Torreón: lugar donde el hotel se ve desde el aterrizaje. Planicie de casas que sucedió apenas cien años atrás gracias a un conjunto de torres, se anuncia como la ciudad más joven del país; pero de torres no hay nada, y tampoco de modernidad. De lo que se ve, en Torreón existen apenas escasos pasos peatonales.
Con un semáforo en permanente verde, el peatón cruza la avenida de torpedos que por su rapidez parece carretera. Hoteles, boutiques, restaurantes en las aceras imaginarias presumen sus delicias: cabrito, gorditas, chilacas, requesón, todo aderezado con música de banda, y que de noche prometen tequila y cerveza.
Hasta el dos mil diez la Ciudad de Torreón tenía cerca de 608.836 habitantes y con tanta planicie se esperaría que la ciudad estuviera repleta; pero pese a las promesas de diversión, las mesas con tequila y cerveza permanecen vacías hasta altas horas de la madrugada.
—Soy de Veracruz pero vengo del D.F.
Le digo a la chica que hace mis uñas, mi pelo y mi rostro. En Torreón la belleza viene acentuadamente empaquetada. La boda de la mujer, la que nos pedía vestir de largo, era la diversión de las hermanas y las primas del novio.
—En Torreón así se hace
Sentencia la que me maquilla, cuando le pregunto si con tanto labial no me parezco al Guasón.
La boda se dio primero en la iglesia y, al parecer, al mundo católico le gusta mantener, pero en forma a sus seguidores recatados: párese, siéntese, párese de nuevo y vuélvase a sentar. El calor que lo corroe todo alcanzó a rodarse por los muslos y las espaldas.
La boda y su segunda versión, la de la cena y la del ejercicio de verdad, empezó después. La provincia es donde todavía un cuchillo se encarga de la lluvia de todo un cielo. La amenaza de lluvia sólo dio para chispear.
—¡Tómate un tequila!
Exclama el otro peluquero que me ve renuente al color rosa brillante del labial y al de las uñas accidentalmente fosforescentes.
Cambio de recato.
Mujeres pavo real con sus vestidos brillantina se sientan en las bancas de la iglesia y de la cena también. Pero los colores chillones de sus vestidos contrastan con la tímida, en proporción, desenvoltura con la que se mueven al bailar. Con esos colores y ese carácter se esperaría otra cosa.
Lo recatado se invierte.
—Tú muy bien, ¿eh?
Dice la señora de negro que me ve bailar. Lo fosforescente que me intimidaba se enciende en la pista de baile.
Todo, muy bien…
(pero)
la fiesta
acabó
a las dos.