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Victoria Montemayor Galicia

Una noche invernal en París

La noche era clara, sin bruma, no tan fría para ser invierno en París. El cielo en azul marino refulgía de estrellas. Ese día mi amiga Ceci y yo habíamos recorrido el museo de Picasso y Delacroix. Habíamos comido pastelitos de manzana con cereza, habíamos surcado calles angostas y empedradas en la Ille de la Cité que invariablemente nos llevaban a la rue du Cloitre Nôtre Dame, y asombradas como niñas que descubren un tesoro, nos habíamos maravillado de la majestuosidad de la Catedral a un costado del Sena. Fuimos a un carrito de baguettes, pedimos dos de tres quesos en nuestro pésimo francés, y fuimos a sentamos en una banca en la plazuela frente a Nôtre Dame para admirar el crepúsculo, la magnificente construcción y el colorido rosetón. A la distancia, los inexpresivos apóstoles de piedra nos observaban y las inocentes gárgolas parecían querer asustarnos.

Habíamos llegado a París en una fría y nublada mañana del 30 de enero del milenio que comenzaba. Aquel año la Torre Eiffel centelleaba con la cifra luminosa en medio de la noche. Cruzábamos el campo Marte, y yo caminaba maravillada y alegre por debajo de la Torre. Íbamos rápidamente mi padre, su mujer, una amiga franco-chihuahuense y yo. Aquella noche era 5 de febrero y había una recepción en la Embajada de México para festejar, y tuvimos la suerte de comer antojitos mexicanos, beber tequila, vino tinto y champagne. La noche tenía su propia alegría. Mi amiga y yo no dejábamos de observar la Torre desde el ventanal, los mariachis cantaban, las risas y el murmullo de franceses y mexicanos llegaba hasta nuestros oídos. De repente, mi padre se acercó y nos dijo: “¿Ya vieron quién está ahí?” Ceci y yo volteamos la cabeza, y en medio de unos trajeados caballeros, sentada en una silla de terciopelo rojo se encontraba ella, La Doña. Vestida primorosamente de terciopelo negro, su cabello largo, su suéter de cuello alto, su maquillaje, su lunar, su ceja, sus perlas, sus anillos, la elegancia y el porte con el que todos la recordamos. Nos miraba desde lejos sabiéndose importante, sabiendo que era ya una leyenda, un ícono, un ornamento en aquella cena.

La cena terminó y nos dirigimos al estacionamiento para pedir el carro. María estaba abajo con su abrigo de piel, sus guantes negros y sus joyas. El chófer vestido de gris (o ¿era azul?) la esperaba ya para ayudarla a subir a su Roll Royce ─¿azul o gris?─. Mi padre y la tía Águeda nos dijeron: “Díganle adiós”. Y entonces movimos las manos como si fuera un breve homenaje a aquel personaje que era una leyenda en sí misma. María volteó y con un rostro infantil y su maravillosa sonrisa nos decía adiós.

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Fatima Jaoui

Veranos Lejanos

Dejé de viajar a Marruecos después de ir allí todos los veranos cuando era  joven.

Ir a Marruecos siendo niña es una bonita aventura, ese era nuestro ritual de cada verano.

En ese entonces estaba muy feliz de ver a mis primas y regalarnos ropa para que pudiéramos vestirnos igual.

Había una sensación de generosidad en nuestros viajes.

Íbamos a divertirnos con nuestra familia y compartir risas agradables. No tenía que preocuparme por nada ni enterarme del drama de los adultos.

Recuerdo jugar con piedras, palos, botellas de plástico y sentir que estaba en la cima del mundo.

Cuando era adolescente comencé a notar los choques culturales entre mi vida en Francia y los intensos dos meses al norte de Marruecos con los marroquís. Empecé a temer ir.

Primero tuve que lidiar con los estereotipos asociados a los norteafricanos que viajan en automóvil a Marruecos.

Tuve que soportar cómo los españoles se burlaron de nosotros y llamaron camellos a nuestros coches porque estaban llenos.

Los europeos se burlaron de nosotros todos los veranos en la televisión y en los periódicos con caricaturas o dibujos animados.

De adolescente me avergonzaba que esa fuera la historia que tenía que vivir.

La historia de personas sin educación con un francés roto que acumulan souvenires vanos y baratos para llevárselos a sus familiares. Me enojaba porque yo era parte de esas burlas por mi historia cpor  mi nombre, por dónde vivo y por cómo es mi apariencia. El flagrante racismo francés fue difícil de digerir y especialmente de adolescente.

Como adolescente, también comienzas a enfrentar el sexismo y las opinionesno solicitadas. Los hombres de la familia solo dirían cosas para lastimar y matar tu inocencia. Además, usaban reglas religiosas inventadas. Los hombres extraños nunca pierden la oportunidad de hablar mal de uno.

Desde adolescente nunca me he sentido tranquila en la calle. Siempre hay un riesgo. Como adolescente, perdí la inocencia de poner la ropa que quería sin sentirme juzgada. Incluso si tratara de cubrir cada centímetro de mi cuerpo, los hombres encontrarían maneras de lanzar un comentario malo. Un verano, mi prima con quien estaba disfrutando mis vacaciones se casó por arreglo. Simplemente me sorprendió cómo mi tío descartó la opinión de mi prima y aprovechó los días que no estuvimos juntos para atraparla y cerrar el trato de su dote. Mi padre nunca hubiera permitido que eso le sucediera a ninguna de sus hijas. Nunca entendí cómo mi padre podía estar relacionado con mis tíos y tías. Era el día y la noche, la luz y la oscuridad.

Después de eso, me cansé mucho de ir a Marruecos y enfrentarme a silbidos violentos y vergüenza en las calles me dio tanta ansiedad que ya no valía la pena. Para mí, fue más una tortura que verdaderas vacaciones. Quería ir a lugares donde me sintiera segura y donde no me molestaran estos hombres sexualmente frustrados. Como adulta, volví dos veces. Han pasado casi 10 años desde la última vez que puse un pie en Marruecos. Quería volver en 2020 pero sucedió lo del Covid. Sé que no volveré durante el insoportable verano. Iré a visitar la tumba de mi papá cuando pueda. Ahora, él es el único que puede hacerme volver después de esta larga ausencia elegida.

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Sarahí Bañuelos

Querer de nuevo. I LOVE Nueva York.

He escuchado decir que el tiempo lo cura todo, que un corazón dolido poco a poquito va retomando su latido habitual con el paso del tiempo (alerta de spoiler) encontré una mejor opción: viajar.

Una de las cosas que he aprendido más tarde que nunca, es que las personas nos vamos construyendo con nuestras decisiones diarias y eso fue precisamente lo que pasó. Tiempo atrás ya había estado el pensamiento fugaz de regresar una vez más a la jungla de concreto, la ciudad que nunca duerme: Nueva York.

Llevaba ya unos meses diciéndome a mí misma que no tenía el corazón roto, que somos las consecuencias de nuestras decisiones y aprendiendo que la honestidad es una virtud de doble filo que no siempre trae finales felices.

La realidad era que estaba pasando por un duelo amoroso, viviendo frustración laboral y añorando tener las respuestas a la pregunta ¿Qué quiero hacer de mi vida? Recordé una vez más la frase: “Un clavo saca a otro clavo”, si se trataba de querer de nuevo, decidí que quería a Nueva York; sola, con el intento de encontrarme a mi misma en medio del caos y la adrenalina. Y así fue.

Una semana increíble, que desde la llegada al aeropuerto la ciudad me recibía con un I      NY, y así lo sentí. Mi primera vez en un hostal, mis viajes en el metro, todo se sentía natural y libre. Tomé mi tiempo para hacer un itinerario de los lugares que quería recorrer, compré el pase por las atracciones de Nueva York y empecé la aventura.

Sentí las luces de día y noche en las pantallas de Times Square, recorrí las calles con las innumerables marquesinas de sus teatros. Quedé hechizada con la obra de Broadway Harry Potter and the Cursed Child.

Comí en los jardines de Bryan Park, me vi reflejada en una exposición sobre el viaje de la Mariposa Monarca en la hermosa biblioteca pública.

Hice nuevos amigos durante el tour por Harlem, nos tomamos fotos en el estadio de los Yankees y en la Uniesfera de la famosa escena de la película Hombres de Negro en Queens; cruzamos los 3 puentes que conectan a la ciudad, comimos pizza en Williamsburg mientras admirábamos los brillantes murales de sus paredes.

Aprendimos sobre la comunidad judía ortodoxa de Satmar en Brooklyn y la historia de la gran mujer Emily Warren Roebling quién termino la construcción del puente de Brooklyn.

Admiré el atardecer y la caída de la noche desde el Top of the Rock, uno de los miradores 360º de la ciudad.

Tomamos unos tragos en Rudy’s en Hell’s Kitchen. Pedaleamos por Central Park, donde añore tener una boda como Blair y Chuck de Gossip Girl frente a la fuente, recordé la fuerza de la palabra Imaginar en el memorial de John Lennon de los Beatles; me cruce con una ardilla justo como en la película Encantada, escalé la escultura de Alicia en el País de las Maravillas (Para ello fue hecha, para interactuar) y desayuné en unos de los tantos jardines que encierra el parque.

Visité el MOMA, donde pude nutrirme de fantasía con obras de Remedios Varo, Picasso, Matisse, Monet. Compré un delicioso sándwich en el Chelsea Market y lo disfruté con la increíble vista desde Little Island. Caminé de principio a fin The High Line en Hudson Yards para llegar a The Vessel y después subir a The Edge, otro de los miradores que te deja sin aliento con su plataforma de cristal, donde se puede ver desde las alturas, como pasa la ciudad bajo tus pies.

Me divertí tomando selfies con Miley Cyrus, Bad Bunny y Audrey Hepburn en el museo de cera. No pude más con el cansancio y terminé por dormir durante el recorrido en bote por las luces de la ciudad, ya que la lluvia y la niebla no permitieron admirarla adecuadamente; aunque rescato que ver la estatua de la libertad de manera fantasmagórica tuvo su toque único.

A pesar de la lluvia, pedaleé por el puente de Brooklyn y fue mágico. Subí al Empire State, una vez más, quedé anonadada por las vistas de una ciudad tan diversa, abierta e inquieta.

Me maravillé con el MET, es mucho más grande de lo que imaginaba, cada una de sus salas, te transporta: arte egipcio, medieval, bizantino; una exquisita y variada selección de pinturas europeas, arte moderno y la tan esperada exposición: In America: A Lexicon of Fashion, un paseo por la moda en las palabras que definen lo mucho que aprendí en este viaje: gratitud, apreciación, conciencia, maravilla, encanto, autodeterminación.

Después de mucho tiempo por primera vez, hice oración, abrazada de la paz que transmite la catedral de San Patricio.

Tal vez es como dice mi canción favorita de Elsa y Elmar: “Voy a estar bien, a la deriva, pero de alguna manera ya me lo esperaba… Voy a estar bien…vas a estar bien… vuelve a ti mi amor”

Y adivinen qué… en ninguno momento sentí el corazón roto, me sentí viva, con la magia de viajar, disfrutar el aquí y ahora con mi historia siendo parte ya del corazón de Nueva York.

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Sac-Nicté

Opción de título 1: Una mujer tomada de la mano de un adivino

Opción 2: Hipótesis y sueños

Supongo que la culpa es de Arráncame la vida. Gracias más a la película que al libro, mi necesidad de que me lean las cartas del tarot en cada lugar que visito se disparó en Puebla, a los 18, 19 años. Ahí, acompañada de mi mamá, elegí un local de vibra sospechosa en el centro en el que una señora con el cabello corto y pintado de rubio hizo exactamente lo que yo esperaba: «adivinó» mi futuro. Luego descubrí que el tarot es otra cosa, y a un lado de la Tabacalera en Madrid una señora que se parecía a mi abuela hizo exactamente lo que yo no esperaba: explicarme que nos enamoramos también de las ciudades y grabarme en la cabeza y el corazón un poquito de fe tejida con mis destrezas.

Ahora estoy en Santiago, Chile, y la ciudad está repleta de volantes que anuncian lecturas de tarot y prometen amarres excepcionales. Desde la primera vez que salgo del metro pienso que no quiero caer en una lectura que será como la de Puebla, falsa y predecible, pero me pregunto si de verdad me iré del país abandonando mi tradición.

Es mi penúltimo sábado en la ciudad, ha sido un día horrible, hace tanto frío que me duelen las costillas cuando respiro y sólo quiero encontrar un par de aretes bonitos en Lastarria y volver al departamento. Camino entre el gentío cuando me jala una mirada como me atrapan las pinturas en los museos. En el piso, sobre un par de libros, en un cartel viejo, alcanzo a leer la palabra «tarot». Le pregunto el precio a este hombre que a todas luces es más joven que yo, me pregunta si quiero cartas o quiromancia y ni siquiera lo dudo: elijo esa antigua clase de adivinación con la que sólo me he encontrado en mis libros de Harry Potter y en las «gitanas» que rondaban la primaria en la que estudié, buscando, decían las malas lenguas, niños para secuestrar.

Acordamos el precio y me pide que caminemos al fondo de una plaza que yo no había notado. Siento la punzada de la prudencia en el estómago y pienso que tal vez debería pedirle que no nos alejemos tanto de las personas, pero la posibilidad de la aventura me llama más.

Me sentaré frente a él, con su libreta en mano y sin carga en el celular, esperando que sea de nuevo una farsa, que me diga algo ridículo sobre alguien inexistente que está enamorado de mí, pero hace exactamente lo que no espero: en mis manos leerá mi vida como si se la estuviera contando, medirá mis palmas y mis dedos y calculará con la precisión de un cirujano el momento adolescente en que empecé a ser yo y la edad que tenía cuando llegó lo que él llamará una y otra vez «la crisis», la misma que yo he llamado durante casi siete años «mi mayor breakdown».

Sé que no volveré a verlo y me despediré de él, atravesaré la calle y escucharé a un par de jóvenes cantando Help. Desearé quedarme para escuchar todo el concierto, pero sé que tengo que correr para escribir antes de olvidar esto. Empezaré a pensar en la estructura de este texto mientras atravieso desesperada calles que ya sé de memoria y que no debería recorrer porque me han dicho una y otra vez que es peligroso.

No importa.

Bajaré corriendo las escaleras del metro, habrá un señor pidiendo dinero y mientras busque desesperadamente monedas chilenas, un billete saldrá volando y sé que será para él. Saldré de la estación Santa Lucía, caminaré dos cuadras, entraré saludando al edificio, pediré el elevador, llegaré al departamento, encontraré la llave al fondo de mi mochila, lo aventaré todo con descuido y finalmente comenzaré a escribir.

Pero ahora, en esta plaza escondida en Lastarria, en la que el frío repentinamente ha bajado y ya no me lastima, Mirko me mira a los ojos y me dice, mientras descanso mis manos en las suyas: «Sac-Nicté, tengamos una experiencia maravillosa».

Todo lo demás, diría Louise Glück, son hipótesis y sueños.