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Alba Miranda

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Tengo un claro recuerdo de mi mamá a sus treinta y seis. Ella, muy embarazada de Ale, con un vestido precioso de manta bordada, acompañándome a mi curso, tercero básico. En aquel entonces, había un juego que tenías que tocar la panza de una mujer embarazada, y creo que casi todas mis compañeras lo hicieron. Me molestó tanto, que es el día que me atrevo a tocarle la panza a una mujer en gestación. No puedo hacerlo, hay niveles que no se deben transgredir (y también por miedo, me da cosa (no cringe), cosa, que se mueva.

Al año siguiente, 1996, yo cumplía nueve años y mi mamá ya estaba a días de dar a luz, cinco, para ser exacta. Y mi papá me regaló un ramo de flores, me dijo que no podríamos celebrar. Pero me regaló flores. Así como Miley dice que nos podemos comprar flores, yo sané la necesidad de que me regalen flores antes de cumplir la primera década y sin problema me compro mis flores.

Ahora tengo treinta seis años y ayer me llegó mi auto regalo (siempre, siempre, siempre, hay que regalarnos algo). Una caja que no pude recibir, pero cuando la abrí, fue parte de un ritual.

Saqué el cuchillo de la cocina, corté la etiqueta donde venía impreso mi nombre y dirección, luego mi problema de siempre: la ausencia de fuerza en las manos y no saber cómo se abren las cosas.

Lo logré.

C H A N E L

Escrito sobre un fondo blanco con letras negras.

Papelitos blancos acompañaban el regalo, mi regalo de mí para mí.

Mientras lo abría, rezaba para que los colores sean los que había pedido, ya que en la tienda me habían dicho que no lo tenían. Todo estaba en orden.

A todo esto, lo acompañaba una pequeña bolsa negra, con dos muestras con ese olor característico que solo tienen estos productos, desde mi primer polvo que compré hace ya varios cumpleaños.

Desperté como si fuera Navidad, lista para jugar.