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Paulina Ovando Collado

Ko’one’ex baaxal A’al: Vamos a jugar hija

Era una tarde calurosa, todavía no llegaba la primavera, pero el calor ya se sentía, eran casi las seis de la tarde; a las seis si no había una emergencia o si no teníamos algún cometido especial podíamos salir a la vida, nuestra vida. Ahí estábamos en la oficina matando los últimos pendientes la nueva administradora y yo, que en ese tiempo fungía como gerente operativo de un hotel. De improvisto como suceden las emergencias, llegó una mujer a la puerta de las oficinas, bañada en lágrimas, fuera de sí, completamente desorbitada y le urgía hablar conmigo. De inmediato, intrigada y dispuesta a escuchar a esta mujer entramos a la oficina para poder hablar en privado.

La mujer era la esposa de Ricardo, uno de los cuidadores del hotel. Era un hotel no muy grande, pero el terreno necesitaba cuidados y mantenimientos diarios, por lo general había dos personas encargadas del cuidado de la propiedad.

Ricardo era un hombre muy participativo de las tareas que le correspondían, siempre las realizaba a tiempo y su peso no parecía impedírselo, además mantenía su cuarto en la casita del staff limpia y en orden, y le gustaba cocinar, era un gran elemento. Es más, en ese momento era un empleado extraordinario. Llevaba un mes entero en la casa, había pospuesto su descanso. ¿La razón? Nos era desconocida. El antiguo encargado de la administración acababa de renunciar y había acordado ese descanso días antes. Generalmente coordinábamos los descansos de ambos cuidadores en fechas diferentes de acuerdo a sus necesidades para que disfrutaran de su tiempo libre y de sus familias, así que en ese entendido todos nos veíamos beneficiados, o eso creíamos.

La hija de Ricardo tenía 6 años y estaba por cumplir siete. Era una niña muy sonriente, dijo su madre.  Y siempre estaba dispuesta a hacer todo lo que pedían en casa. Cuando Ricardo regresaba, ella lo ayudaba a cortar sus uñas.  Amaba a su padre. La madre repetía incansablemente que él era un buen hombre y quería a la niña, y a ella.  La mujer temblaba y con la voz entrecortada al mismo tiempo decía que su madre y su hermana querían meterlo a la cárcel.

Yo parecía no estar entendiendo nada. ¿Por qué la niña tendría que ayudar a cortar las uñas de Ricardo? ¿Cómo lo hacía? ¿Por qué la abuela y la tía querrían encarcelar a Ricardo? Corrieron preguntas como lágrimas.

 Yo amo a Ricardo, es un buen hombre y un buen padre y cuando regresa a casa él sólo necesita que la niña le ayude a cortar sus uñas de los pies. Ricardo se recuesta en la hamaca y no se alcanza, porque su estómago abultado no se lo permite, por esa razón le pide a la pequeña que lo ayude. Ella se sube a la hamaca y se sienta encima de él, entre sus piernas, le da la espalda y así le corta las uñas; luego, cuando termina se quedan acostados un rato o juegan y él le hace cosquillas con sus dedos. Y a la niña le gusta.

Esa misma noche terminamos en la fiscalía. La esposa de Ricardo no podía tener miedo. No podía seguir solapándolo. Ella debía denunciarlo, así como la abuela y la tía deseaban hacerlo. Ciertamente se venía una avalancha para ella y su familia, pero los abusos debían parar. Nadie podía denunciar a Ricardo más que ella, la esposa y su familia, los testigos directos. Se abriría una investigación y tarde o temprano Ricardo pagaría con su libertad. Ahí estaba yo intentando abogar por esa pequeña niña.

 La mujer entre lágrimas y explicando su situación al fiscal en turno encontró su respuesta, ella amaba a Ricardo sobre todas las cosas y  no quería perderlo y ahora que había escuchado de la fiscalía lo que le sucedería si alguien lo denunciaba estaba más segura que antes: él era un buen padre y era su hombre y ella lo protegería. Nunca se secó las lágrimas y tampoco firmó la declaración.  La resolución en el hotel fue contundente, Ricardo sería despedido de inmediato.

Hay noches tristes, largas e incomprensibles.

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Fatima Jaoui

Este interminable día de marzo

Cada 8 de marzo es un ritual para los servicios de comunicaciones. Una vez, mi ex jefa sugirió que deberíamos celebrar a todas las mujeres en la oficina tomando una foto de las que estaban allí ese día. Esto no fue sin contar los comentarios posteriores de colegas masculinos que susurraron: «Todos deberían aparecer en esta foto si realmente queremos hacer lo correcto. »

¿Haciendo lo correcto? ¡Qué idea tan brillante! ¿Por qué los hombres nunca intentan hacer lo correcto el resto del año?

Qué forma más curiosa de emocionarse por la exclusión de hombres una vez en una foto. Nunca los oigo indignarse cuando los jefes de Estado desairan al presidente de la Unión Europea. O incluso corregir a estos jefes de Estado diciéndoles: “Escuche señor, acaba de pasar por delante de la Presidenta de la UE y ella es la que debe sentarse en esta mesa. » Tan simple y, sin embargo, nunca sucede. Todos los días los hombres eligen a los hombres consciente o inconscientemente.

¿Por qué tanta emoción por una pobre fotito en Twitter que nunca vencerá al patriarcado? Pero nunca por los asaltos y marginaciones diarias. Jamás les veo limpiar la cocina común de la oficina, jamás piden que haya mujeres presente en las reuniones cuando sólo hay hombres. Jamás defienden a las mujeres víctimas de sexismo ordinario en estas reuniones. No les incomoda saber que a sus colegas mujeres les pagan un sueldo menor por el mismo puesto que tienen ellos .

Cuántas historias de sexismo tenemos que relatar antes que se dan cuenta de la situación. Las mujeres tienen esta doble pena de vivir las injusticias diarias y de educar los hombres sobre estas injusticias, es casi como vivir dos veces una misma vida. A los hombres que se sienten incómodos los 8 de Marzo, no se preocupen, sólo dura 24 horas y después pueden vivir sus privilegios de nuevo en sus salas de reuniones. 

Mensaje para las mujeres: Hermanas, por favor, jamás paguen o comparten la cuenta al fin de la cita. Gracias.

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Nofret Hernández Vilchis

Otro 8M, el primero sin ella

Por más esfuerzos que hice, no logré recordar como pasé el 8M y el 9M 2021. Sólo recuerdo haber seguido la marcha por redes sociales. Esos días del marzo de 2020 los recuerdo muy bien, marché en domingo y me uní al paro el lunes. Fue bello marchar con mis amigas y después darme un día de descanso, verdadero descanso. Sólo existí en el aquí y el ahora a lado de mi hermana. No revisé el celular en 24 horas, no prendí la computadora más que para poner música de mi disco duro, no pensé en comprar, llamar, recibir, atender, cumplir. Me consentí y eso fue todo. A la semana nos confinaron a causa del Covid y nuestra forma de entender y relacionarnos con nuestro entorno cambió.

Y después de sobrevivir al primer año de pandemia invictas, llegó el 2021; llegó de su mano la muerte, nos visitó dos veces y a ella se la llevó en marzo. No fui a marchar porque no estábamos vacunadas; seguramente hice una especie de paro, no di clases, pero tampoco pude desconectarme como antes. No puedo recordar más que la preocupación de saber que el cáncer la estaba consumiendo; aunque no supiera ni qué cáncer era, aunque me negara a aceptar la gravedad del asunto, aunque ella se mantuviera en pie como un roble, se consumía ante mis ojos, poco a poquito cada día de ese marzo 2021.

Este 8M 2022 me encuentra más sola y adulta, no me atrevo aún a tomar el transporte público porque los lugares cerrados y el Covid me causan un poco de ansiedad. No pude hacer el paro completamente el 9M porque ahora vivimos pegados a la pantalla y con más trabajo que antes porque se trabaja desde casa. A dos años de la pandemia debemos acostumbrarnos a un “nuevo mundo híbrido” en el cual la mitad del tiempo es virtual y la otra mitad del tiempo vamos reapropiándonos de los espacios públicos que nos fueron vedados por el bicho; acostumbrándonos a las ausencias presentes de los y las que se fueron antes de la pandemia, a causa del virus y a causa de la pandemia.  

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Bicky Ramírez

Nadie quiere ser de Oaxaca

No escribo desde el enojo, sino desde la serenidad y a título personal.

***

-Virginia, no digas tonterías. ¡Nadie quiere ser de Oaxaca!

Esa fue la frase que, en un debate trivial, un hombre exclamó cuando yo trataba de enaltecer mi lugar de origen. Desde el punto de vista de aquella persona, lo que él trataba de decir era que, las personas de Oaxaca son más propensas a sufrir discriminación,  trato que nos resta oportunidades en el ámbito laboral, económico y social.

Probablemente el sujeto tenía razón. El problema fue el tono despectivo y clasista con el que berreó su oración, derivado de la tensión que se había suscitado en el debate. No supe qué decir. Para rematar, el sujeto volvió a provocarme.

-¿Qué? ¿Te vas a quedar callada? Claro, se me olvidaba que así son las de Oaxaca.

No puedo negar que aquella mala racha la tomé muy personal. Me sentí menos. Pero eso me ha servido para posicionarme políticamente a través del reconocimiento y la aceptación de mis orígenes y lo que representa haber crecido en un territorio estigmatizado. Lamento mucho no haberle preguntado a ese sujeto: ¿Entonces de dónde se tiene que ser? O mejor dicho ¿A quién me tengo que parecer?

Posiblemente nadie quiere ser de Oaxaca porque este lugar no encaja con el discurso hegemónico: pobreza, rezago educativo, pueblos originarios, gente de piel morena que no cumple con los estándares de belleza occidental.  Y es que esa misma persona, esclavizada por sus ideologías hegemónicas, señaló que la actriz oaxaqueña Yalitza Aparicio, no era bonita. 

Aunque no lo expresaba, por algún tiempo me sentí avergonzada de mi lugar de origen. Pero aquella frase dicha por ese hombre Cis me ha motivado a buscar las herramientas para empoderarme con un discurso en donde, se redefina el concepto de belleza, el cual muchas veces está ligado a la idea de perfección. Que entre lo blanco y lo negro, estamos las morenas: las cafecitas.

Desde mi trinchera, como mujer oaxaqueña, morena, que vive al día, hago lo posible por luchar contra el discurso opresor, hegemónico, racista y clasista. Como primer paso, he dejado de oprimir a mi cuerpo, aunque a veces es difícil no pensar en banalidades como el querer un trasero grande, dejar de comer por miedo a engordar, reprocharme por mi nariz chata o por no tener un “perfil griego”.

Ahora pongo más atención en todo lo que he logrado, porque este cuerpo discriminado, cafecito, pequeño y oaxaqueño se ha logrado sacar adelante e incluso, ha logrado ayudar a otras personas. Entonces me digo que sí quiero ser de Oaxaca, porque soy aguerrida, fuerte, “chillona pero chingona”, guapa, inteligente, alegre y necia.

Las de Oaxaca no somos mujeres bailando en la primera quincena del mes de julio con canastas en la cabeza, ni mujeres postradas en una cocina. Somos más que folklore paternalista. Somos unas guerreras invisibilizadas, y estamos saliendo, una a una. Las oaxaqueñas no estamos de moda, lo que pasa es que nos estamos rebelando. A paso lento, pero seguro. Perdonando, pero jamás olvidando. Sí, las oaxaqueñas somos amables, pero sabemos poner límites, porque si algo no nos gusta, colocamos barricadas, cerramos calles, nos damos la media vuelta y seguimos con nuestra lucha. Y que arda lo que tenga que arder.

A mi mamá, hermana, primas, tías, amigas y conocidas oaxaqueñas y a las que no son oaxaqueñas, pero sí son cafecitas. Que nada ni nadie nos detenga, que nada ni nadie nos oprima. Que ningún hombre nos venga a decir en qué momento debemos reír, en qué momento tenemos que enojarnos, o cuándo debemos dejar de llorar. Que nadie nos diga lo que tenemos qué hacer ni cómo debemos ser. Que nadie nos humille por nuestro género, por nuestros errores, por nuestras cuerpas o por nuestro lugar de origen. Que, si algo nos molesta, tengamos el poder de decir ¡NO!

Soy chiquita de estatura, compacta, cafecita, aterciopelada, hermosa, luchadora e independiente.  Soy una mujer del sur y…¡qué bueno que me tocó ser de Oaxaca!

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Alba Miranda

La vida desde adentro

Es curioso como a partir de la pandemia varias marcas crearon el concepto de ropa para estar en casa e incluso llegué a revisar el tipo de tela, qué tan suavecita o fresca podría ser, ya que comenzamos a vivir más desde nuestros cuartos, salas, comedores, cocinas, clósets y baños, la vida desde adentro.

Reunirnos con amigas en nuestras casas se hizo una actividad más íntima, donde no había horarios, días y menos la ropa “para salir”, simplemente íbamos a casa de una amiga a echar el chal a gusto, sin mayores pretensiones que a lo mucho una foto de elevador.

Y fue en sus lugares de diario donde encontré pequeños metros cuadrados para hablar, reír, comer con las manos, llorar, acariciar perros, decirles hola a los gatos y lo más importante: sentirme segura.

Estos espacios se reducen a una barra de una cocina, con el mejor café de Xalapa y unas galletas rosas esponjosas; a una mesa tan suave y perfecta que todo lo que se sirve para comer es un manjar; un sillón de dos perras territoriales que me comparten su más preciado espacio y la silla de jardín de mi balcón que invita a escuchar.

Sentirse segura, incluso dentro de nuestras casas, es una fortuna y si a eso le aumentamos que podemos contar con los dedos de una mano otros lugares, es un privilegio del cual todas deberíamos de gozar, tanto dentro como por fuera y más ahora que las jacarandas nos recuerdan que tenemos que salir y seguir la lucha. 

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Erandi Carranza

Videoclub

Dos semanas después del divorcio de mis padres inauguraron un vídeo club en el barrio donde vivía . Mi madre se hizo miembro desde el primer día. Recuerdo que la primera película que llevó a casa fue Santa Sangre de A. Jodorowsky.  A nosotras nos tomó por sorpresa que no hubiese rentado una película como La historia sin fin II que tanto nos gustaba y a la que habíamos asistido al estreno en la Cineteca Nacional con mi padre. Y ahora con la conveniente cercanía del  vídeo club planeábamos rentar, ver y repetir una cantidad insana de veces hasta aprendernos los diálogos.

Mi mamá estaba muy entusiasmada por ver la película y  frente a la videocasetera nos reveló con cierta nostalgia que antes de conocer a mi padre ella había hecho teatro universitario y actuado en la obra El juego que todos jugamos escrita por el mismo director.

Santa Sangre captó con facilidad nuestra atención porque mis hermanas y yo amábamos el circo. Curiosamente la violencia no fue un impedimento para terminar de ver la película. Al final mi mamá se mostró muy orgullosa de nosotras por terminar de verla sin problemas. Nosotras creímos en ese momento que ese era el modo de hacerla feliz y  de ahí en adelante nuestra meta consistió en terminar de ver siempre las películas pasará lo que pasará. 

Vimos muchas películas dobladas y subtituladas al español. Nosotras entendíamos lo que podíamos entender a nuestra edad. Mi mamá pretendía ver las películas, escapaba sigilosamente  a la terraza para fumar, no volvía. Muchas veces las tramas nos aburrían, adelantábamos o regresábamos las películas hasta encontrar un momento álgido  o dramático donde los personajes, gritan, lloran, pelean, roban, rompen vasos o escapan ¡Nos encantaban los escapes! Por eso amamos Thelma y Louise aunque en ese entonces no comprendiéramos de qué realmente estaban escapando y de qué después nosotras escaparíamos.

inventábamos juegos. Uno de ellos consistía en ver una escena para que  después una de nosotras formulará una pregunta en relación con lo que mirábamos. Las preguntas iban desde qué comían los personajes, hasta qué vestían, qué color de cabello tenían, ojos, lipstick, uñas, color de las cortinas, manteles, número de sillas, cuadros o ventanas. Regresábamos la película para cerciorarnos  de que las respuestas fueran correctas y ovacionábamos con aplausos a la que respondía ¡Correctamente! Todo un show.  Mi hermana mayor describía el juego a sus mejores amigas como una especie de dónde está Wally? pero avanzado porque teníamos que buscar en nuestra memoria.

Mi mamá dejó de seleccionar las películas,  dejó de cocinar y también dejó de ir a misa los domingos. La cocina, Dios y ver movies, ya no se encontraba entre sus prioridades. Un día mi hermana menor y yo rebobinamos las películas, las guardamos en el estuche correcto y salimos de casa para devolverlas al vídeo centro. Seleccionamos Los amantes del Pont Neuf  de Leos Carax  y Tacones Lejanos  de Almodóvar. Regresemos a casa. Mamá jamás se dio cuenta

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Alba Miranda

Dolores

03:50 am Semana antepasada

Me despertó el dolor, lado derecho de mi cara, mis dientes, las muelas, la encía, la sensibilidad llegó a tocar mis ojos y llorar, de impotencia, de no saber qué funciona más rápido, si un ibuprofeno o un paracetamol (ahí es cuando extraño ser hija previa a independencia y poder gritar ¡mami! y que venga a mi rescate, quejándose por qué no grité papi).

02:47 pm Semana pasada

Incomodidad de adolescente, ganas de pelear con quien sea, la señora de la gasolina, mi hermana, incluso la pared de enfrente. Hay dolores que nunca se olvidan y se reconocen con la primera punzada. Hacía muchos años no se presentaba, sin embargo, regresó, espero que, por única vez, y que sea parte de los efectos secundarios de cuando se nos revienta la tacha de la astra.

02:57 am Esta semana

No quiero abrir los ojos, siento que el dolor será más fuerte con el filito de luz que entra por el micro espacio que hay entre la ventana y el blackout. Me cambio de posición para acomodar mi cabeza con mucha delicadeza sobre una de las almohadas más suaves y que apapachan en momentos de necesidad y atención. Error, es más fuerte. Recordé que el primer dolor de este año me dejó un souvenir con 10 pastillas con micro pastillitas, tomé dos. 

Por azares de mi sistema inmunológico reconozco los dolores y decidí no vivir con ellos, sino deshacerme, quitármelos no solo de encima, vomitarlos de ser necesario, porque de pronto siento nada y sonrío. 

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Constanza

La playa

Escucho música de playa en una ciudad que nunca la ha visto. Apuesto a que un gran número de personas de aquí no han estado nunca frente al mar. Pero eso no importa porque tenemos en cambio y muy a la mano, varias formas de creer que estamos frente a la costa. Una de ellas por ejemplo es la música, o, al menos eso creo mientras sentada en una escalinata del parque en el que me encuentro, un grupo de personas baila al ritmo de bachata. Hoy sábado decidí salir al parque a tomar el sol y a caminar. A lo lejos veo una dupla de chicos que se ha vuelto famosa en redes sociales por rodar en patinetas sin camisa. Le informo de mi hallazgo a uno de mis amigos por WhatsApp y me dispongo a seguir con mi investigación. Cruzo la explanada bajo el sol de invierno que aún pica y que, a la vez, deja asomar un poco de lo que traerá la primavera. Me siento en otra escalinata más cerca de los chicos y también más cerca del grupo de bailarines que ha pasado al reguetón. Cierro los ojos y al abrirlos decido sacar el libro que estoy leyendo con mi grupo de los jueves; una mujer de mi misma edad hace lo mismo dos escalinatas más a mi izquierda y me repito a mí misma que sí me podré concentrar. De pronto un señor de traje negro se sienta al lado mío y al puro estilo de Hombres de Negro se coloca unos lentes oscurísimos y se tumba sobre su espalda a mirar el cielo. Súbitamente recuerdo que mi objetivo era la famosa dupla de Tik Tok que busco disimuladamente desde mi asiento. La gente se mueve como hirviendo en la explanada de cemento, la música en ocasiones se acopla a los movimientos rápidos de quienes ruedan en patines, lanzan balones y pasean a sus perros. Ahí está, la dupla ha dejado de lado las patinetas y ahora practican yoga en calzoncillos tostándose a propósito bajo el sol. Dejo de lado mi libro, cierro los ojos y también cedo.

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Alba Miranda

Lámpara de noche

Preparar la maleta en invierno para una carry on es un reto y más sin saber que las próximas semanas (indefinidas) serán pasados en lugares distintos. Afortunadamente tengo sangre nómada y hacer la maleta no es un suplicio, es pasar un buen rato, a veces horas, probando combinaciones hasta de los aretes, pensando qué sacar e incluso qué llevar en el bolso de mano y por qué no, en la bolsa de tela. ¿Qué llevo? Ropa, mucha ropa, algunos zapatos, accesorios, neceser con cosas del baño, algo de maquillaje, el iPad, a veces la laptop, muchos cables, medicinas, libros, la agenda, mi cuaderno y el diario.

Después de esas casi cuatro semanas lejos de mi balcón, aprendí que tengo dos momentos claves que definen mi día y mi noche: antes de prender el celular y cuando la alarma de “no molestar” aparece y sonrío maléficamente. Para que eso suceda de forma armónica necesito una lámpara de preferencia con luz cálida, que sea una buena compañera, que no me lastime los ojos cuando la recámara sigue guardando oscuridad y que la iluminación se pueda acomodar de acuerdo a mi postura y al tamaño del libro e incluso si es de pasta dura o blanda.

En cuanto me enteré que iba a pasar fuera de mi casa más de lo que pensaba, busqué una lámpara portátil, pero ahora con luz cálida, ya tenía una de luz blanca y jamás logré que me acompañara en la lectura, todo lo contrario: me incomodó. 

Después de una búsqueda sencilla, encontré una lámpara que llegó en una pequeña cajita y que tiene tres tipos de luces diferentes. Y así las semanas fueron más llevaderas y no hubo que renegar por salir de la cama y apagar la luz cuando el sueño me vencía. 

Si me vuelven a preguntar que tanto llevo cuando salgo de viaje lo primero que diré: mi lámpara de noche.

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Constanza

Community manager

Sueño, aletargamiento, dolor de cabeza; paracetamol, agua y un desayuno. Perdí el tiempo de descanso en revisar los mensajes del celular, pasaré el resto de las dos horas que quedan hasta el siguiente descanso con la mirada hacia el monitor. Recibo indicaciones que apunto, memorizo y dejo pasar apostando a que en el futuro podré consultar a mis colegas al respecto sin que nadie note que esas instrucciones las dejé pasar.

Hago un trabajo que desconozco y el entrenamiento, por más datos que apunto, parece que consiste más en habilidades multitask a las que apenas logro reponerme cuando resuelvo lo que ya me quedó atrás.

Abro un micrófono y pido instrucciones de clientes que nunca conoceré, pero de quienes poco a poco distingo por el tipo de preferencias técnicas que han dejado con indicaciones por mail. Escucho a veces algún mensaje de voz en otro idioma con acentos a los que me monto y galopo y me coloco súbitamente en sus oficinas, salas o estudios y los acompaño a decidir objetivos, frases o colores. Tecnicismos que aportan ensoñaciones. Ella es de Texas, este otro nos habló de Brooklyn, el de la vez pasada era de Connecticut. La de Texas apretaba la boca rechinando palabras apresuradas dejando indicaciones que apuntamos en frases reducidas. El dolor de cabeza lo hago a un lado imaginando que las palabras texanas rebotan en una casa de madera en medio del desierto mientras que la clienta trasnochada va en chanclas y shorts de mezclilla con una blusa a cuadros y prepara un Lipton con hielos hasta el tope.