Escribo con letra imprenta, como un acto de rebeldía ante la manuscrita que me enseñaron en el colegio, también porque era un indicio de que oficialmente podías considerarte alguien grande.
Durante el trance para encontrar mi letra pasé por muchas copias: que si la letra era más gordita, que si ponía o no un círculo sobre la “i”, o si la dejaba sola. Incluso llegué a escribir con puras mayúsculas, sin dejar un sólo espacio entre los cuadrados, de preferencia, grandes.
Ahora sí, de grande-grande, o eso creo, ya no copio letras porque son muy pocos los que escriben a mano; ahora creo letras, una “g” y una “j” sin curvatura hasta abajo; una “s” a medias que parece una “c” al revés; una “t” sin su rayita horizontal y, ahora que me leo, a las mayúsculas les pongo mucho énfasis, como si fueran la clave de sol en un pentagrama.
A veces, cuando estoy apurada, me sale una manuscrita enojada, molesta, que sólo escribe la primera parte de la palabra, y que me obliga a confiar en mi memoria para recordarla después, lo cual no sucede; pero, sí, cuando mi letra es gordita, apretada y sin puntos ni circulitos sobre la “i”.