y la del ejercicio de verdad, empezó después. La provincia es donde todavía un cuchillo se encarga de la lluvia de todo un cielo. La amenaza de lluvia sólo dio para chispear.

—¡Tómate un tequila! 

Exclama el otro peluquero que me ve renuente al color rosa brillante del labial y al de las uñas accidentalmente fosforescentes.

Cambio de recato.

Mujeres pavo real con sus vestidos brillantina se sientan en las bancas de la iglesia y de la cena también. Pero los colores chillones de sus vestidos contrastan con la tímida, en proporción, desenvoltura con la que se mueven al bailar. Con esos colores y ese carácter se esperaría otra cosa.

Lo recatado se invierte.

—Tú muy bien, ¿eh?

Dice la señora de negro que me ve bailar. Lo fosforescente que me intimidaba se enciende en la pista de baile.

Todo, muy bien…

(pero)

la fiesta

acabó

a las dos.

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Alba

Despeines

Alguna vez leí que un corte de cabello, si es drástico, implica cambios.

Desde hace un año está en crecimiento, lo cual no resultó tan fácil.

Dejé de usar shampoo y cremas de supermercado; me fui a lo orgánico y más caro, que sí tuvo un buen efecto, pero no por mucho tiempo.

El cabello creció y, así, juntos, nos enredamos.

Recurrí a técnicas del pasado: a peinarme en la ducha, a usar diferentes shampoos; incluso pensé en dejar de lavarlo, pero no, mi cabello es muy grasoso.

Consideré en comprar uno de esos peines que planchan el cabello, los vi, pero no, esa no soy yo…aún no.

Me acostumbré a su constante caída, a su desteñido naranja y a su delgadez.

Lo amarro, me lo recojo, pero también lo dejo ser; quiero que crezca y con el tiempo se haga fuerte. Con el shampoo que compré en una barata y con el peine que me recomendaste, funciona, aunque cada tanto lo tenga que limpiar, porque, a diferencia de los anteriores, éste no esconde la suciedad.

El cabello crece, mis problemas también, y así los tiño, los enredo durante el día o entre sueños, y al final sé cómo desenredarlos: cierro los ojos, batallo con los nudos, tarareo la última canción que sonaba al apagar la ducha, tiro los cabellos, y sólo me quedo con los que quieren ser.

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Constanza

Un vestido rimbombante

Al puro estilo @abychuely fui a buscar un vestido.

Me pesa buscar ropa, así que la idea de buscar un vestido “de noche” me recorre la cabeza como un zumbido de mosco.

Al mal tiempo, buena cara. Y fui a buscar el vestido de la Bella Durmiente.

La flexibilidad que tenía ese día alcanzaba justo para dos cosas: color y precio.

Pero, hasta para las inexpertas, los ligamentos dan de sí, y pasé a los azules, a los lilas y a las faldas largas con top de lentejuelas…lentejuelas rojas.

No me llevé zapatos altos porque Cenicienta nunca los buscó: se los asignaron.

La señorita sugirió color plata.

Si pasaste las tardes de tu infancia y adolescencia frente a los espejos, sabes que engañan. Me veía con las telas largas y me sumaba un par de kilos por aquello de la cena, el calor y los líquidos que imaginaría se pueden sumar debido al caprichoso trayecto.

La novia se casa a cientos de kilómetros. “De largo”, mandó a decir.

Poco a poco te das cuenta de que comprar un vestido no es sólo comprar un vestido. Hay que comprar los zapatos, el chal, el brasiér invisible o los masking tapes invisibles, la mini bolsa para la mitad de la servilleta; pensar cómo sentarte, caminar y entrar en las telas largas con el calor del norte del país en pleno mes de mayo.

Además de eso, algunos vestidos involucran de manera tácita al acompañante; el cierre no se sube solo y la idea de bajar a recepción a pedir ayuda con el cierre, no aplica.  Además, hay que pensar en cómo será el atuendo de ese que te invitó; el color también lo incluye:

—¿Le gustará?

Así que, cuando se va a buscar un vestido, se echa a andar la maquinaria, que incluye dieta, pilates, y líquidos, de ser posible, jamaica. 

Quienes se casan de manera rimbombante deberían de darnos un premio.

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Alba

Una de vestidos

Hace un año terminaba de estudiar vestidos.

Al menos eso creía.

Mientras me preparo la cena, estoy en plena clase de yoga o en una reunión en la que ya perdí el hilo, pensar en qué me voy a poner al día siguiente me tranquiliza.

Analizo la situación a la que estaré expuesta, reviso el clima, recuerdo la agenda —la del correo y la que llevo en mi bolsa—, miro el cuadrado de cielo que me permite mi departamento y, si no hubo un cambio, el outfit que pensé la noche anterior, pasa a cubrirme.

Estudio las miradas de los demás, hacía donde van, por qué ahí y no allá. Algunas tienen que ser educadas y girar hacia otro lado, mientras que otras tienen que poner más que la intención.

Juego con el sonido, porque, a veces, unos tacones lejanos logran que la entrada sea más que triunfal, que sea esperada.

Ahora tengo un nuevo drama, un issue existencial, que merece un fino estudio: los anillos y aretes, que últimamente son un statement, tienen más poder que un vestido, al menos por tres segundos, porque logran fijar la mirada en un sólo lugar, y ya no somos mi vestido y yo, sino que todo mi ser se limita a un anillo negro o a los aretes de cuando cumplí veinticinco años.

No por nada la primera mujer en convertirse en Secretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright, tiene un libro y una exposición sobre sus broches, corrijo: sobre el poder de sus broches.

Hace un año estudiaba vestidos; hace unos meses me convertí en mi propio objeto de estudio; hace unos días, un vestido negro logró una sonrisa. 

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Constanza

La memoria y los juegos de su encuadre

Anécdotas de la imagen fotoperiodística

*

Tengo una fotografía de mi madre puesta en un marco de color metal. Ella está de brazos cruzados pero no en una forma defensiva sino amable, la foto está rota del lado derecho, mi madre mira hacia abajo y su rostro es contorneado por una divertida pero aún tímida sonrisa; tiene treinta y cuatro años. 

Casi todos guardamos una fotografía de alguien que ha marcado de manera fundamental nuestra vida. Ver la fotografía de nuestra madre y pensar en ella es uno de los actos más íntimos que tenemos. 

Con las fotografías que nos son queridas guardamos nuestro propio ritual, así como la historia también guarda el suyo. Pero empecemos desde el inicio. Entrar a la historia de una fotografía como un acto de memoria es a lo que el cronométrico Funes nos tendría envidia pues uno decide qué ver, qué no ver y de igual forma decide qué recordar. Aunque a veces la imagen nos venga de golpe.

**

Reconocer nuestra corporalidad en las imágenes y por lo tanto hacer de aquello un yo es a lo que Hans Belting se refiere como acto antropológico alguna vez experimentado en 2006 en un zoológico del Bronx, en Nueva York. La trompa de un elefante frente a un espejo de casi tres metros de ancho y largo se reconocía a sí mismo en un acto triunfal de la naturaleza paquiderma. Yo.

Un reconocimiento tan fácil, tan lento y a la vez doloroso.

Eso que vemos tumbado, sonriente, angustiado o, mejor dicho, este cuerpo que ha sido fotografiado tumbado, sonriente y angustiado lo somos todos nosotros. 

Yo soy en parte esa mujer divertida y tímida que se dejó retratar como mi madre y que pende de un marco color metal. 

Pero algo se torna grave cuando tú, cuando yo, cuando todos los impresos a color y en blanco y negro aparecen con forma de otros tumbados en el piso, colgados de un puente, desmembrados en los descampados con agujeros, hundidos en la carne de los apenas niños con playera de la selección de futbol de México y dejamos pasar de largo ese cuerpo que por más agujeros, o más tinta roja, o rostros desfigurados, ya no nos dice absolutamente nada. El elefante nos dejó atrás por mucho.

¿En dónde queda nuestro cuerpo o, mejor dicho, nuestro yo? Jamás Sontag imaginó tanto que lo retratado dejaría de bastar. 

Si bien se pone en tela de juicio la falta de conmoción ante la imagen, se cuestiona también, dirían los fotógrafos, la forma de mostrar. Los juegos de encuadre, ese con el que mi madre jugó al entregarme como recuerdo suyo una fotografía recortada, lo comenzaron a hacer los fotógrafos para resignificar. No se habla de censura ni de modificación a la imagen. Válganos dios el atrevimiento. Se trata de observar con cuidado y de buscar en la composición que trae la tragedia un momento de ternura, silencio y resignación propias de la delicadeza humana que se tiene para quien está en dolor. 

¿Quién tiene tiempo para eso?
***

Hacer de la condición medial del proceso fotográfico una búsqueda de resignificación, un mostrar sin mostrar el cuerpo violentado es, tras bambalinas, el mayor reto del fotoperiodismo actual. 

La paradoja de la simpleza de una foto llega cuando construye referente y deviene archivo.

Aún así, pareciera que algo ha sucedido que nos impide ver. Las preguntas llegan cuando la mirada regresa a la imagen. ¿Quién tomó esta foto? Se preguntan en las oficinas como primer momento en el que se cuestiona lo que se ve.

La construcción de la fotografía a través del periodismo incita a pensar en la conformación de archivo que, a la larga, se vuelve documento histórico. 

-¿Cómo recordaremos dentro de cien años a Gadafi yaciendo en un tapete en algún sitio recóndito de Misrata en el desierto libio? 

Se pregunta Manu Brabo al otro lado del ordenador. Busquen su fotografía en las redes. Dice. Voltear a ver las formas en las que el fotoperiodista resuelve una imagen y busca corromper la sedación del espectador, es igual que cuestionar desde dónde se está construyendo el material. 

Todo lo anterior significa que los fotógrafos y los medios tienen que ingeniárselas para hacer una imagen que signifique al espectador. O al menos, la volteen a ver.

¿Pero cuál cadena de producción de noticias lo llega a realizar del todo?

El mismo Warren Richardson estuvo a punto de dejar en el fondo de su ordenador «La esperanza de una nueva vida» porque ningún medio se la publicaba. Esa imagen que en rugosos grises, hecha a tientas a las tres de la mañana, sin flash, porque delataría ante la policía ese fragmento de drama migratorio entre Serbia y Hungría en 2015 se convirtió en símbolo de crisis humanitaria. En el fotoperiodismo premiado pareciera que la discriminación por la forma no existe. 

Probablemente por eso es que se conformaron dos versiones de la fotografía de Gadafi, esa donde está tumbado sin vida en el piso en 2011, la que fuera creada con la intención de acercarnos al ex mandatario su soledad de nuevo en grises, o bien, la otra a color de las agencias que circuló de manera oficial en todos los medios con un encuadre que incluye a la muchedumbre que se encima sobre el rostro del ex dictador. Dos formas de hacer fotografía noticiosa, ambas con el tiempo del editor encima. 

***

Las fotografías nos llevan a lugares lejanos. Quizás por eso es que las miro. Una aduana construida antes del apogeo de la guerra de las trincheras, en 1912 hecha de pabellones de ladrillo, hormigón y alfombra de piedras blancas, se desplegó frente a mí al bajarme del auto. Esta vez una foto me llevó hasta una arquitectura de negocios solitarios, apilados en la periferia de la zona más industrializada del país de la bota, que en la posguerra se usó también como bodegas de insumos y como antros en los noventas, el Docks Dora.

A Fabio Bucciarelli le habría parecido una locura ver desempolvarse los pies a la persona a la que al fin, parada en su puerta roja, sin más, él le inquirió:

-¿Tú qué haces aquí?

-¿Cómo? 

Pregunté con una mirada que atrapó los ojos de quien llevaba su agenda.

Sus manos y sus muñecas llenas de círculos plateados se balanceaban una y otra vez sobre la mesa con la misma contundencia como si me interrogara o bien, aunque eran simples movimientos de manos, yo así lo sentí.

Responder que estaba ahí porque me gustan las fotos, habría sido poco honroso hacia los 10,241 kilómetros que recogí como cuerda cuesta arriba para verle. Así que apresuré, desde mi mente, esa que sólo veía sus anillos bailar frente a mí, mi mejor respuesta e hice de la cuerda un hilito juguetón.

***

-Hey, cómo se llega a Tihüana? preguntó tiempo después por celular desde Turín hasta la barra de mi cocina en la Ciudad de México y entonces entendí todo.

Con que así recoge sus kilómetros. Esa vez el 2018 sería también el desierto el que diera a Fabio el recorte de una historia desde la imaginaria pero cruel línea fronteriza que hizo Trump con México.

Pero siete años antes, el 2011 jugaba a saltar la cuerda en otro de los patios del último de los Bush, y Fabio también estaba ahí. La noticia falsa de la muerte de quien por su fiereza fuera apodado, por su entonces homólogo, Ronald Reagan en los ochentas, como Perro Loco circulaba día y noche. 

Un continente zurcido en un idioma de cerrojos adormecía a un fotógrafo mientras recorría día a día 120 kilómetros de ida y vuelta buscando que el rumor que lo silenciaba todo fuera verdad: la muerte de Gadafi era el premio que el 21 de octubre de 2011 nadie sabía que estaba buscando. Pero de pronto, las palabras que esos días de calma habían sido bordadas en el viento por curivilíneos hilos de seda, se tensaron con formas de cascabel en el desierto. 

Un pueblo que no compartía hasta entonces con cualquiera su riqueza le gritó a Fabio en un encantado verso:

 -¡Pasa, pasa!

Su amigo le tradujo: ¡Que entres! 

Un príncipe merece su espada después de abatir al dragón o bien, merece tres minutos a solas con una cámara y con Gadafi muerto. Aquel que cimbraría los nervios de todo África y Occidente se mantenía apacible sobre un maloliente colchón.

****

La foto que veo a mi regreso de aquel empinado viaje sigue aquí. La sonrisa inconfundible que contornea en herencia la mía, la porto ya con firmeza.

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Alba

Copiar y crear

Escribo con letra imprenta, como un acto de rebeldía ante la manuscrita que me enseñaron en el colegio, también porque era un indicio de que oficialmente podías considerarte alguien grande.

Durante el trance para encontrar mi letra pasé por muchas copias: que si la letra era más gordita, que si ponía o no un círculo sobre la “i”, o si la dejaba sola. Incluso llegué a escribir con puras mayúsculas, sin dejar un sólo espacio entre los cuadrados, de preferencia, grandes.

Ahora sí, de grande-grande, o eso creo, ya no copio letras porque son muy pocos los que escriben a mano; ahora creo letras, una “g” y una “j” sin curvatura hasta abajo; una “s” a medias que parece una “c” al revés; una “t” sin su rayita horizontal y, ahora que me leo, a las mayúsculas les pongo mucho énfasis, como si fueran la clave de sol en un pentagrama.

A veces, cuando estoy apurada, me sale una manuscrita enojada, molesta, que sólo escribe la primera parte de la palabra, y que me obliga a confiar en mi memoria para recordarla después, lo cual no sucede; pero, sí, cuando mi letra es gordita, apretada y sin puntos ni circulitos sobre la “i”.

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Constanza

Las miradas que regresan

(sobre ser estudiante)

Toda mi vida he sido estudiante. Ser estudiante en un país donde, al menos desde un imaginario maravilloso, la investigación a los treinta años es pensada como si uno siguiera con la tabla del cinco, representa un reto cuando acudes a cualquier ventanilla con una credencial.

Se lee “Estudiante” y es probable que, hacia el inicio de la segunda sílaba, los lápices de colores vayan apareciendo en la mente del interlocutor y dibujen la serie finita de adjetivos con los que nos suelen asociar. 

Finita porque su interés hacia la persona con la credencial se pierde cuatro sílabas después, creo, derivado de la ahora pesadez con la que es llevado a cabo el trámite; pasamos a ser para el “del mostrador” como alguien quizás, no sabría decirlo con exactitud, poco serio o que vive a costa de algún obscuro financiamiento. 

*

En otros sitios no es tampoco distinto, recuerdo que cuando era joven y de “edad estudiantil” mis mejores seguidores eran los vigilantes dentro del súper, los bibliotecarios, en la rampa de salida, creían que me robaba libros y, al tramitar mi credencial para los préstamos, la señorita de la ventanilla decidió que mi apellido sería López Hernández, porque “era más fácil de pronunciar”.

Así que de adjetivos se van juntando, por lo menos, dos; y de la misma forma nosotros, los eternos imberbes nos hemos juntamos una idea de quiénes son aquellos que, no sólo detrás del mostrador, pero al saber a qué nos dedicamos, nos miran de reojo. 

*

Hoy veo una cápsula informativa sobre la participación de las mujeres en el movimiento del 68. Me recuerda a Bolonia, a la logística que llevaban las mujeres antifascistas en la organización bajo el agua más importante de toda Italia para sabotear al régimen; en ambos escenarios, tales movimientos de justicia no se habrían podido culminar sin su participación.

*

Una mañana antes del dos de octubre leo que de pronto desaparecieron unos fideicomisos, leo que ahí vienen centros de estudio a los que pertenecen algunos colegas. Creo que para este entonces y para esta hora las miradas brincan por todos lados suspicaces.

*

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Alba

Rojeidades de la mano

Me gusta más escribir con las uñas pintadas, de preferencia con un rojo llamado Pucker up; así seduzco al teclado, y el resultado puede ser tan beneficioso como una one night stand (crónicas para este blog) o una relación más larga (mi tesis de vestidos).

Pero tengo un problema, mis uñas de las manos son espantosas, parecen espátulas y crecen sin ton ni son. Y el dato curioso: no puedo con la lima, me molesta su ruido; pero, si voy al manicure, lo soporto, respiro profundo y pienso en lo divina que me veré en la fiesta.

En cambio, las uñas de mis pies son perfectas, en comparación con las que salen más a público, pueden pasar semanas y se ven muy indecentes antes de entrar a la ducha, de puntillas porque el piso está frío.

Mientras escribo esto, mis uñas están desnudas, porque no sé si mis actividades lo merezcan, y siempre pienso en lo que haré al tercer día de estar pintadas, que es cuando la desnudez decide resucitar; el color se descarapela y el look desarreglado casual de Kate Moss o Courtney Love, es un reto, entre el cabello sin preocupación y los pantalones de cuero que aún no puedo encontrar.

Podré estar flaca como la Moss y cantar Malibu en el auto en un viernes de clásicos de Reactor, pero mis uñas siempre serán la falla de origen, que si volviera a nacer pediría una mejora.

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Alba

Punto atrás

Viernes por la mañana, y en mi agenda tenía escrito hacer un vestido, una actividad normal para dos amigas que estudian una maestría, escriben una tesis y, ¿por qué no?, diseñan, cortan y cosen.

En la tienda de telas las dos nos remitimos a cuando estábamos en el colegio y teníamos que ir por este tipo de material; Liliana lo recordó con una sonrisa; yo había olvidado lo que era ir por telas, porque jamás fui a comprar para mí, las pocas veces que lo hice era por mi abuela o con una amiga. Nunca mandé a hacer un vestido para las fiestas de XV, y no tengo la remota idea de cómo tratar con una costurera; mi relación se limita con los sastres para que arreglen el largo de un pantalón.

Si alguna vez tuve contacto con una aguja fue para hacer un bordado de punto cruz, una serie de manzanitas que pasaron por mi mamá, mi empleada Antonia y mi tía María. Tampoco olvidaré el intento de tejer una chalina azul, de la que era muy fácil reconocer los nudos de Alba contra el tejido perfecto de Antonia.

Más de diez años después, puedo presumir que cosí una tela en forma de vestido con un hueco para la cabeza, dos laterales para los brazos, y que tenía un patrón, es decir, un diseño.

Confieso que yo no lo diseñé; lo hizo Liliana, una amiga muy creativa; pero sí corté la tela, inserté el hilo en la aguja y, voilà, durante veinte minutos cosí, y me sentí personaje de El tiempo entre costuras.

Mientras cosía la tela, pensaba en lo espantoso que se iba a ver con la costura y en cómo iba a borrar las marcas del lápiz. Claramente, ignoraba que lo estábamos haciendo al revés, por detrás, y no por delante.

Creamos el vestido menos sexy de la faz de la tierra, con una tela pesada y caliente, el color de miren, ya llegué, pero con un estilo de principios de los ochenta muy definido: un fantasma naranja de Pac Man.