Soy lo que considero una millennial veterana así que me puedo dar el lujo de hablar de elepés, del casete y del paso del cd al mp3 sin problema alguno; mi desarrollo está basado en no saber qué es un celular hasta tener la última aplicación para diseñar mi rostro sin algún tipo de imperfección y por qué no, ponerme orejas de gato mientras escribo sobre cómo algunas fotografías antiguas definieron un imaginario social en épocas pasadas.
Con estas características quedo como una millennial atrapada entre un modus operandi que dista mucho de ser de los que apenas levanta la cabeza de su dispositivo móvil para cruzar la calle, así como de aquellos que siguen viviendo en un rock hecho de convivencias contradictorias como la franela y las pesadas tuercas.
¿Cómo alguien podría ir en la vida sin saber lo que es arreglar cosas con sus propias manos y cómo alguien podría no saber usar alguna aplicación que resuelve lo inimaginable?
Nosotros, lo millennials veteranos, estamos ahí en medio por la sencilla razón de que conocemos ambas formas de vida, una tan analógica como embarrarse los dedos de lodo por las tardes de juegos, como la que no soltaba los controles de un Nintendo de botones de cruz naranja porque la vida comenzaba a reproducirse cada vez más a través de pequeñas pantallas.
Es cierto que el uso del internet para comunicarnos y trabajar antes de la pandemia ya era normal para casi toda persona que estuviera en una oficina; mi padre de 87 años, por ejemplo, en ocasiones usa las aplicaciones para comunicarse mejor que yo; aún así, no dejo de pensar como buena millennial veterana en la forma de solventar la parte humana que todavía se les escapa a las redes sociales.