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El ritual de los domingos

Los domingos por las noches, antes de prender la serie de moda de HBO, me arremango las mangas y comienzo una charla con los seres vivos que se han animado a ser parte de mis días.

En el pasado, recuerdo haber tenido unas violetas y un bambú. Ahora, la nueva violeta se fue a recuperación a casa de mi mamá y el bambú vive en una historia de cuando me vine a México, una tía se lo quedó.

No la pienso mucho, porque si no me entretengo con nimiedades del celular, así que mejor comienzo por las más recientes, la de Alan que vaya que es una diva, la de John que es una coqueta, sigo por la de Constanza, altanera como… a veces puede ser su lado italiano.

Paso por mí guerrera, la única que tiene nombre: Kylie Kardashian. Mi hermana la bautizó, yo solo le digo que gracias a Kylie, mi mamá y mi papá (ambos ingenieros agrónomos) volvieron a tener fe en mi cuidado de plantas, después de varios intentos de resurrección de un bonsái y quién sabe qué otros seres que se dieron por vencidos.

Luego siguen las reinas del hogar: las orquídeas, las cuales llegaron en momentos de cambios: de mi cuerpo y de mi casa, una es morada y la otra es amarilla y son las mejores modelos cuando quiero descansar la vista y admirar mi paisaje personal a lo Georgia O’Keeffe.

Ya casi terminando paso por las que no se fueron a Canadá: un niño con la cabeza verde y unos libros con mucho aire en medio, y dejo al final las grandotas que me regaló mi tía Ana que le canta o regaña a sus plantas. Yo aún no llego a esos niveles de relación, por el momento, me limito a decirles que gracias por vivir conmigo, por darme ese verde que tanta falta nos hace y que ojalá les siga gustando mi compañía.

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El aire de otoño

Lorelai Gilmore me enseñó tanto de la cultura pop y particularmente a estar muy atenta a cuando llega, al menos en nuestras coordenadas: el otoño. 

Hay un capítulo que despierta a su pareja, para salir en medio de la noche a esperar esos minutos previos de cuando llega la primera nevada, porque –según ella– huele los copos de nieve que están por caer. 

Tengo ya un par de años que estoy atenta al viento, al aire, a ese frío que es distinto al fresco, porque es cierto, hay un instante que llega y me estremezco. A la señal de cambiar los rompevientos y los abrigos ligeros, por los gruesos y sacar los suéteres de poco a poco. 

También es el momento de abastecerse de té, de sacar las colchitas para leer entre la cama y los sillones, de despedirse del pan de muerto y esperar con ansias la Rosca de Reyes (de preferencia sin frutitas). Pero más que nada es el aviso que ya pronto será Navidad y en unas semanas estaremos corriendo, así que disfrutemos del primer surazo, como dicen en mi paraíso tropical.

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Mérida, octubre, 2021

No deberíamos darnos cuenta que necesitamos vacaciones cuando estamos enfrascadas en una charla sin fin a las 12 del día mientras disfruto una pitahaya o cuando decidimos meternos a la alberca un miércoles a las 11 de la mañana.

Crecí en el trópico, por lo que el calor me trae recuerdos de casa, de agua de limón a la hora de la comida, cambiarse el uniforme y vestir algo más fresco y a mi gusto, leer el periódico mientras mis papás hacían siesta y mis hermanas, creo que también.

Adriana me dijo que fuéramos al club a comer y qué encanto estar con alguien como ella, realizada, sin rencores y feliz, con una infinidad de temas para platicar, tantos, que una tiene que volver al tema del desayuno porque de estar en mi paraíso tropical en Bolivia, regresamos a México, haciendo una breve parada de historias en Nueva York, y de las lecturas que ocupaban mis momentos más que libres: un libro de crónicas y otro sobre las maternidades (¡soy tía!).

Mérida es una ciudad para irse sin señal en el celular, olvidarse de los lugares turísticos, dejarse llevar por la lluvia o la sombra del día, es un lugar para ir tomar el fresco y darse cuenta que tenemos que parar, sentir como esas gotitas incómodas de sudor bajan… y respirar.

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Flores

Son casi las seis de la tarde y llego al depa después de ir al trabajo, vengo cargando la bolsa, el abrigo, el paraguas que no se usó y como todas las mujeres, hago malabares para encontrar las llaves, porque no quiero soltar las flores.

Abro la puerta y lo primero que veo son las flores de hace una semana, y sonrío porque traigo otras más. Dejo mis cosas y comienzo un ritual no tan reciente, pero que disfruto, de quitarle las hojas y ponerlas en un florero y escoger algunas para la ventana de la cocina y alegrarles la vista a las vecinas.

Mi abuela decía que las amarillas dan suerte, porque así lo escribió Gabriel García Márquez; mi mamá es lo primero que ve que falta en un lugar, y yo puedo contar con los dedos de una mano las veces que un chico me ha regalado flores, sin embargo, me faltan manos, para enumerar las veces que mis amigas, mi mamá y mis hermanas, me han regalado flores.

Y ya con el florero en mano, viendo cómo se pone la tarde, me paro en seco por un segundo y me llena de orgullo saber que yo me compro mis propias flores.

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Pestañitas

Sentada al filo de su cama, con su neceser gris de Lancôme, veía a mi abuela. El cuarto lo recuerdo oscuro, pero entraba la luz de la mañana a través del enorme ventanal de las escaleras. Y allí estaba ella, pintándose las pestañitas, primero se las enchinaba con el abrecartas en forma de espada con mango de madera, si mal no recuerdo, que pertenecía a mi abuelo, y ella maquillándose, de ratos tomando sorbos de su jugo de naranja en esos vasos color… oxidado.

Era su ritual, su manera de comenzar el día, como de muchas mujeres. Algunas, como Reyna no pueden salir sin los labios pintados, otras como Liliana, sin las sombras de ojos, o Constanza, sin el delineado que ha sobrevivido días de pandemia en casa.

Pero sigo viendo a mi abuela, sentada, haciéndose pestañitas como ella decía, para abrir sus ojos, para ver y sentirse mejor. Luego de pintarse, agarraba su peine verde aguamarina, de dientes anchos y se arreglaba o desarreglaba los chinos platinados, cogía su bolsa, negra casi siempre, y una mascada impregnada en Paloma Picasso.

Heredé unas pestañas largas y de aguacero, con unos ojos grandes. No tengo el abrecartas de mi abuelo, pero si una cucharita de casa de mi mamá y espero algún día tener una cucharita con más historia. 

Hay días y días, pero nunca nos olvidemos de nuestras pestañitas.

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La taza de las plumas

De chica usé los 12 colores obligatorios, con el gris del lápiz y como gran paso a la pubertad con las plumas azul, roja y si eras muy atrevida, una negra. Sin embargo, recuerdo con mayor satisfacción la caja de 24 marcadores de mi papá, y en particular el amarillo, todo manchado, porque ilusa yo, no sabía que, si lo usaba para colorear sobre algo cercano al granito del lápiz, ya quedaba manchado por siempre, y lo peor: la prueba que los había usado, probablemente sin su permiso.

Pero hubo un momento donde podías usar todos los colores que querías, incluso dorados y plateados, con brillos, con aroma y una textura –según la marca– de gel, que seguramente la manuscrita la hacían ilegible, pero también coincidió con el acto disruptivo de escribir en imprenta y fue cuando volví a dejar los colores y me centré en los establecidos azul y rojo.

Hasta hace muchos años usé una azul, la más cercana, la que aparecía en mi bolsa, en mi buró, en el escritorio de la oficina o enredada en mi cabello.

Pero hace unos días, tuve el placer de escribir mi nombre Alba, Albita, Mercedes, A (mi rúbrica, porque una llega a ser adulta y tiene que aprender en menos de cinco segundos cómo rubricar), y unos corazones y estrellas, con 21 colores que me causaron muchas sonrisas y obvio acerqué mi nariz a la hoja por si aún olían a eso: escribir con colores.

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Nuevos comienzos

Perdí mis pocos esmaltes de uñas que me acompañaron durante la pandemia sin un manicure decente, tiré un cepillo de dientes como si así pudiera dar borrón y cuenta nueva a una persona, escondí en lo más profundo de las bolsas de la mudanza un par zapatos, como para que se perdieran casualmente, encontré varios lápices cumpliendo una función de separador de libros, con historias y ensayos que debo retomar, abracé mucha ropa a lo Marie Kondo, agradecí lo hermosa que me hicieron sentir y ver, y deseo que hagan lo mismo con las personas que ahora la usan.

Fui por flores, porque he aprendido que las flores no llegan, hay que ir por ellas, y mejor si son amarillas. Estoy conociendo los pequeños triángulos de las Bermudas que hay en mi nuevo espacio donde la señal de wifi falla un poco y las horas en la que la luz es una gran compañera para leer o no tan amigable para escribir en la laptop. Escuché una pelea gatuna, maullaban tan fuerte, que me dio envidia, por unos segundos quise gritar y sacar las malas vibras.

Debajo de las sábanas, siento poco a poco cómo sale el sol y me quejo internamente porque no me deja seguir soñando, pero, hace unas mañanas me ayudó a salir de un sueño donde había fuego, pero todo bajo control, según yo.

Los nuevos comienzos inician con vasos de jugo de naranja que se tiran porque no sé medir el espacio, darme cuenta que no puedo usar el microondas para preparar palomitas, al mismo tiempo que prendo la tetera eléctrica; pero tienen un balcón y un sillón donde puedo escribir y leer, con gafas de sol.

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Gatitos

Recuerdo la primera vez que tuve un gato sobre mi regazo, fue Charlotte, cuyas finas y delgadas garritas cruzaban por primera vez mis jeans. Me quedé fría, estática, y sin saber a ciencia cierta qué hacer. Y desde entonces, ella manda, yo solo rindo pleitesía y la saludo como la Majestad que es.

En una ocasión me dejaron sola con dos gatitos, entre ellos Charly, y ahora, el animal enjaulado fui yo, me sentí más observada que al salir en vestido cerca de muchos hombres. Me quedé callada, por suerte estaba en una silla alta, pero eso no limitaba que volaran y se sentaran. No pasó, pero lo pensé. Tampoco me quise parar, por no molestar la relativa tranquilidad del momento.

Cada vez que llego al reinado de Su Majestad, la saludo primero a ella, la busco, para que sepa que estoy a sus órdenes. Más que miedo es respeto. Ella realiza su entrada triunfal, claramente no me ve, no soy de su interés, pero me hace saber que ella está ahí. Pasea cerca de mí y de pronto toma posesión de su reina madre, señal que ella es la que importa. Jamás pelearía su amor por ella. El nuestro es diferente, es de hermanas de vidas pasadas.

Sentada sobre el regazo de la reina madre, me mira con desaprobación porque le quito tiempo con ella, pero con los años me acepta, mas no me quiere como el más pequeño: Bebeto, quien ha comenzado por olerme hasta los dedos de los pies y seguro pensó: ella me gusta. Es más, ya le dijeron que soy su madrina, y él aceptó, al mismo tiempo que yo me tomaba otra loratadina.

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Huele de noche

Tengo el presentimiento que antes del amanecer se cambia de lugar o que juega a las escondidas. Que no quiere ser visto y menos arrancado.

Cuando lo encuentro quiero ponerle una seña, recordar el lugar, pero prefiero la sorpresa, la emoción que de pronto me envuelvo en un olor que me traslada a viajes, a personas y creo que, en unos años, me llevará aquí, a esta pandemia, a las caminatas nocturnas, que terminan con un té y la luz de la pantalla del celular.

Camino unos cuantos metros y el olor se desvanece, volteo y ya no está, regreso y no es lo mismo, la emoción se evaporó.

Sigo caminando, tratando de recordar dónde me paré y sonreí por tener otro lugar, otro secreto.

A la noche siguiente me dispongo a buscarlo otra vez, pero creo que lo mejor es toparnos por unos segundos, parar el paso, dejar de pensar, solo oler y sonreír.

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Ritual de amor propio

  • Una vela, de preferencia que huela rico
  • Alguna planta o flor
  • Amuleto que últimamente confías
  • Cuarzo
  • Luna, la que te sienta mejor
  • Agua, mejor si es tu termo, para que se llene de energía

Si hay luz de luna es mejor, sino la luz que te acompañe, aquella en la que lees la novela que está costando comenzar o los tuits que guardaste para leer antes de dormir.

Prende la vela, cierra los ojos y piensa en ti, mírate, no importa si estás feliz o triste, lo que importa es que te veas tal cual eres. Trata de recordar aquello que te hace sonreír y por lo que has llorado.

Junta el cuarzo, la planta y tu amuleto, muy juntitos, que la energía entre ellos se mezcle.

A la mañana siguiente toma agua, pon la planta en tu jarrón favorito, el amuleto cerca de tu cama y el cuarzo mantenlo cerca tuyo.

Leemos que el amor propio es hacer ejercicio, comer rico, cuidarse la cara, sentirse y verse bonita; pero a veces no podemos y no queremos y necesitamos un empujón, que venga de una misma.

Este ritual fue un invento de una noche de luna llena de casi primavera, los ingredientes cambian de acuerdo a cada mujer y a cada situación, pero la intención del amor propio es lo que cuenta.

Con cariño para mi tía Tere.