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La vida entre redes

Soy lo que considero una millennial veterana así que me puedo dar el lujo de hablar de elepés, del casete y del paso del cd al mp3 sin problema alguno; mi desarrollo está basado en no saber qué es un celular hasta tener la última aplicación para diseñar mi rostro sin algún tipo de imperfección y por qué no, ponerme orejas de gato mientras escribo sobre cómo algunas fotografías antiguas definieron un imaginario social en épocas pasadas.

Con estas características quedo como una millennial atrapada entre un modus operandi que dista mucho de ser de los que apenas levanta la cabeza de su dispositivo móvil para cruzar la calle, así como de aquellos que siguen viviendo en un rock hecho de convivencias contradictorias como la franela y las pesadas tuercas.

¿Cómo alguien podría ir en la vida sin saber lo que es arreglar cosas con sus propias manos y cómo alguien podría no saber usar alguna aplicación que resuelve lo inimaginable? 

Nosotros, lo millennials veteranos, estamos ahí en medio por la sencilla razón de que conocemos ambas formas de vida, una tan analógica como embarrarse los dedos de lodo por las tardes de juegos, como la que no soltaba los controles de un Nintendo de botones de cruz naranja porque la vida comenzaba a reproducirse cada vez más a través de pequeñas pantallas. 

Es cierto que el uso del internet para comunicarnos y trabajar antes de la pandemia ya era normal para casi toda persona que estuviera en una oficina; mi padre de 87 años, por ejemplo, en ocasiones usa las aplicaciones para comunicarse mejor que yo; aún así, no dejo de pensar como buena millennial veterana en la forma de solventar la parte humana que todavía se les escapa a las redes sociales.

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Pescar la noche

Los restauranteros compran mojarras a los productores acuícolas solamente si el producto cumple con un peso de 800 gramos. 

—¿Cómo saber ese dato al momento de seleccionar al pez? ¿Se pesa? ¿Afuera o dentro del agua? —pregunto.

Al parecer el acuicultor atrapa en una especie de abrazo escurridizo al animal que se convierte por momentos en bestia. Una vez dentro del agua, se sube al todavía pez en una báscula de metal para calcular su peso hasta que la aguja señala una aproximada cifra.

Ya en otro contexto y por las formas en las que se llevan a cabo algunos particulares movimientos surge de nuevo, para los adentros de la interlocutora, una segunda duda.

¿Cómo se baila música electrónica dentro de un garaje sin luz con personas completamente de negro, con máscaras antigás y cuernos de chivo, no el arma, sino el animal?

Al parecer y, a juzgar por el ritmo de los movimientos de los brazos y de todo el cuerpo, los acuicultores, los minotauros y los curiosos en los antros comparten, en la pesca y en el baile y sobre todo a ojos de quien no está del todo en contexto, la babosa necesidad de asirse a algo que no tiene mucha forma.

Intentar abrazar música y agua disonante en ambientes de olores duros, entre escamas y sudores ajenos imposibilita pensar con alguna claridad.

Pero uno está ahí con pocas ganas y mucha curiosidad porque a la invitación de la comida, esa que incluía al acuicultor parlanchín explicando las formas de pescar con los brazos le siguió la invitación al chapuzón de música y quimeras. 

El baile de abrazar, al pez o al electro incluía en el elenco de esa noche, la inesperada visita de una mujer en uniforme citadino irrumpiendo, con ropas claras, entre un apretujado gentío de ajuar de pasarela propia de la hermana seria de la Bruja Devil.   Como primer acto de iniciación, a la citadina le quitaron en la entrada sus gotas para los ojos porque parecía otra clase de “gotero” y, antes de ascender los peldaños de terciopelo rojo, se dejó sellar a regañadientes su muñeca derecha. La mujer, la citadina o más bien, la muñeca, revisó la zona en ambos lados entreviendo que, el único remedio que le quedaría para sobrellevar esa noche, sería el aplicar sabiamente los conocimientos en la pesca de mojarras vivas.*

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W.E.

Nosotros es una palabra comprometedora.

La primera vez que uno la escucha en la boca del otro y nos incluye en sus planes o vida la tierra interna se conmueve.

En su historia Wallis Simpson y el Rey Eduardo VIII encadenaron alegrías y desgracias en un indisoluble W.E. y se arrastraron juntos hacia las dos direcciones que la palabra promete: amor y odio, con todo y derivados.

W.E. 

Su “nosotros” traducido en “sin posibilidad de huir”

***

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Personajes

Estudiar literatura italiana te hace ver personajes del país de la bota por doquier. Más, si uno se vuelve admirador del periodista Pereira, del estudiante necio Monteiro Rossi, de “la mujer de los zapatos rotos” o, ya bien entrados en lo más aceitoso de la italianidad, de Sofía Loren, antítesis de la Ginzburg que habla de sus zapatos durante la guerra. La Italia reservada y la Italia explosiva.

Dos ideas polarizadas de lo que significa cohabitar con lo más latino del continente al otro lado del Atlántico y, aún así, no lograr entenderlos. Siempre gritones y de voz semi aguda, dos tipos de italianos:

Uno: zapatos rojos, medias traslúcidas o bronceado perfecto, falda de vuelo corta y blanca, blusa con motivos rojos y blancos, cabello sin lavar pero con peinado perfecto. Perfume y gafas oscuras. Al frente, un espresso, y un chico; al lado, perrito y bolsas Gucci. 

Dos: chica en flats, shorts rotos, blusa blanca de hace dos días, cabello despeinado o mal recogido, mochila con libros y ropa del fin pasado. Forjando un cigarro delante de un chico que mira su celular. 

Ambas, hermosas.

Aplica igual para los hombres.

—¿En dónde están las papas fritas?— grita uno en el supermercado frente a los lácteos.

El niño del Kinder Sorpresa: pantalón de lona azul, camisa de lino clara y modales de príncipe, no existe más. El italiano de los noventa pareciera que ve, en la desfachatez, el futuro de la sofisticación por la que tanto se desfallecieron los mecenas renacentistas. Un hippie trasnochado en sus veintes que busca papas y cerveza en el súper. Los profesores, igual que seguramente lo habría hecho Pereira, miran el jarrón romperse y dan, sin remedio, otra bocanada al cigarro.

—El curso pasado me aventé a 150 estudiantes repitiéndome en voz alta argumentos sobre Amuleto y Los detectives salvajes— dice una profesora en español ibérico cuando se entera que puede practicar con la interlocutora de cabello negro su lengua extranjera predilecta.

“Quizás los chicos están así gracias a las novelas que les dan a leer”, me pasa por la cabeza mientras acepto que me encantó Amuleto y detecto que comienzo a alucinar el temperamento de la región.

En la reunión: dos Pereiras, una semi Sofía y dos aspirantes a Pereira y Natalia Ginzburg platican o parlotean o gritan en un respetable itañol sobre literatura latinoamericana.

Enredos de bromas, tomadas de pelo, argumentos verídicos, todo ensalzado con lo que uno imagina es racionalidad juguetona deja de ser “drama interesante” para la visita que sueña con llegar a casa y contactar a alguien del otro lado del Continente que comprenda su propio temperamento.

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Torreón, lo recatado que se invierte (Lado B de Vestido rimbombante)

Torreón: lugar donde el hotel se ve desde el aterrizaje. Planicie de casas que sucedió apenas cien años atrás gracias a un conjunto de torres, se anuncia como la ciudad más joven del país; pero de torres no hay nada, y tampoco de modernidad. De lo que se ve, en Torreón existen apenas escasos pasos peatonales.

Con un semáforo en permanente verde, el peatón cruza la avenida de torpedos que por su rapidez parece carretera. Hoteles, boutiques, restaurantes en las aceras imaginarias presumen sus delicias: cabrito, gorditas, chilacas, requesón, todo aderezado con música de banda, y que de noche prometen tequila y cerveza.

Hasta el dos mil diez la Ciudad de Torreón tenía cerca de 608.836 habitantes y con tanta planicie se esperaría que la ciudad estuviera repleta; pero pese a las promesas de diversión, las mesas con tequila y cerveza permanecen vacías hasta altas horas de la madrugada.

—Soy de Veracruz pero vengo del D.F.

Le digo a la chica que hace mis uñas, mi pelo y mi rostro. En Torreón la belleza viene acentuadamente empaquetada. La boda de la mujer, la que nos pedía vestir de largo, era la diversión de las hermanas y las primas del novio.

—En Torreón así se hace 

Sentencia la que me maquilla, cuando le pregunto si con tanto labial no me parezco al Guasón.

La boda se dio primero en la iglesia y, al parecer, al mundo católico le gusta mantener, pero en forma a sus seguidores recatados: párese, siéntese, párese de nuevo y vuélvase a sentar. El calor que lo corroe todo alcanzó a rodarse por los muslos y las espaldas.

La boda y su segunda versión, la de la cena y la del ejercicio de verdad, empezó después. La provincia es donde todavía un cuchillo se encarga de la lluvia de todo un cielo. La amenaza de lluvia sólo dio para chispear.

—¡Tómate un tequila! 

Exclama el otro peluquero que me ve renuente al color rosa brillante del labial y al de las uñas accidentalmente fosforescentes.

Cambio de recato.

Mujeres pavo real con sus vestidos brillantina se sientan en las bancas de la iglesia y de la cena también. Pero los colores chillones de sus vestidos contrastan con la tímida, en proporción, desenvoltura con la que se mueven al bailar. Con esos colores y ese carácter se esperaría otra cosa.

Lo recatado se invierte.

—Tú muy bien, ¿eh?

Dice la señora de negro que me ve bailar. Lo fosforescente que me intimidaba se enciende en la pista de baile.

Todo, muy bien…

(pero)

la fiesta

acabó

a las dos.

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Un vestido rimbombante

Al puro estilo @abychuely fui a buscar un vestido.

Me pesa buscar ropa, así que la idea de buscar un vestido “de noche” me recorre la cabeza como un zumbido de mosco.

Al mal tiempo, buena cara. Y fui a buscar el vestido de la Bella Durmiente.

La flexibilidad que tenía ese día alcanzaba justo para dos cosas: color y precio.

Pero, hasta para las inexpertas, los ligamentos dan de sí, y pasé a los azules, a los lilas y a las faldas largas con top de lentejuelas…lentejuelas rojas.

No me llevé zapatos altos porque Cenicienta nunca los buscó: se los asignaron.

La señorita sugirió color plata.

Si pasaste las tardes de tu infancia y adolescencia frente a los espejos, sabes que engañan. Me veía con las telas largas y me sumaba un par de kilos por aquello de la cena, el calor y los líquidos que imaginaría se pueden sumar debido al caprichoso trayecto.

La novia se casa a cientos de kilómetros. “De largo”, mandó a decir.

Poco a poco te das cuenta de que comprar un vestido no es sólo comprar un vestido. Hay que comprar los zapatos, el chal, el brasiér invisible o los masking tapes invisibles, la mini bolsa para la mitad de la servilleta; pensar cómo sentarte, caminar y entrar en las telas largas con el calor del norte del país en pleno mes de mayo.

Además de eso, algunos vestidos involucran de manera tácita al acompañante; el cierre no se sube solo y la idea de bajar a recepción a pedir ayuda con el cierre, no aplica.  Además, hay que pensar en cómo será el atuendo de ese que te invitó; el color también lo incluye:

—¿Le gustará?

Así que, cuando se va a buscar un vestido, se echa a andar la maquinaria, que incluye dieta, pilates, y líquidos, de ser posible, jamaica. 

Quienes se casan de manera rimbombante deberían de darnos un premio.

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La memoria y los juegos de su encuadre

Anécdotas de la imagen fotoperiodística

*

Tengo una fotografía de mi madre puesta en un marco de color metal. Ella está de brazos cruzados pero no en una forma defensiva sino amable, la foto está rota del lado derecho, mi madre mira hacia abajo y su rostro es contorneado por una divertida pero aún tímida sonrisa; tiene treinta y cuatro años. 

Casi todos guardamos una fotografía de alguien que ha marcado de manera fundamental nuestra vida. Ver la fotografía de nuestra madre y pensar en ella es uno de los actos más íntimos que tenemos. 

Con las fotografías que nos son queridas guardamos nuestro propio ritual, así como la historia también guarda el suyo. Pero empecemos desde el inicio. Entrar a la historia de una fotografía como un acto de memoria es a lo que el cronométrico Funes nos tendría envidia pues uno decide qué ver, qué no ver y de igual forma decide qué recordar. Aunque a veces la imagen nos venga de golpe.

**

Reconocer nuestra corporalidad en las imágenes y por lo tanto hacer de aquello un yo es a lo que Hans Belting se refiere como acto antropológico alguna vez experimentado en 2006 en un zoológico del Bronx, en Nueva York. La trompa de un elefante frente a un espejo de casi tres metros de ancho y largo se reconocía a sí mismo en un acto triunfal de la naturaleza paquiderma. Yo.

Un reconocimiento tan fácil, tan lento y a la vez doloroso.

Eso que vemos tumbado, sonriente, angustiado o, mejor dicho, este cuerpo que ha sido fotografiado tumbado, sonriente y angustiado lo somos todos nosotros. 

Yo soy en parte esa mujer divertida y tímida que se dejó retratar como mi madre y que pende de un marco color metal. 

Pero algo se torna grave cuando tú, cuando yo, cuando todos los impresos a color y en blanco y negro aparecen con forma de otros tumbados en el piso, colgados de un puente, desmembrados en los descampados con agujeros, hundidos en la carne de los apenas niños con playera de la selección de futbol de México y dejamos pasar de largo ese cuerpo que por más agujeros, o más tinta roja, o rostros desfigurados, ya no nos dice absolutamente nada. El elefante nos dejó atrás por mucho.

¿En dónde queda nuestro cuerpo o, mejor dicho, nuestro yo? Jamás Sontag imaginó tanto que lo retratado dejaría de bastar. 

Si bien se pone en tela de juicio la falta de conmoción ante la imagen, se cuestiona también, dirían los fotógrafos, la forma de mostrar. Los juegos de encuadre, ese con el que mi madre jugó al entregarme como recuerdo suyo una fotografía recortada, lo comenzaron a hacer los fotógrafos para resignificar. No se habla de censura ni de modificación a la imagen. Válganos dios el atrevimiento. Se trata de observar con cuidado y de buscar en la composición que trae la tragedia un momento de ternura, silencio y resignación propias de la delicadeza humana que se tiene para quien está en dolor. 

¿Quién tiene tiempo para eso?
***

Hacer de la condición medial del proceso fotográfico una búsqueda de resignificación, un mostrar sin mostrar el cuerpo violentado es, tras bambalinas, el mayor reto del fotoperiodismo actual. 

La paradoja de la simpleza de una foto llega cuando construye referente y deviene archivo.

Aún así, pareciera que algo ha sucedido que nos impide ver. Las preguntas llegan cuando la mirada regresa a la imagen. ¿Quién tomó esta foto? Se preguntan en las oficinas como primer momento en el que se cuestiona lo que se ve.

La construcción de la fotografía a través del periodismo incita a pensar en la conformación de archivo que, a la larga, se vuelve documento histórico. 

-¿Cómo recordaremos dentro de cien años a Gadafi yaciendo en un tapete en algún sitio recóndito de Misrata en el desierto libio? 

Se pregunta Manu Brabo al otro lado del ordenador. Busquen su fotografía en las redes. Dice. Voltear a ver las formas en las que el fotoperiodista resuelve una imagen y busca corromper la sedación del espectador, es igual que cuestionar desde dónde se está construyendo el material. 

Todo lo anterior significa que los fotógrafos y los medios tienen que ingeniárselas para hacer una imagen que signifique al espectador. O al menos, la volteen a ver.

¿Pero cuál cadena de producción de noticias lo llega a realizar del todo?

El mismo Warren Richardson estuvo a punto de dejar en el fondo de su ordenador «La esperanza de una nueva vida» porque ningún medio se la publicaba. Esa imagen que en rugosos grises, hecha a tientas a las tres de la mañana, sin flash, porque delataría ante la policía ese fragmento de drama migratorio entre Serbia y Hungría en 2015 se convirtió en símbolo de crisis humanitaria. En el fotoperiodismo premiado pareciera que la discriminación por la forma no existe. 

Probablemente por eso es que se conformaron dos versiones de la fotografía de Gadafi, esa donde está tumbado sin vida en el piso en 2011, la que fuera creada con la intención de acercarnos al ex mandatario su soledad de nuevo en grises, o bien, la otra a color de las agencias que circuló de manera oficial en todos los medios con un encuadre que incluye a la muchedumbre que se encima sobre el rostro del ex dictador. Dos formas de hacer fotografía noticiosa, ambas con el tiempo del editor encima. 

***

Las fotografías nos llevan a lugares lejanos. Quizás por eso es que las miro. Una aduana construida antes del apogeo de la guerra de las trincheras, en 1912 hecha de pabellones de ladrillo, hormigón y alfombra de piedras blancas, se desplegó frente a mí al bajarme del auto. Esta vez una foto me llevó hasta una arquitectura de negocios solitarios, apilados en la periferia de la zona más industrializada del país de la bota, que en la posguerra se usó también como bodegas de insumos y como antros en los noventas, el Docks Dora.

A Fabio Bucciarelli le habría parecido una locura ver desempolvarse los pies a la persona a la que al fin, parada en su puerta roja, sin más, él le inquirió:

-¿Tú qué haces aquí?

-¿Cómo? 

Pregunté con una mirada que atrapó los ojos de quien llevaba su agenda.

Sus manos y sus muñecas llenas de círculos plateados se balanceaban una y otra vez sobre la mesa con la misma contundencia como si me interrogara o bien, aunque eran simples movimientos de manos, yo así lo sentí.

Responder que estaba ahí porque me gustan las fotos, habría sido poco honroso hacia los 10,241 kilómetros que recogí como cuerda cuesta arriba para verle. Así que apresuré, desde mi mente, esa que sólo veía sus anillos bailar frente a mí, mi mejor respuesta e hice de la cuerda un hilito juguetón.

***

-Hey, cómo se llega a Tihüana? preguntó tiempo después por celular desde Turín hasta la barra de mi cocina en la Ciudad de México y entonces entendí todo.

Con que así recoge sus kilómetros. Esa vez el 2018 sería también el desierto el que diera a Fabio el recorte de una historia desde la imaginaria pero cruel línea fronteriza que hizo Trump con México.

Pero siete años antes, el 2011 jugaba a saltar la cuerda en otro de los patios del último de los Bush, y Fabio también estaba ahí. La noticia falsa de la muerte de quien por su fiereza fuera apodado, por su entonces homólogo, Ronald Reagan en los ochentas, como Perro Loco circulaba día y noche. 

Un continente zurcido en un idioma de cerrojos adormecía a un fotógrafo mientras recorría día a día 120 kilómetros de ida y vuelta buscando que el rumor que lo silenciaba todo fuera verdad: la muerte de Gadafi era el premio que el 21 de octubre de 2011 nadie sabía que estaba buscando. Pero de pronto, las palabras que esos días de calma habían sido bordadas en el viento por curivilíneos hilos de seda, se tensaron con formas de cascabel en el desierto. 

Un pueblo que no compartía hasta entonces con cualquiera su riqueza le gritó a Fabio en un encantado verso:

 -¡Pasa, pasa!

Su amigo le tradujo: ¡Que entres! 

Un príncipe merece su espada después de abatir al dragón o bien, merece tres minutos a solas con una cámara y con Gadafi muerto. Aquel que cimbraría los nervios de todo África y Occidente se mantenía apacible sobre un maloliente colchón.

****

La foto que veo a mi regreso de aquel empinado viaje sigue aquí. La sonrisa inconfundible que contornea en herencia la mía, la porto ya con firmeza.

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Las miradas que regresan

(sobre ser estudiante)

Toda mi vida he sido estudiante. Ser estudiante en un país donde, al menos desde un imaginario maravilloso, la investigación a los treinta años es pensada como si uno siguiera con la tabla del cinco, representa un reto cuando acudes a cualquier ventanilla con una credencial.

Se lee “Estudiante” y es probable que, hacia el inicio de la segunda sílaba, los lápices de colores vayan apareciendo en la mente del interlocutor y dibujen la serie finita de adjetivos con los que nos suelen asociar. 

Finita porque su interés hacia la persona con la credencial se pierde cuatro sílabas después, creo, derivado de la ahora pesadez con la que es llevado a cabo el trámite; pasamos a ser para el “del mostrador” como alguien quizás, no sabría decirlo con exactitud, poco serio o que vive a costa de algún obscuro financiamiento. 

*

En otros sitios no es tampoco distinto, recuerdo que cuando era joven y de “edad estudiantil” mis mejores seguidores eran los vigilantes dentro del súper, los bibliotecarios, en la rampa de salida, creían que me robaba libros y, al tramitar mi credencial para los préstamos, la señorita de la ventanilla decidió que mi apellido sería López Hernández, porque “era más fácil de pronunciar”.

Así que de adjetivos se van juntando, por lo menos, dos; y de la misma forma nosotros, los eternos imberbes nos hemos juntamos una idea de quiénes son aquellos que, no sólo detrás del mostrador, pero al saber a qué nos dedicamos, nos miran de reojo. 

*

Hoy veo una cápsula informativa sobre la participación de las mujeres en el movimiento del 68. Me recuerda a Bolonia, a la logística que llevaban las mujeres antifascistas en la organización bajo el agua más importante de toda Italia para sabotear al régimen; en ambos escenarios, tales movimientos de justicia no se habrían podido culminar sin su participación.

*

Una mañana antes del dos de octubre leo que de pronto desaparecieron unos fideicomisos, leo que ahí vienen centros de estudio a los que pertenecen algunos colegas. Creo que para este entonces y para esta hora las miradas brincan por todos lados suspicaces.

*

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Llegar a casa

Para subirnos a un autobús basta levantar una pierna, la derecha o la izquierda, y subir el pequeño peldaño que nos coloca dentro del transporte. Con un poco de prisa depositamos una moneda en la mano del conductor, esperamos el cambio, escaneamos rápidamente el interior, detectamos un asiento y nos dirigimos hacia él. Para pasar tranquilos el trayecto nos colocamos los audífonos, volteamos por la ventana y nos arrullamos con pensamientos, hasta bajar en nuestra parada.

Lo difícil es alcanzar al autobús, correr bajo la lluvia, evadir los charcos que nos llegan hasta los tobillos, soportar que los autos nos salpiquen el agua de las calles y evitar que las bicis nos atropellen. Lo trabajoso es que el metro llegue a tiempo para hacer la escala, y que en el trabajo las horas sean lo suficientemente largas como para que no nos importe el haber olvidado el paraguas, y por fin estar fuera de la oficina, aunque sea, así, mojados, cansados y con hambre. La recompensa será un asiento libre en el autobús.

Estar sentados dentro de un autobús mientras afuera llueve y adentro está calientito, el saber que eventualmente llegaremos a cenar, a ponernos la piyama, a meternos bajo las cobijas y a dormir, es lo mejor que existe.

Lo peor es saber que por la lluvia el autobús se va a llenar a reventar, que tendremos que soportar las bolsas de las personas que van de pie en nuestra cara, que muchos confundirán nuestras manos sobre el tubo del asiento de enfrente, con el mismo tubo del asiento de enfrente, que tendremos que tocar esas manos que antes tocaron un no sé qué que nos llena de asco y que, al racionalizar este pensamiento, nos damos cuenta de que, para el otro, también nuestra mano da asco, y mejor la quitamos con cierto grado de arrepentimiento por sentir asco de haber tocado su mano por accidente.

Entonces nos levantamos con cuidado pero a la vez abruptamente porque nuestra parada se acerca, esquivamos los cuerpos de los demás, sentimos sus ropas mojadas, nos despedimos del calor sucio que nos arrulló todos esos minutos de trayecto para que nos reciba de nuevo, el viento y la lluvia fría en el rostro. 

A veces así se llega a casa.

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Ellas

Génova, son dos.

Para llegar a ella se toma temprano el tren.

6:28 a 9:58 am. Puntual.

8:15, el Regional desayuna: el de al lado una galleta; la de enfrente, un baguette. Agua.

El vagón se apesta, suda y se complica aún más. Comienzan los dialectos.

De inmediato uno se sabe en otra tierra. El puerto recibe a los visitantes con una brisa que sonríe mostrando otra Italia. La Italia Norte de mar, la bronceada, la Todavía hasta ahí es alegre. Y que, en parte, así es.

El Liguria: belleza europea se presenta frente a los pies; el mar azul profundo se alcanza de inmediato. Las piedras la delatan: frialdad, es en lo que uno se sumerge entre cuerpos tatuados y espinosas bocas.

—Vámonos— dice mi amiga—. Esta gente está muy tamarra.

Entonces te muestran La otra puerta. Y uno pasa sin saber bien a qué va.

—Vivo en un lugar muy representativo. En el centro histórico.

Hasta ahí, el turista es ingenuo. 

Y lo tercero que dice la amiga es:

—Por cierto, en Génova no hay turistas.

Es verdad.

“Deep in the maze of the gritty old town, beauty and the beast sit side by side in streets that glimmer like a film noir movie set.”

Se lee en la guía que cargo, y que decido ni siquiera mostrar.

Aunque de nombre generoso, Génova Puerta, aunque generosa entregó a Europa América, aunque generosa recibe con gran brisa, Génova es ola que te acoge, saborea y escupe

o te mantiene medio vivo bajo un yugo de humedad malsana.

Edificios monstruosos. Modernos monstruosos. Voluptuosos cimientos de edificios monstruosos son la punta del iceberg de la Génova que no se muestra en el libro. Pacientes construcciones que cuidan sus laberínticos corales; los filosos Vicoli por los que no entra el sol: estalagmitas que deshuesan barcos bajo un histórico mar.

I Vicoli, las callecitas donde viven las putas, los inmigrantes, los olores. Y la amiga.

Evidentemente no iba a hacerla de turista.

Iba a ver la cara de las dos Génovas y de las dos “Val”.

—Val, conté cincuenta escalones hasta tu depa.

—¡Sí! Acá así es.

Dice la amiga, entre apenada y feliz por al fin vernos. Vive en un tercer piso.

“Val”, “La Val”. Valeria vino a Italia por segunda vez a estudiar periodismo, pero en realidad canta en una banda de inmigrantes. La amiga que hace ilustraciones, transcripciones y cursos de dibujo, acabó confesando a sus padres que no le interesaba la Universidad.

Sin discusiones. 

Ella lo hace bien, le sienta bien y está contenta.

Me costó día y medio aceptar a: la Valeria géminis, la Valeria dos Valerias, la Valeria que vino a estudiar, la que desertó y prefirió aprender a vivir. La Valeria segura y la Valeria insegura. La que escucha pero que, con tanta palabra, no escucha silencios. La Valeria, al fin y al cabo, valiente. Las dos, con V.

Las dos Génovas: la rica, bien vestida y decente que se pasea en yates y actúa en la tele; la Génova pobre y prostituta que de día o de noche se mea en sus estrechísimos pasillos. A la voluptuosa o a la famélica no le importa que vestida o desnuda se le observe, se le ignore o se le tome fotos.

La Génova en la que de día es Nueva York es la misma en la que de noche desembarca más de África. La Génova de la gastronomía es la travesti que en su mano te da de comer; la Génova que viste de oro es la misma que mendiga menos de un euro.

Con Génova no se juega

porque es la puta más grande,

la más rica,

la que te engaña mejor,

sería el cántico de los que se reconoce marineros por sus tatuajes borrosos y despiertan tirados en las calles a plena luz de día.

Al día siguiente, cuando por fin te vas, desde el tren te despide sonriente con un beso, te guiña el ojo, y tú le pagas aceptando que su sonrisa de mar del norte te engañó, porque Génova nunca será suave y, mucho menos, la linda mar del sur.

***

Génova, verano de 2015