Que esta ciudad amanezca siempre fresca, a muy fría, no es porque sea un valle, es porque cuando decido usar una falda, un vestido o una tela que se atreva a mostrar un poco más arriba de mis tobillos, sé que estaré a la defensiva, cubierta con mi suéter negro, escondida detrás de mis gafas y aislada con mis audífonos. Por lo tanto, los aires de esta ciudad me obligan o me sugieren que me cubra, me esconda y, para evitar sentirme mal, me aísle.
Escoger lo que me voy a poner, y más ahora que regresé a la vida laboral, donde el código de vestimenta es formal y, sí, eso implica usar un ligero tacón, es todo un arte. Pensar en lo que me voy a poner es mi parte favorita de cualquier momento del día: mientras me baño, esperando el semáforo, en un concierto cuando no me sé una canción o en esos cinco minutos antes de dormir o de salir de la cama.
Siempre reviso el clima. En tiempos sin internet en el celular, lo revisaba en el periódico o esperaba las pautas de CNN con el estado del clima de distintas ciudades: Buenos Aires, Bogotá, Lima, La Paz, México, Managua, Santiago, Santa Cruz de la Sierra…
Ya tengo un outfit, los aretes, la bolsa, los zapatos (incluso con los que voy a manejar); el peinado es lo de menos, lo que importa es con qué me voy a cubrir, a esconder. Siempre me llevo algo, “por el frío”, dirían todas las madres; pero, no, lo hago para que no molesten.
A veces creo que esta ciudad nos dice: “Cúbrete mija, no vaya a ser que…”, y por eso amanece frío.