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Tomar el sol

En tiempos de pandemia y en invierno, tomar el sol cobra todo un nuevo significado.

Es lo más cercano que tenemos a sentirnos en la alberca, en la playa, de fin de semana sin pendientes por terminar. 

Es un abrazo, al principio un poco incómodo, porque quema, pero después el cuerpo se acostumbra y nos entregamos a esa luz, ese apapacho que desconocíamos la falta que nos hacía.

Que te dé el sol, aunque sea en tus pies sin calcetines pachoncitos, que te dé el sol en el escote debajo de la camisa de leñador, que te dé el sol por la espalda mientras te tomas un café y recibes un cariño bonito.

Reemplazamos abrazos, besos por otras caricias, las de la espuma de un buen café, una video larga con una amiga, risas cómplices con quienes vivimos, vestir algo que nos hace sentir el cuerpo dentro del que vivimos, llamadas antes de dormir con un beso y un te quiero al final; pero nada como el sabor, el olor…el calor del otro.

Cinco, tres o un par de minutos, hay que hacerlo, sentir ese sol, esa quemazón que ya no tarda en llegar.

PD: no se olviden de su bloqueador.

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El estrés de lo cotidiano

Despertar y pensar cómo prepararé mi café (cafetera italiana, la normal o la última divina que me regaló mi papá). Qué taza es la de hoy (la roja de siempre, la de NY o mi última adquisición porque estaba en oferta). Rutina del cuidado de la cara (gel limpiador, tónico, vitamina c, bloqueador). Pensar en si me maquillo o no (que es ponerme rímel y delineador, y a veces me ilumino la cara, los tiempos de chapas quedaron en el pasado). Ver mi clóset (bra o no bra, como hace frío con una camisa interior está bien, y el suéter holgado ayuda). Abrir el refrigerador, recordar si toca desayunar huevitos (un día sí, otro no). Leer las noticias mientras desayuno (desde el celular o desde la laptop, todo depende de la hora en que lo haga). Trabajar (correos, teams, llamadas, repetir ad infinutm). 

Hay un momento que se tiene que parar todo esto: lavar los platos, no puedo estar con el celular y tengo que pensar qué descongelaré para una preparación rápida de comida, la cual tardaré unos minutos más en prepararla que en comerla.

Cerrar laptop (hacer el intento de: suspender, hibernar…apagar). Caminar (abrigo, tenis, cubrebocas, dinero, celular, gel). No puedo solo caminar (llamarle al celular de mi mamá, mi hermana, mi amiga o de usted). Pasar al Oxxo (tengo jugo, tengo huevitos, tengo pan, estoy bien, sigue caminando). Llegar al depa (ceno primero, me baño después, o al revés). Libro o serie (los cuentos de la argentina que no sé cómo se pronuncia su apellido o la novela que tanto presumen en Instagram; serie islandesa, la mexicana o mejor vuelvo a ver Mad Men).

Dormir, pero antes un té.

(Jengibre, manzana con canela, manzanilla o negro)

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Nublado

Que esta ciudad amanezca siempre fresca, a muy fría, no es porque sea un valle, es porque cuando decido usar una falda, un vestido o una tela que se atreva a mostrar un poco más arriba de mis tobillos, sé que estaré a la defensiva, cubierta con mi suéter negro, escondida detrás de mis gafas y aislada con mis audífonos. Por lo tanto, los aires de esta ciudad me obligan o me sugieren que me cubra, me esconda y, para evitar sentirme mal, me aísle.

Escoger lo que me voy a poner, y más ahora que regresé a la vida laboral, donde el código de vestimenta es formal y, sí, eso implica usar un ligero tacón, es todo un arte. Pensar en lo que me voy a poner es mi parte favorita de cualquier momento del día: mientras me baño, esperando el semáforo, en un concierto cuando no me sé una canción o en esos cinco minutos antes de dormir o de salir de la cama.

Siempre reviso el clima. En tiempos sin internet en el celular, lo revisaba en el periódico o esperaba las pautas de CNN con el estado del clima de distintas ciudades: Buenos Aires, Bogotá, Lima, La Paz, México, Managua, Santiago, Santa Cruz de la Sierra…

Ya tengo un outfit, los aretes, la bolsa, los zapatos (incluso con los que voy a manejar); el peinado es lo de menos, lo que importa es con qué me voy a cubrir, a esconder. Siempre me llevo algo, “por el frío”, dirían todas las madres; pero, no, lo hago para que no molesten.

A veces creo que esta ciudad nos dice: “Cúbrete mija, no vaya a ser que…”, y por eso amanece frío.

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Taza roja

Tengo manías como no repetir aretes, zapatos ni color de ropa, dos días seguidos.

Si uso anillos, tienen que estar en equilibrio, es decir, en los mismos dedos de ambas manos.

La pluma azul hecha de botellas recicladas es un capricho post-maestría. Entraré en crisis cuando la descontinúen.

Si me levanto muy temprano para escribir un ensayo o un texto que quiero que salga lindo, tomo café en mi taza roja; las otras las uso para leer, trabajar de noche y disfrutar del domingo.

Esta taza llegó en momentos de tesis, trabajos y de no saber otro camino más que el de la biblioteca, y si pudiera la llevaría conmigo a todos lados, pero no, porque siento que se le podría acabar su poder supersticioso de escribir claro y bonito.

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La delicia de buscar, escoger y luego, comprar

—Dígame, ¿en qué la puedo ayudar?

—Busco un regalo.

—¿Qué le parece? — dijo, apuntado a uno entre el montón.

—Mmmm, no. Mejor aquél.

—¿Quiere probárselo usted?

—No, no, no. Yo soy muy blanca, y ella está bronceada.

Una persona muy querida se titula mañana y no puede andar por la vida sin un artefacto especial, de esos que el simple hecho de abrirlos implica un ritual, su propio espacio, y adaptarse al objeto, no al revés.

—Mire, éste se ve divino y sienta bien.

La señora del local, sin pensarlo dos veces, hizo que probara el objeto en cuestión. Fueron tres segundos de una concentración total y un sentir de piel chinita que sólo provoca el pastel de chocolate que prepara mi hermana.

—Para regalo, por favor.

—Claro, señorita.

Papel crepé, un listón blanco y una cajita.

—Muchas gracias.

—A usted.

De la tienda a mi auto sentí que volaba.

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Tinto de verano (y por qué no también de otoño)

Ingredientes:

  • Dos o más amigas.
  • Vino. Dicen que, de cajita, pero si se entera mi papá, me quita el apellido; su regalo de ocho copas no puede ser usado con semejante mentira.
  • Refresco de limón.
  • Manzanas verdes, porque así salió en el video.
  • Una jarra. Asegúrese de tener una y no un termo para el café o el agua.

Preparación:

1. Comience con los últimos sucesos, por orden de importancia: esa llamada por teléfono, no zoom, ni whatasapp, de hace un par de días; la propuesta laboral que la dejó pensando todo el fin de semana: las noticias de la hermana que se quiere ir al sur a vivir lo último que le restan de sus veinte años. Todo ese recuento, mientras corta en pequeños cuadrados, rectángulos (o lo que le salga), las dos manzanas verdes, de preferencia amarillas y no verdes tal cual, así me dijo my partner in crime.

-Una jarra… esto tiene pinta de florero. 

Dé vueltas en la cocina, pregunte a las personas a su alrededor.

-Es la que parece florero, pero no lo es porque tiene un asa.

Revuelva los cajones, abra y deje abiertas las puertas de la cocina, y recuerde por qué nunca brillará en la cocina.

-Creo que rompí el corcho.

Por eso siempre cedo el honor de abrir el vino a mis invitados.

Busque otro sacacorchos, rece a Dionisio, venga, sí se puede, un poco más, corcho afuera. Porque, aunque el vino sea de cien pesos, tiene que respirar.

No recuerdo qué va primero. Si las manzanas, el vino o el Sprite.

2. Vierta el vino (porque está más cerca y el Sprite está enfriándose en el refrigerador). Siga con las manzanas… ah, no. Creo que éstas van al final (es que el chisme está bueno). Saque el refresco del refrigerador y mézclelo con el vino, ahora sí, más manzanas. No entran. No importa.

3. Saque las copas que guarda en su caja porque no hay espacio entre las tazas. Invite a todos a su alrededor. Un Mason Jar, también aplica, pero sólo si tiene menos de veinticinco años.

4. Agregue fruta al gusto y hielos, si es necesario.

5. Continué con el chisme y disfrute.

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Despeines

Alguna vez leí que un corte de cabello, si es drástico, implica cambios.

Desde hace un año está en crecimiento, lo cual no resultó tan fácil.

Dejé de usar shampoo y cremas de supermercado; me fui a lo orgánico y más caro, que sí tuvo un buen efecto, pero no por mucho tiempo.

El cabello creció y, así, juntos, nos enredamos.

Recurrí a técnicas del pasado: a peinarme en la ducha, a usar diferentes shampoos; incluso pensé en dejar de lavarlo, pero no, mi cabello es muy grasoso.

Consideré en comprar uno de esos peines que planchan el cabello, los vi, pero no, esa no soy yo…aún no.

Me acostumbré a su constante caída, a su desteñido naranja y a su delgadez.

Lo amarro, me lo recojo, pero también lo dejo ser; quiero que crezca y con el tiempo se haga fuerte. Con el shampoo que compré en una barata y con el peine que me recomendaste, funciona, aunque cada tanto lo tenga que limpiar, porque, a diferencia de los anteriores, éste no esconde la suciedad.

El cabello crece, mis problemas también, y así los tiño, los enredo durante el día o entre sueños, y al final sé cómo desenredarlos: cierro los ojos, batallo con los nudos, tarareo la última canción que sonaba al apagar la ducha, tiro los cabellos, y sólo me quedo con los que quieren ser.

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Una de vestidos

Hace un año terminaba de estudiar vestidos.

Al menos eso creía.

Mientras me preparo la cena, estoy en plena clase de yoga o en una reunión en la que ya perdí el hilo, pensar en qué me voy a poner al día siguiente me tranquiliza.

Analizo la situación a la que estaré expuesta, reviso el clima, recuerdo la agenda —la del correo y la que llevo en mi bolsa—, miro el cuadrado de cielo que me permite mi departamento y, si no hubo un cambio, el outfit que pensé la noche anterior, pasa a cubrirme.

Estudio las miradas de los demás, hacía donde van, por qué ahí y no allá. Algunas tienen que ser educadas y girar hacia otro lado, mientras que otras tienen que poner más que la intención.

Juego con el sonido, porque, a veces, unos tacones lejanos logran que la entrada sea más que triunfal, que sea esperada.

Ahora tengo un nuevo drama, un issue existencial, que merece un fino estudio: los anillos y aretes, que últimamente son un statement, tienen más poder que un vestido, al menos por tres segundos, porque logran fijar la mirada en un sólo lugar, y ya no somos mi vestido y yo, sino que todo mi ser se limita a un anillo negro o a los aretes de cuando cumplí veinticinco años.

No por nada la primera mujer en convertirse en Secretaria de Estado de los Estados Unidos, Madeleine Albright, tiene un libro y una exposición sobre sus broches, corrijo: sobre el poder de sus broches.

Hace un año estudiaba vestidos; hace unos meses me convertí en mi propio objeto de estudio; hace unos días, un vestido negro logró una sonrisa. 

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Copiar y crear

Escribo con letra imprenta, como un acto de rebeldía ante la manuscrita que me enseñaron en el colegio, también porque era un indicio de que oficialmente podías considerarte alguien grande.

Durante el trance para encontrar mi letra pasé por muchas copias: que si la letra era más gordita, que si ponía o no un círculo sobre la “i”, o si la dejaba sola. Incluso llegué a escribir con puras mayúsculas, sin dejar un sólo espacio entre los cuadrados, de preferencia, grandes.

Ahora sí, de grande-grande, o eso creo, ya no copio letras porque son muy pocos los que escriben a mano; ahora creo letras, una “g” y una “j” sin curvatura hasta abajo; una “s” a medias que parece una “c” al revés; una “t” sin su rayita horizontal y, ahora que me leo, a las mayúsculas les pongo mucho énfasis, como si fueran la clave de sol en un pentagrama.

A veces, cuando estoy apurada, me sale una manuscrita enojada, molesta, que sólo escribe la primera parte de la palabra, y que me obliga a confiar en mi memoria para recordarla después, lo cual no sucede; pero, sí, cuando mi letra es gordita, apretada y sin puntos ni circulitos sobre la “i”.

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Rojeidades de la mano

Me gusta más escribir con las uñas pintadas, de preferencia con un rojo llamado Pucker up; así seduzco al teclado, y el resultado puede ser tan beneficioso como una one night stand (crónicas para este blog) o una relación más larga (mi tesis de vestidos).

Pero tengo un problema, mis uñas de las manos son espantosas, parecen espátulas y crecen sin ton ni son. Y el dato curioso: no puedo con la lima, me molesta su ruido; pero, si voy al manicure, lo soporto, respiro profundo y pienso en lo divina que me veré en la fiesta.

En cambio, las uñas de mis pies son perfectas, en comparación con las que salen más a público, pueden pasar semanas y se ven muy indecentes antes de entrar a la ducha, de puntillas porque el piso está frío.

Mientras escribo esto, mis uñas están desnudas, porque no sé si mis actividades lo merezcan, y siempre pienso en lo que haré al tercer día de estar pintadas, que es cuando la desnudez decide resucitar; el color se descarapela y el look desarreglado casual de Kate Moss o Courtney Love, es un reto, entre el cabello sin preocupación y los pantalones de cuero que aún no puedo encontrar.

Podré estar flaca como la Moss y cantar Malibu en el auto en un viernes de clásicos de Reactor, pero mis uñas siempre serán la falla de origen, que si volviera a nacer pediría una mejora.