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Constanza

La vida entre redes

Soy lo que considero una millennial veterana así que me puedo dar el lujo de hablar de elepés, del casete y del paso del cd al mp3 sin problema alguno; mi desarrollo está basado en no saber qué es un celular hasta tener la última aplicación para diseñar mi rostro sin algún tipo de imperfección y por qué no, ponerme orejas de gato mientras escribo sobre cómo algunas fotografías antiguas definieron un imaginario social en épocas pasadas.

Con estas características quedo como una millennial atrapada entre un modus operandi que dista mucho de ser de los que apenas levanta la cabeza de su dispositivo móvil para cruzar la calle, así como de aquellos que siguen viviendo en un rock hecho de convivencias contradictorias como la franela y las pesadas tuercas.

¿Cómo alguien podría ir en la vida sin saber lo que es arreglar cosas con sus propias manos y cómo alguien podría no saber usar alguna aplicación que resuelve lo inimaginable? 

Nosotros, lo millennials veteranos, estamos ahí en medio por la sencilla razón de que conocemos ambas formas de vida, una tan analógica como embarrarse los dedos de lodo por las tardes de juegos, como la que no soltaba los controles de un Nintendo de botones de cruz naranja porque la vida comenzaba a reproducirse cada vez más a través de pequeñas pantallas. 

Es cierto que el uso del internet para comunicarnos y trabajar antes de la pandemia ya era normal para casi toda persona que estuviera en una oficina; mi padre de 87 años, por ejemplo, en ocasiones usa las aplicaciones para comunicarse mejor que yo; aún así, no dejo de pensar como buena millennial veterana en la forma de solventar la parte humana que todavía se les escapa a las redes sociales.

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Alba

Taza roja

Tengo manías como no repetir aretes, zapatos ni color de ropa, dos días seguidos.

Si uso anillos, tienen que estar en equilibrio, es decir, en los mismos dedos de ambas manos.

La pluma azul hecha de botellas recicladas es un capricho post-maestría. Entraré en crisis cuando la descontinúen.

Si me levanto muy temprano para escribir un ensayo o un texto que quiero que salga lindo, tomo café en mi taza roja; las otras las uso para leer, trabajar de noche y disfrutar del domingo.

Esta taza llegó en momentos de tesis, trabajos y de no saber otro camino más que el de la biblioteca, y si pudiera la llevaría conmigo a todos lados, pero no, porque siento que se le podría acabar su poder supersticioso de escribir claro y bonito.

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Constanza

Pescar la noche

Los restauranteros compran mojarras a los productores acuícolas solamente si el producto cumple con un peso de 800 gramos. 

—¿Cómo saber ese dato al momento de seleccionar al pez? ¿Se pesa? ¿Afuera o dentro del agua? —pregunto.

Al parecer el acuicultor atrapa en una especie de abrazo escurridizo al animal que se convierte por momentos en bestia. Una vez dentro del agua, se sube al todavía pez en una báscula de metal para calcular su peso hasta que la aguja señala una aproximada cifra.

Ya en otro contexto y por las formas en las que se llevan a cabo algunos particulares movimientos surge de nuevo, para los adentros de la interlocutora, una segunda duda.

¿Cómo se baila música electrónica dentro de un garaje sin luz con personas completamente de negro, con máscaras antigás y cuernos de chivo, no el arma, sino el animal?

Al parecer y, a juzgar por el ritmo de los movimientos de los brazos y de todo el cuerpo, los acuicultores, los minotauros y los curiosos en los antros comparten, en la pesca y en el baile y sobre todo a ojos de quien no está del todo en contexto, la babosa necesidad de asirse a algo que no tiene mucha forma.

Intentar abrazar música y agua disonante en ambientes de olores duros, entre escamas y sudores ajenos imposibilita pensar con alguna claridad.

Pero uno está ahí con pocas ganas y mucha curiosidad porque a la invitación de la comida, esa que incluía al acuicultor parlanchín explicando las formas de pescar con los brazos le siguió la invitación al chapuzón de música y quimeras. 

El baile de abrazar, al pez o al electro incluía en el elenco de esa noche, la inesperada visita de una mujer en uniforme citadino irrumpiendo, con ropas claras, entre un apretujado gentío de ajuar de pasarela propia de la hermana seria de la Bruja Devil.   Como primer acto de iniciación, a la citadina le quitaron en la entrada sus gotas para los ojos porque parecía otra clase de “gotero” y, antes de ascender los peldaños de terciopelo rojo, se dejó sellar a regañadientes su muñeca derecha. La mujer, la citadina o más bien, la muñeca, revisó la zona en ambos lados entreviendo que, el único remedio que le quedaría para sobrellevar esa noche, sería el aplicar sabiamente los conocimientos en la pesca de mojarras vivas.*

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Constanza

W.E.

Nosotros es una palabra comprometedora.

La primera vez que uno la escucha en la boca del otro y nos incluye en sus planes o vida la tierra interna se conmueve.

En su historia Wallis Simpson y el Rey Eduardo VIII encadenaron alegrías y desgracias en un indisoluble W.E. y se arrastraron juntos hacia las dos direcciones que la palabra promete: amor y odio, con todo y derivados.

W.E. 

Su “nosotros” traducido en “sin posibilidad de huir”

***

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Alba

La delicia de buscar, escoger y luego, comprar

—Dígame, ¿en qué la puedo ayudar?

—Busco un regalo.

—¿Qué le parece? — dijo, apuntado a uno entre el montón.

—Mmmm, no. Mejor aquél.

—¿Quiere probárselo usted?

—No, no, no. Yo soy muy blanca, y ella está bronceada.

Una persona muy querida se titula mañana y no puede andar por la vida sin un artefacto especial, de esos que el simple hecho de abrirlos implica un ritual, su propio espacio, y adaptarse al objeto, no al revés.

—Mire, éste se ve divino y sienta bien.

La señora del local, sin pensarlo dos veces, hizo que probara el objeto en cuestión. Fueron tres segundos de una concentración total y un sentir de piel chinita que sólo provoca el pastel de chocolate que prepara mi hermana.

—Para regalo, por favor.

—Claro, señorita.

Papel crepé, un listón blanco y una cajita.

—Muchas gracias.

—A usted.

De la tienda a mi auto sentí que volaba.

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Constanza

Personajes

Estudiar literatura italiana te hace ver personajes del país de la bota por doquier. Más, si uno se vuelve admirador del periodista Pereira, del estudiante necio Monteiro Rossi, de “la mujer de los zapatos rotos” o, ya bien entrados en lo más aceitoso de la italianidad, de Sofía Loren, antítesis de la Ginzburg que habla de sus zapatos durante la guerra. La Italia reservada y la Italia explosiva.

Dos ideas polarizadas de lo que significa cohabitar con lo más latino del continente al otro lado del Atlántico y, aún así, no lograr entenderlos. Siempre gritones y de voz semi aguda, dos tipos de italianos:

Uno: zapatos rojos, medias traslúcidas o bronceado perfecto, falda de vuelo corta y blanca, blusa con motivos rojos y blancos, cabello sin lavar pero con peinado perfecto. Perfume y gafas oscuras. Al frente, un espresso, y un chico; al lado, perrito y bolsas Gucci. 

Dos: chica en flats, shorts rotos, blusa blanca de hace dos días, cabello despeinado o mal recogido, mochila con libros y ropa del fin pasado. Forjando un cigarro delante de un chico que mira su celular. 

Ambas, hermosas.

Aplica igual para los hombres.

—¿En dónde están las papas fritas?— grita uno en el supermercado frente a los lácteos.

El niño del Kinder Sorpresa: pantalón de lona azul, camisa de lino clara y modales de príncipe, no existe más. El italiano de los noventa pareciera que ve, en la desfachatez, el futuro de la sofisticación por la que tanto se desfallecieron los mecenas renacentistas. Un hippie trasnochado en sus veintes que busca papas y cerveza en el súper. Los profesores, igual que seguramente lo habría hecho Pereira, miran el jarrón romperse y dan, sin remedio, otra bocanada al cigarro.

—El curso pasado me aventé a 150 estudiantes repitiéndome en voz alta argumentos sobre Amuleto y Los detectives salvajes— dice una profesora en español ibérico cuando se entera que puede practicar con la interlocutora de cabello negro su lengua extranjera predilecta.

“Quizás los chicos están así gracias a las novelas que les dan a leer”, me pasa por la cabeza mientras acepto que me encantó Amuleto y detecto que comienzo a alucinar el temperamento de la región.

En la reunión: dos Pereiras, una semi Sofía y dos aspirantes a Pereira y Natalia Ginzburg platican o parlotean o gritan en un respetable itañol sobre literatura latinoamericana.

Enredos de bromas, tomadas de pelo, argumentos verídicos, todo ensalzado con lo que uno imagina es racionalidad juguetona deja de ser “drama interesante” para la visita que sueña con llegar a casa y contactar a alguien del otro lado del Continente que comprenda su propio temperamento.

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Alba

Tinto de verano (y por qué no también de otoño)

Ingredientes:

  • Dos o más amigas.
  • Vino. Dicen que, de cajita, pero si se entera mi papá, me quita el apellido; su regalo de ocho copas no puede ser usado con semejante mentira.
  • Refresco de limón.
  • Manzanas verdes, porque así salió en el video.
  • Una jarra. Asegúrese de tener una y no un termo para el café o el agua.

Preparación:

1. Comience con los últimos sucesos, por orden de importancia: esa llamada por teléfono, no zoom, ni whatasapp, de hace un par de días; la propuesta laboral que la dejó pensando todo el fin de semana: las noticias de la hermana que se quiere ir al sur a vivir lo último que le restan de sus veinte años. Todo ese recuento, mientras corta en pequeños cuadrados, rectángulos (o lo que le salga), las dos manzanas verdes, de preferencia amarillas y no verdes tal cual, así me dijo my partner in crime.

-Una jarra… esto tiene pinta de florero. 

Dé vueltas en la cocina, pregunte a las personas a su alrededor.

-Es la que parece florero, pero no lo es porque tiene un asa.

Revuelva los cajones, abra y deje abiertas las puertas de la cocina, y recuerde por qué nunca brillará en la cocina.

-Creo que rompí el corcho.

Por eso siempre cedo el honor de abrir el vino a mis invitados.

Busque otro sacacorchos, rece a Dionisio, venga, sí se puede, un poco más, corcho afuera. Porque, aunque el vino sea de cien pesos, tiene que respirar.

No recuerdo qué va primero. Si las manzanas, el vino o el Sprite.

2. Vierta el vino (porque está más cerca y el Sprite está enfriándose en el refrigerador). Siga con las manzanas… ah, no. Creo que éstas van al final (es que el chisme está bueno). Saque el refresco del refrigerador y mézclelo con el vino, ahora sí, más manzanas. No entran. No importa.

3. Saque las copas que guarda en su caja porque no hay espacio entre las tazas. Invite a todos a su alrededor. Un Mason Jar, también aplica, pero sólo si tiene menos de veinticinco años.

4. Agregue fruta al gusto y hielos, si es necesario.

5. Continué con el chisme y disfrute.

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Constanza

Torreón, lo recatado que se invierte (Lado B de Vestido rimbombante)

Torreón: lugar donde el hotel se ve desde el aterrizaje. Planicie de casas que sucedió apenas cien años atrás gracias a un conjunto de torres, se anuncia como la ciudad más joven del país; pero de torres no hay nada, y tampoco de modernidad. De lo que se ve, en Torreón existen apenas escasos pasos peatonales.

Con un semáforo en permanente verde, el peatón cruza la avenida de torpedos que por su rapidez parece carretera. Hoteles, boutiques, restaurantes en las aceras imaginarias presumen sus delicias: cabrito, gorditas, chilacas, requesón, todo aderezado con música de banda, y que de noche prometen tequila y cerveza.

Hasta el dos mil diez la Ciudad de Torreón tenía cerca de 608.836 habitantes y con tanta planicie se esperaría que la ciudad estuviera repleta; pero pese a las promesas de diversión, las mesas con tequila y cerveza permanecen vacías hasta altas horas de la madrugada.

—Soy de Veracruz pero vengo del D.F.

Le digo a la chica que hace mis uñas, mi pelo y mi rostro. En Torreón la belleza viene acentuadamente empaquetada. La boda de la mujer, la que nos pedía vestir de largo, era la diversión de las hermanas y las primas del novio.

—En Torreón así se hace 

Sentencia la que me maquilla, cuando le pregunto si con tanto labial no me parezco al Guasón.

La boda se dio primero en la iglesia y, al parecer, al mundo católico le gusta mantener, pero en forma a sus seguidores recatados: párese, siéntese, párese de nuevo y vuélvase a sentar. El calor que lo corroe todo alcanzó a rodarse por los muslos y las espaldas.

La boda y su segunda versión, la de la cena y la del ejercicio de verdad, empezó después. La provincia es donde todavía un cuchillo se encarga de la lluvia de todo un cielo. La amenaza de lluvia sólo dio para chispear.

—¡Tómate un tequila! 

Exclama el otro peluquero que me ve renuente al color rosa brillante del labial y al de las uñas accidentalmente fosforescentes.

Cambio de recato.

Mujeres pavo real con sus vestidos brillantina se sientan en las bancas de la iglesia y de la cena también. Pero los colores chillones de sus vestidos contrastan con la tímida, en proporción, desenvoltura con la que se mueven al bailar. Con esos colores y ese carácter se esperaría otra cosa.

Lo recatado se invierte.

—Tú muy bien, ¿eh?

Dice la señora de negro que me ve bailar. Lo fosforescente que me intimidaba se enciende en la pista de baile.

Todo, muy bien…

(pero)

la fiesta

acabó

a las dos.

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Alba

Despeines

Alguna vez leí que un corte de cabello, si es drástico, implica cambios.

Desde hace un año está en crecimiento, lo cual no resultó tan fácil.

Dejé de usar shampoo y cremas de supermercado; me fui a lo orgánico y más caro, que sí tuvo un buen efecto, pero no por mucho tiempo.

El cabello creció y, así, juntos, nos enredamos.

Recurrí a técnicas del pasado: a peinarme en la ducha, a usar diferentes shampoos; incluso pensé en dejar de lavarlo, pero no, mi cabello es muy grasoso.

Consideré en comprar uno de esos peines que planchan el cabello, los vi, pero no, esa no soy yo…aún no.

Me acostumbré a su constante caída, a su desteñido naranja y a su delgadez.

Lo amarro, me lo recojo, pero también lo dejo ser; quiero que crezca y con el tiempo se haga fuerte. Con el shampoo que compré en una barata y con el peine que me recomendaste, funciona, aunque cada tanto lo tenga que limpiar, porque, a diferencia de los anteriores, éste no esconde la suciedad.

El cabello crece, mis problemas también, y así los tiño, los enredo durante el día o entre sueños, y al final sé cómo desenredarlos: cierro los ojos, batallo con los nudos, tarareo la última canción que sonaba al apagar la ducha, tiro los cabellos, y sólo me quedo con los que quieren ser.

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Constanza

Un vestido rimbombante

Al puro estilo @abychuely fui a buscar un vestido.

Me pesa buscar ropa, así que la idea de buscar un vestido “de noche” me recorre la cabeza como un zumbido de mosco.

Al mal tiempo, buena cara. Y fui a buscar el vestido de la Bella Durmiente.

La flexibilidad que tenía ese día alcanzaba justo para dos cosas: color y precio.

Pero, hasta para las inexpertas, los ligamentos dan de sí, y pasé a los azules, a los lilas y a las faldas largas con top de lentejuelas…lentejuelas rojas.

No me llevé zapatos altos porque Cenicienta nunca los buscó: se los asignaron.

La señorita sugirió color plata.

Si pasaste las tardes de tu infancia y adolescencia frente a los espejos, sabes que engañan. Me veía con las telas largas y me sumaba un par de kilos por aquello de la cena, el calor y los líquidos que imaginaría se pueden sumar debido al caprichoso trayecto.

La novia se casa a cientos de kilómetros. “De largo”, mandó a decir.

Poco a poco te das cuenta de que comprar un vestido no es sólo comprar un vestido. Hay que comprar los zapatos, el chal, el brasiér invisible o los masking tapes invisibles, la mini bolsa para la mitad de la servilleta; pensar cómo sentarte, caminar y entrar en las telas largas con el calor del norte del país en pleno mes de mayo.

Además de eso, algunos vestidos involucran de manera tácita al acompañante; el cierre no se sube solo y la idea de bajar a recepción a pedir ayuda con el cierre, no aplica.  Además, hay que pensar en cómo será el atuendo de ese que te invitó; el color también lo incluye:

—¿Le gustará?

Así que, cuando se va a buscar un vestido, se echa a andar la maquinaria, que incluye dieta, pilates, y líquidos, de ser posible, jamaica. 

Quienes se casan de manera rimbombante deberían de darnos un premio.