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Constanza

Despertar

Me ve extender las piernas, me ve mover los pies, no he abierto los ojos que sé que está ahí. No entiende mi lenguaje así que sube a la cama y jala mi cabello.

Me arrulla y dejo que siga hasta que se cansa y yo vuelvo a dormir.

Una punzada en mi estómago me anuncia que se ha posado ahí y sus ojos que cazan los míos me delatan que no comprende del todo la situación.

Me duele el vientre, pasó una hora desde que jalaba mi pelo. Todavía no me voy a levantar, le digo.

Sé que está enojada porque se movió para acostarse al revés. Restriega suavemente su rostro contra mi mano que alcanza su cabeza hasta casi mis rodillas. Sé que en cualquier momento atacará mi piel y los músculos de mis dedos como amenaza mortal.

Todas las mañanas ataca mi mano como falta de atención en una postura ya irreverente y en la que imagino, desearía que mis dedos en realidad fueran mi cara. Sus movimientos se vuelven cada vez más bruscos, agradezco que al menos está atacando mis dedos y no mi nariz. El ataque cesa, pero ella ya está fuera de mi cuerpo atacando las cobijas que antes eran su batalla. Un segundo después se las arregla para regresar, pero ahora lo que encuentra es al fin una cama vacía.

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Constanza

Lo que la pandemia ha hecho de ti

Leo un texto sobre “Aquello que la pandemia ha hecho de nosotros” y refleja todo lo político que uno pudiera llegar a ser. Para muchos, leo en otras revistas, la pandemia son caminatas nocturnas, enterarse que serán padres, deshacerse de sus viajes en avión.

¿Qué ha hecho de mí?

Me pregunto a mí misma con la intensidad con la que algunos se lo hacen desde la política.

¿Qué he hecho de mí? Querré decir. Respondo a la pregunta que alguien entre silencios me hace en un chat.

Ayer fui una bicicleta con la que redescubrí que me gusta el viento a mucha velocidad y con música. Ritmos que no incluyen personas sólo a mí misma bailando con ruedas sobre calles repetidas bajo mis pies. Ya en la noche estoy postrada dialogando con mi cuerpo. ¿Qué he hecho de mí? Me pregunto sosteniendo un inhalador.

¿Conocen inquilinos que siempre cierran las ventanas ante la inminente ventisca y que ponen cruces de masking tape en los ventanales cuando se avecina el huracán?

Mis pulmones son los únicos que se niegan a responder a ese chat que me hace reaccionar subiéndome a la bici y que de regreso a casa se vuelve sesión de psicoanálisis entre amigas y a todas les pregunto lo mismo ¿qué hemos hecho cada una de nosotras en pandemia? 

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Las estrellas de Bolonia

Para Giovanni Marchetti 

Miro una foto y me imagino de nuevo ahí.

Cada mañana el olor a café recién hecho acentúa el recuerdo de los paseos matutinos por debajo de los arcos que tanto la caracteriza.

Calles adoquinadas de medioevo son transitadas a altas horas de la noche por automóviles deportivos como llevándose entre sus ruedas lo antiguo que se sienten los paseos.

Caminar en círculos la ciudad amurallada y vacía en los meses más calurosos hace preguntarse cómo se puede seguir conociendo las callecitas que una vez te leían en cuentos.

La respuesta de pronto está ahí. Un pequeño negocio un poco antes de Ferragosto frente al departamento de letras de la universidad ha dejado abierto el servicio para algún viajero despistado y, aunque el tiempo de servicio es reducido, se agradece que además el encargado se tome la molestia de esperar a un último cliente sediento.

Miro mi rostro desfigurado en el aparador de los bocadillos. El efecto de la vitrina reformula mi silueta ya incluso transformada por el calor. 

Informo a mis allegados cada que preguntan por mí:

-Tomo tres duchas al día y en las madrugadas abro el refri para refrescarme del calor.

Pero eso no impide que salga a caminar.

Acabo mi bebida y miro hacia arriba, el típico arco que sostiene el techo de cada paseo es naturalmente de madera antigua, aunque algunas vigas se ayuden de postes más modernos.

Los arcos sirven para cubrirse de las calamidades del clima, pero también para perderse entre las miradas que te siguen. 

Cada verano es usual tener el cine al aire libre y me dispongo a llegar a la película de las seis de la tarde. Miro hacia arriba y veo que los techos de Bolonia son también los mismos que sostienen al cielo.

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Fronteras

Todos hemos estado alguna vez en la frontera o al menos nos hemos sentido ahí.  Una línea divisoria con rostros dibujándose de manera abrumadora cuando no encuentras un sello plasmado en un determinado papel divide siempre a las personas en dos bandos, en el que te mira de manera bondadosa pero consiente de las barreras o bien aquel rostro que sin filtros te indica que no hay y ni habrá remedio alguno.

Lo curioso de la frontera es que no la sentimos hasta que estamos ahí. No es necesaria una barda, un cerco, o una línea divisoria física para que se sientan sus efectos. Basta con una firma ausente, una banca donde se te indica esperar a que pase alguien por ti o bien, solamente dar un paso hacia atrás de la fila que se llena de ojos con sospecha para saber que la frase “Venga conmigo por acá” es definitiva.

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Una de aretes

Creo que podría usar un par de aretes por todos los días del mes y no repetir. Se podría decir que los colecciono, pero lo que jamás podría hacer, es no usarlos, porque si no, escucho la pregunta intimidante de mi mamá y mi abuela: ¿y tus aretes? ¿hace rato no te veo los que te regalé?

Bendito espejo del elevador que me permite pasar lista: lentes (check), cubrebocas (check), aretes (check); en caso de no traerlos, voy de retro, me niego a pasar esa inseguridad de no vestir mis orejas; como si cargar el cubrebocas, los lentes, y a veces los audífonos, no fueran suficiente.

Mientras me arreglo, lamento mucho la pérdida de un par de aretes de perla negra, que combinaban con casi todo, pero que no los usaba tanto, porque no me dejo usar el mismo par de aretes dos días seguidos. No, no, no. 

Buscando entre cajitas, aparecen un par de unos aretes verde claro, muy lindos, de esos que solo combinan con algunos outfits. Tenía perdido ese par desde hace varios meses, creía que lo había dejado en otro lugar, estaba casi segura que estaba en ese otro lugar, el mismo lugar donde perdí los otros, pero en esta ocasión no sé si volverá.

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Casas

Por causas médicas debo hacer dos cosas, respirar y caminar; apenas las ha pronunciado el doctor y entreveo en ambas palabras mi gran oportunidad para escabullirme a hacer lo que más me gusta. Pasear. Pero, sobre todo, ver fachadas de casas, edificios y departamentos, a veces incluso se cuela uno que otro minijardín. 

A la menor provocación de que se asomen por las ventanas ajenas alguna esquina de un sofá, algún detalle de un cuadro, o un destello de luz comienza mi nueva vida.

Al instante cambio de trabajo, frecuento otro supermercado, considero tener o prescindir de un auto (grande o chico dependiendo del inmueble) e incluso, elijo en dónde he de vacacionar. Todo aderezado por la sorpresa y el qué dirán mis amistades por el nuevo cambio de dirección.

Lo difícil de mi nueva vida es que cambia cada veinte metros que doy por la colonia. De pronto me sorprende un gran árbol que asoma una de sus ramas por una ventana.

-Seguro vive aquí un artista. Pienso mientras se dibujan en mi cabeza miles de escenarios.

Entonces mis problemas se convierten de manera súbita en elegir qué galería me representa, en si me dedico a pintar, a hacer grabados o si mejor soy una gran novelista y por ser tan famosa ni siquiera habito ahí, sino que me encuentro viajando por un frío Londres.

Fantasear con remodelar los espacios abandonados o intactos es parte también de mi propio reto de cambiar cada metro de estilo de vida.

Al otro lado de la banqueta veo una particular ventana y decido acercarme. De ella se asoma por un gran ventanal una escalera que da la apariencia de estar suspendida en el aire.

– ¿Cómo así sin cortina? Me pregunto extrañada y decido que esta misma tarde llamo para que instalen persianas. No cualquier persiana sino unas de madera para que con el sol desprendan un poco de aroma y ese paso a desnivel sea recordado cuando se esté afuera.

Minutos más adelante, cuando las cortinas ya no hacen falta me topo con una entrada conocida. Es la casa de mi amiga que hace un par de años se mudó a la misma colonia. Decido ir primero por algo de pan y café para las dos. La sorprendo con un desayuno tardío mientras esperamos a que lleguen las demás. Mi amiga nos quiso reunir a todas para contarnos la nueva noticia: ¡se muda de departamento!

– ¡A remodelar! fantaseo y apresuro el paso por la banqueta ya entre rejas y puertas más que conocidas, la mía.

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Dentista

Para llegar hay que prepararse muy bien.

Poner la mente en blanco y llenarla de música, de recuerdos y detenerse en el momento justo para comenzar. 

El mío es un día en la playa. Pongo el cuerpo en neutro, acomodo mis pies y elijo el color de mi traje de baño. La vista de la habitación está frente al mar, hace calor, pero por momentos el clima cambia hasta el punto donde el cuerpo puede enfriarse un poco y recomenzar. 

Ese día llegué en un Jeep negro con un playlist diseñada al momento. A partir de aquí se debe de comenzar a hablar en presente.

En la cajuela llevo todo para estar cómoda el tiempo perfecto para desaparecer y volver a la ciudad tan libre como nunca lo he sido antes.  

Tengo mi propia selección de películas para ver cada noche antes de dormir. Aquí, nadie me molestará.

Llego y la brisa de la mañana me recibe desde el camastro que elijo bajo una sombra frente al mar.

De pronto, un ruido interrumpe mi desayuno.

-eso va a doler un poco, eh.

Me sirvo un poco más de margarita en mi vaso escarchado.

Unas gaviotas volando en V me reconocen desde lo alto y brindamos.

Abro los ojos y el dentista ha terminado.

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Niño con cámara

Su rostro recuerda a las crías de agosto que comienzan a experimentar. El casi afro, la tez tersa, todo el cliché del que en edad amenaza a quitar el puesto a sus veteranos.

Pide café y fuma prematuramente, conoce a algunos de la reunión porque en los noventa compartió salón de kínder con algunos primos del anfitrión, dice su edad y se hace un silencio entre los invitados, pero la plática sigue sin reparar demás.

Así de joven es la criatura, pero el tema de su vida es la preocupación que carcome a los hombres adultos.

El niño vive enamorado del cuerpo de los hombres y de las mujeres y busca retratarlos todos. Lleva su cámara a la fiesta donde busca cada ángulo que tome por sorpresa a los invitados. El zarpazo lo da con lentitud, probando el temple de quien se deja retratar sorpresivamente. En sus fotos se escuchan risas, el líquido que se sirve en cada vaso, se percibe el olor a humo que acompaña las conversaciones en los sofás. 

Otro día algunos entramos al pasillo de revelado, una fiesta impresa pende del tendedero que todavía suelta agua. Nos reconocemos todos ahí y revivimos el momento. “Ahí es cuando…” “Acá es… ¿te acuerdas?”

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Enseñanzas de Natalia Ginzburg

Natalia escribió sobre los pequeños detalles poniendo su atención en unos aburridos platillos ingleses, en casas vacías y sin rentar, en las servilletas que zurcía Dickinson mientras esperaba en el aire una respuesta que nunca llegaba; temas pequeños ocurriendo durante grandes circunstancias. 

¿Quién diría que una escritora que pone el ojo en lo sucio de los zapatos durante la Resistencia nos enseñaría cómo mirar a nuestro alrededor tan sólo unas décadas después?

Hay mucho tiempo detenido en los objetos que habíamos destinado a usar en un año en el que hoy, todos fantaseamos, estaba destinado para hacernos renacer, el 2020. 

Natalia nos hizo el favor de indicarnos que el tiempo también es duro con los objetos que nunca volteamos a ver:

la piel necesita cuidados si la lavas mucho, la mirada se pone cansada frente a la luz de la computadora, la comida construye relaciones también desde un celular y el mejor lugar para estar es dentro de las ropas más descoloridas porque son las más cómodas.

Lo cotidiano también tiene su lado complejo: el cuerpo en el que vivimos, este en donde se lleva a cabo el acto consiente, es más frágil de lo que lo considerábamos y se extingue con mayor velocidad de lo que uno romantiza. 

Leo a Natalia y no me cabe duda de que su enseñanza radica en observar que en lo pequeño el tiempo es igual de duro.

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Las paredes que hablan

Espero que la mía hable bien de mí porque he visto paredes descuidadas, atiborradas o resquebrajadas.

A la mía la diseñé justo para que en un pequeño fragmento se muestre un poco quién soy. La psicología también se asoma por las paredes que enmarcan las reuniones que tenemos a diario. Mi pared habla por mí: fondo blanco, color rosa intenso en telar de lana, un alebrije, porque todos somos de muchas formas, un retrato mío porque yo soy yo, una foto entre mares y una brújula para seguir mente y corazón; todo enmarcado entre luces programadas para entrar a alguna sesión, o como digo ya por costumbre, entrar “al aire zoom”.

Entrar a una sesión de zoom implica en parte vivir una teatralidad. Uno se viste, se maquilla, se pone polvo, edita su rostro y coloca la cámara en picada para lucir de alguna manera que consideramos más favorable.

Pero lo que en realidad se queda en el recuerdo no son nuestros peinados o la mirada fija en la cámara para “ver a los ojos” sino es ese pequeño extracto de pared que hemos elegido casi como encuadre que refleja en buena parte algo que nosotros somos.

Hasta ahora hemos visto de todo. Hay paredes de papel negro que gritan desconfianza, hay las que se visten sólo con un destello de luz blanca que a la larga enceguece o deforma el fondo.

Luego, por ejemplo, está quien ha resuelto la privacidad con libros y plantas.

También hay quien encuadra la pared con luces brillantes como cabina de algún viaje espacial. También hay paredes canceladas a las que mejor se les asigna un paisaje desde la computadora, como un lobby de un hotel sin gente. También hay paredes que en realidad son techos.

En esta época las paredes hablan no sólo por los susurros sino también por su fondo.