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Alba

Emma Recchi

Hay mujeres que saben usar una bolsa, que no sólo es de diseñador, sino que lleva el nombre de una leyenda, como la Birkin Bag, nombrada por Jane Birkin, por la necesidad de un objeto que le permitiera cargar con todo. Otras, que saben peinarse, un moño francés o un buen cepillado y ¡voilà! Y no faltan aquellas chicas que, desde sus once años, los viernes por la tarde una señora las visita y les hace el manicure y pedicure en la cocina.

Pero existen las que saben hacer todo eso, y no por el papel que tienen que representar dentro de una película italiana, sino porque ellas nacieron para dirigir banquetes, no para cocinar; ellas fueron educadas para afirmar o negar con la mirada, y saber cómo hacer una entrada triunfal y no un fashion and be late; ellas se desmaquillan con Chanel.

Puede que no hayan heredado las perlas que la abuela compró en su último viaje a Mallorca, que usen el bisonte a escondidas de la sociedad porque ya no es políticamente correcto o que sueñen con entrar en el vestido de novia de sus madres, a pesar de las fatales hombreras y los nunca-más-vueltos-a-existir 58 centímetros de cintura, “Cuando tenía tu edad…”.

A veces, es el sonido de unos stilettos bien pisados; otras ocasiones, un perfume con un buen fijador, pero la mejor de todas es cuando sale un “Querida”, acompañado de una sonrisa.

Ellas son las mujeres de mi casa, de la calle y de la tele.

De vez en cuando… yo también soy una de ellas.

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Constanza

El sabor a cielo

Todos recordamos aquello que nos hizo voltear a ver al cielo y después al horizonte; una promesa de paisaje infinito y fantasías diseñadas por un objeto que veíamos se alejaba sin nosotros.

Voltear al cielo, sostener diez mil metros de altitud entre los dedos y jugar con aquello que no está. El avión se fue.

Imitar el vuelo del animal con ambas manos, pensar en lo que anhelamos pero desconocemos nos regresa los pies a la tierra y esas manos a los bolsillos.

Pero el horizonte, ese infinito que promete, que paraliza pero que insiste, se pone a nuestros pies cada que lo decidimos abordar.

El animal más poderoso de los cielos, el de pico amarillo y garras poderosas, el renacentista anhelo por planear sobre paisajes y esas ganas que permanecen en ti y en mí se cristalizan cuando nos montamos en él, en el horizonte y en el animal. Volar.

El dócil alado en tierra despierta como gigante cuando se pone en contacto con  el viento, sacude sus pliegues branquiales y comienza a dar bramadas, se levanta con tremenda dificultad y te dice en forma de ola en el estómago que ya no hay regreso.

El tímido animal que en tierra se deja guiar por pequeñas luces y ridículos banderines te reta con sus trescientos mil kilos a cuestas a que confíes y  a que guardes silencio y pongas atención porque en pocos segundos todo desaparecerá.

¿En qué momento un torpe y pesado se vuelve guía de esos anhelos que ayer pisábamos entre kilómetros de cemento?

Cruzar mares, romper acérrimas fronteras hacen que nos olvidemos de nuestra pequeñez y confiemos en la conjetura de metales y complicadas aleaciones y compartamos el sueño de volvernos águilas de metal con todos los que vamos ahí.

El artefacto alado que sobrevoló en nuestros dedos y se perdió en el horizonte marcó para algunos los sueños de infancia en tardes que caían como estrella fugaz;  una estrella que ahora de noche hemos abordado, una estrella que nos dejó probar el sabor a cielo.

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Constanza

Tormenta

Yo no sé si en ese mar hay tiburones, pero lo que vi y no pronuncié parecía serlo.

Se que por la mirada del lanchero y el silencio de mi padre que todos nos hicimos los locos.

Abrimos una cerveza.

Nunca volveré a pisar una lancha como aquella, con un pequeño toldo, una gran hielera y apenas dos tablas para tomar asiento. También sé que a los veintitrés se ve todo, incluso el peligro, tan lejano como se veía el buque de petróleo desde la orilla del mar, lejano e incluso, inalcanzable. Pero ese buque de frente y tan lejano como pequeño entre mis dedos se volvió un gigante de acero que pronto desapareció a mis espaldas y develó otro par aún más lejanos a nuestra vista. Nos adentramos a mar abierto. Ahí, con mis diminutas chanclas bajamos a la boya del primer indicio de arrecife coralino que irrumpe kilómetros después en una bella isla llamada la isla Lobos. Es pequeño punto de arrecife contenía peces de colores tan brillantes como diminutos y lo acompañaba una boya de cemento donde los lancheros, como nosotros, se paraban a resistir las tormentas. Y justo ahí, venía una.

Por suerte el lanchero la reconoció

-le daremos la vuelta e iremos a tras de ella.

Sin llorar, pero con muchas ganas de hacerlo miré sonriente a mi padre.

Recordé las aventuras del viejo y el mar y me vi a mí misma como portada de libro o encabezado del día siguiente. Decidí confiar en lo que tenía delante de mí: el lanchero.

Entonces arrancó el motor, ese tan pequeño que nos salvaría del edificio gris que se movía hacia nosotros.

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Alba

Los pelos de la escoba

Una cosa son los pelos después de cepillarme el cabello al salir de la ducha, que jalo del cepillo de madera, hago un nudo como lo hacía la Antonia, pero otros son los que se enredan en la escoba.

Los odio.

Están ahí muertos, sin nada más qué hacer que esperar el momento que llegue la escoba y los “recoja”, porque no los limpia, se enredan, se pegan, se van entre las cerdas.

No me dan asco, simplemente detesto que no tengan otra función más que estar ahí.

Al menos el polvo tiene la función de ensuciar y de hacerme estornudar, pero los pelos, míos, tuyos y de todos nosotros, solo se quedan ahí quietos.

Sin embargo, son los perfectos delatores que estuviste aquí.

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Alba

Abrazo en pandemia

“Alba, necesito un abrazo”

¿Cuántos mensajes así no hemos recibido? ¿Cuántos besos no hemos enviado?

He visto que se abrazan con un plástico de por medio, yo he vuelto a enviar besos voladores como me enseñó mi tía Ceci, pero abrazos ¿voladores? aún no, tampoco me animo a abrazarme y ver mis brazos cruzados en una pantalla.

Es cierto que no soy de abrir mis brazos y véngase para acá, pero, como siempre, la idea de la ausencia los hace querer más.

Ayer di un abrazo de esos que te cortan la garganta, de esos que te ponen los ojos llorosos, pero de esos que si no los das y recibes, se muere un koala.

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Constanza

La vida en bici

Las que andamos como si la vida fuera completamente nuestra somos un espécimen extraño . En mi caso ríen cuando bajo y camino, pero cuando subo las piernas se llevan el espectáculo, cuando voy demasiado rápido se me quedan viendo. Apuesto a que las circunstancias de nuestro paso en bici deben cambiar.

En mi caso, cuando el semáforo está en siga, imagino, lo que sobresale es lo curioso que ando; una asmática en bici cuando tiene prisa va más bien paseando y carga su medio de transporte para cruzar Viaducto.

Hay una palabra que me perturba y que solamente se aparece cuando tomo la bici.

Y es que la palabra culo nos asusta. Pero para alguien que va en bici se convierte en algo aún más natural. Una bici, es más, debería de tener sus advertencias.

-Se te verá el trasero! Una frase seguramente pronunciada por la tía que bebe té con la abuela octogenaria debería venir en el ticket de compra.

Lo primero que se asoma es el bolsillo roto, el asiento remendado, la falta de una mochila que lo cubra. Lo que en realidad sucede es que el culo se pega al asiento y, además, ¡lo subes y lo bajas! la gente ve tu culo y tú ves el de ellos.

Es indignante que te lo vean, pero, vamos, uno no puede evitarlo.

Ya para cuando vas en el primer semáforo piensas en la palabra que lo nombra.

¿Cuántos nombres tiene?

¿Cómo se verá el mío?

¿Verán los dobleces de mis jeans o se indignarán por mis faldas shorts con los que engaño a todos en Insurgentes?

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Alba

Receta visual

No sé cada cuándo llegan los correos del NYT Cooking, que estoy segura de que fueron hechos para ver y decir: se ve delicioso y no tan difícil.

Mis dos hermanas tienen el gusto, la facilidad y el gen de la cocina, yo en cambio, tengo el gusto por tener hambre todo el tiempo y la facilidad de llenarme al tercer bocado.

Sábado por la noche, scroll en Instagram, mientras veo una película argentina de un pintor y su galerista, y sonrío mientras los escucho mandarse mutuamente a la reverenda mierda.

Paro en una foto, luego Constanza me manda otra, y eso fue todo. Doy una vuelta visual por mi refri y recreo una mezcla de lo que puede ser mi desayuno.

Ingredientes

2 o más fotos de platillos que se le antojen y suponga tener algunos de los ingredientes.

No ir al supermercado, ni al Oxxo, resígnese a lo que tiene.

Se vale suplantar uno por el otro, ya sea por la forma o por el color.

Preparación

Vea las dos o más fotos, juegue con ellas, que los colores y ubicaciones sean similares, para que al menos le sepan como las vio.

Ahora sí, sírvase, pero antes no se olvide de la foto, la mía no se fue a Instagram porque salió muy mal, la foto, ya que mi receta fue un éxito.

Provecho.

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Constanza

Lo que la pandemia ha hecho de ti

Leo un texto sobre “Aquello que la pandemia ha hecho de nosotros” y refleja todo lo político que uno pudiera llegar a ser.

Para muchos, leo en otras revistas, ha sido caminatas nocturnas, enterarse que serán padres, deshacerse de sus viajes en avión.

¿Qué ha hecho de mí?

Me pregunto a mí misma con la intensidad con la que algunos se lo hacen a la política.

¿Qué he hecho de mí? Querrás decir.

Respondo a la pregunta que alguien entre silencios me hace en un chat.

Ayer fui una bicicleta con la que redescubro me gusta el viento a mucha velocidad y con música. Ritmos que no incluyen personas sino sólo a mí misma bailando con ruedas de la ciudad que me circundan.

En la noche estoy postrada dialogando con mi cuerpo.

¿Qué he hecho de mí? Me pregunto sosteniendo un inhalador.

¿Conocen inquilinos que siempre cierran las ventanas ante la inminente ventisca y que ponen cruces de masking tape en los ventanales cuando se avecina el huracán?

Mis pulmones son los únicos que se niegan a responder a la pregunta que se vuelve sesión de psicoanálisis entre amigas.

Y casi los escucho bajar presurosamente las persianas.

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Alba

Aquel cajón

Ya no recuerdo con exactitud los detalles, formas y telas que hay dentro del segundo cajón.
Sí recuerdo los reflejos, los perfumes y claro, algunas historias de cuatro paredes.
Los tengo en dos colores, la mayoría en uno que remite a lo serio, pero no, va más allá.
Hace muchas noches que no me doy el tiempo de acomodarlos, por color, por forma, por razón.
El de hoy es negro, con un ligero encaje. Es digno del verano, que, si estuviera en otra latitud, sería perfecto para ir después a la playa.
¿Bajo qué lineamientos los puedo ordenar? O me lanzo al azar, a meter la mano el día que toque y que salga el primero en enredarse entre mis dedos.
El segundo cajón ya no se abre diario, no tanto porque se dejaron de usar, sino para que se guarden las historias que se quedaron en puntos suspensivos, los olores de aquellas noches de
lavanda y los días de té negro con bergamota.

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Alba

Navidad sin ella

Hay noches que son ideales para llorar sin que nadie te vea, incluso tienen lugares precisos en los que te puedes esconder y disimular los sollozos o culpar a los olores.

            Los recuerdos atacan.

            Un reloj descompuesto, un suéter que me regaló y una chamarra que sólo ella pudo haber escogido. Pero mi papá lo hace por ella, porque así le hubiera gustado.

            Aguanto las lágrimas.

            La mesa está lista, la música también; la comida la probé una noche antes y estaba deliciosa.

            “Seguramente te estás pintando las uñas de rojo”, me dice Ale, mi hermana, por teléfono desde Barcelona, y me pide una foto de mi vestido. Este año no me tomé una sola fotografía; me faltaba algo, ¿los aretes? No logro recordar cuáles fueron los que usé. Hay una selfie de mis ojos en la que, según yo, estaba maquillada; pero, no, parezco una criatura de 12 años.

            Antes de que hubieran muchas risas porque mi abuelo casi comete el crimen más grande de la historia de la Navidad: dejar caer al niño mientras lo arrullaba; comencé a recoger las huellas de la cena, dispuesta a dejar que mis ojos se humedecieran como cada 24, desde hace ya varios años.

            Pero no fue así, otra persona lavó los platos, yo sólo los recogí.

            A las cuatro de la mañana me despertó el dolor crónico, ese que me había dejado un par de años, pero que regresaba porque tenía un pico que cumplir. A veces, la impotencia se convierte en lágrimas. A veces respiro… y otras veces sueño con ella en su sala, con la mesa china y las copas rojas.