En las mañanas, a veces, antes de que suene el despertador, y si aún sigue oscuro, al menos en mi recámara, recorro con mis pies sin calcetines, porque así lo dicta el clima, el ancho de mi cama y disfruto ese frío de la sábana aún sin tocar.
Trato de recuperar algún retazo de sueño o incluso de regresar y volver a estar ahí. Si no tengo puesto el antifaz, lo busco con la mano izquierda en el buró y es como si me vistiera de nuevo, pero no con la pijama, sino con el sueño en standby.
Si es un buen sueño, me sigo, al contrario que, si es producto de mi ansiedad o de un asunto sin resolver y solo ocasiona un despertar rápido y sin estiramiento, y olvídate de las tres gracias de la mañana.
Sigo buscando las partes frías, sigo soñando, pero una parte desea con muchas ganas que haya alguien en la cocina, poniendo agua para hervir, sacando el filtro, el café, el azúcar, preparando el ritual, el plato cuadrado de cerámica con orillas de ladrillo, la cucharilla que está a punto de perderse (solo me quedan dos), y, si estoy de suerte, un pan con dulce de leche.
No está.
Estoy yo, salgo y veo a mi sol entrar por el balcón, lo saludo cuando abro la ventana, respiro de esa luz, me doy media vuelta y me preparo mi café.
Bonito día.