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Constanza

Terapia

Como buena millennial voy a terapia. He pasado por consultorios que inundo desde la superficie más tangible con mi físico y luego mi voz.

Un saludo normal el “Hola buenas tardes” incomoda y provoca con la frase que le sigue de inmediato “¿Cómo estás?”

Una respuesta en el consultorio que deseamos se reprima de manera natural se responde sola. Con mini gestos, con el pasar de saliva y las primeras emociones complicadas, esas con las que uno convive en silencio y antes de dormir.

Como si no importara respondemos “Bien” y entonces comienza el juego. Un ir y venir de un par de palabras, no importa si bien hiladas o sueltas, dan para estarse ahí unos buenos minutos. Si nos va bien, las emociones surgen como una charla amena, se les da la vuelta con anécdotas, chistes o situaciones que desearíamos se presentaran en nuestra vida.

Cuando no, cuando las cosas se ponen difíciles dudamos de si en verdad deberíamos de decir lo que tenemos rondando en la mente por las noches, algo tan fácil como enunciarlo, pero tremendamente complicado de admitir.

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Alba

El aire de otoño

Lorelai Gilmore me enseñó tanto de la cultura pop y particularmente a estar muy atenta a cuando llega, al menos en nuestras coordenadas: el otoño. 

Hay un capítulo que despierta a su pareja, para salir en medio de la noche a esperar esos minutos previos de cuando llega la primera nevada, porque –según ella– huele los copos de nieve que están por caer. 

Tengo ya un par de años que estoy atenta al viento, al aire, a ese frío que es distinto al fresco, porque es cierto, hay un instante que llega y me estremezco. A la señal de cambiar los rompevientos y los abrigos ligeros, por los gruesos y sacar los suéteres de poco a poco. 

También es el momento de abastecerse de té, de sacar las colchitas para leer entre la cama y los sillones, de despedirse del pan de muerto y esperar con ansias la Rosca de Reyes (de preferencia sin frutitas). Pero más que nada es el aviso que ya pronto será Navidad y en unas semanas estaremos corriendo, así que disfrutemos del primer surazo, como dicen en mi paraíso tropical.

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Constanza

Manada

Abro mis ojos un viernes por la mañana y te miro sobre mi pecho, no pesas casi nada así que pasas desapercibida la mayor parte de las horas. Despierto una, dos o hasta tres veces en la madrugada, pareces bebé porque además comes y te espero a que acabes con la luz encendida mientras yo dormito de pie. Los ruidos ya los conozco, cuando tienes demasiada hambre llegas incluso a tener gastritis y el peligro es que vuelvas el estómago, me levanto consciente de tu malestar y te sirvo de comer antes de que los síntomas empeoren, es raro que llegues a eso, pero sé que sucede. Son las seis de la mañana y el día para ti empezó desde dos horas antes. Me muevo por el cuarto buscando a tientas mis zapatos apresurada, pero en vez de los zapatos me espantan las patitas negras que toco sin ver. Ramona a esas horas es de color obscuridad que se mimetiza con la manada y se siente poco a poco más cercana a nosotros, un torbellino invisible que surca mis pies me guía hacia las afueras de la habitación hasta hacerme abrir el refri y servirles de comer a veces pienso que incluso los que ya no están me apresuran para su desayuno. Estos gatos son mi manada.

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Alba

Mérida, octubre, 2021

No deberíamos darnos cuenta que necesitamos vacaciones cuando estamos enfrascadas en una charla sin fin a las 12 del día mientras disfruto una pitahaya o cuando decidimos meternos a la alberca un miércoles a las 11 de la mañana.

Crecí en el trópico, por lo que el calor me trae recuerdos de casa, de agua de limón a la hora de la comida, cambiarse el uniforme y vestir algo más fresco y a mi gusto, leer el periódico mientras mis papás hacían siesta y mis hermanas, creo que también.

Adriana me dijo que fuéramos al club a comer y qué encanto estar con alguien como ella, realizada, sin rencores y feliz, con una infinidad de temas para platicar, tantos, que una tiene que volver al tema del desayuno porque de estar en mi paraíso tropical en Bolivia, regresamos a México, haciendo una breve parada de historias en Nueva York, y de las lecturas que ocupaban mis momentos más que libres: un libro de crónicas y otro sobre las maternidades (¡soy tía!).

Mérida es una ciudad para irse sin señal en el celular, olvidarse de los lugares turísticos, dejarse llevar por la lluvia o la sombra del día, es un lugar para ir tomar el fresco y darse cuenta que tenemos que parar, sentir como esas gotitas incómodas de sudor bajan… y respirar.

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Fatima

El Brunch

Sábado, fuimos a comprar todo lo que necesitábamos para el brunch del domingo. El mismo día nuestra madre se fue a Marruecos y un aire de libertad sopló en la casa. Este Brunch lo hicimos en el salón, une territorio sagrado para ella. Cocinamos toda la mañana del domingo como si fuera un restaurante para celebrar el cumpleaños de la amiga de mi hermana. 

Cocinamos y adornamos el salón con mucho cuidado para no ensuciar este templo que mi madre protege como si su vida dependiera  de la limpieza de este cuarto. Contamos chistes sobre lo que hubiera dicho al vernos aquí, en su hermoso salón.

Desde pequeña mi madre nunca le gustó que entráramos en esta sala que atesora como su vida.

Tiene tan desarrollada su memoria que cualquier mínimo cambio en el salón lo nota. Cada mañana hace una inspección dentro de la sala y pregunta “¿Quién hizo esto?” o “¿Quién comió aquí?”

Mis hermanos y yo hacemos chistes para saber por qué tanta pasión para este salón. Quizás esperaba la visita del rey de Marruecos o quizás, la visita inesperada de alguien y así mi madre, con su salón perfecto haría hacer notar la limpieza y el orden de este su salón.

Pasamos el día entero de brunch con los reflejos de los objetos que lo adornan viéndonos festejar. En este mismo salón nuestra madre ha sido generosa con su hospitalidad con  sus amigos, familiares, hijos y a extranjeros intachables. Y esto también lo heredamos de ella.

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Constanza

Buscando a Beatriz

Hace poco tuve que releer la vida de Beatriz o más bien lo que alguien escribió sobre Beatriz. Una niña beata o al menos así lo fue en la mente de alguien. ¿Quién sería Beatriz en estos días? Si seguimos la narración original la niña ahora mujer seguiría siendo un ser inalcanzable, angelical, capaz de otorgar o quitarle la vida a quien sea que fuera tocado con su mirada. 

Si abordamos la misma pregunta fuera de la narración original, pero apegados a lo que dice la historia, en realidad no sabemos casi nada de ella. Sabemos que fue una mujer que llegó a casarse y que también una de ellas llevaba el nombre de la hija del escritor medieval.

¿Cómo sería ella en nuestros días? Me pregunto al salir a comprar. Quizás se habría presentado con su propio nombre: Beatrice, con ch, por favor. Quizás le estorbaría el corpiño y las faldas largas con las que el escritor una vez la presentó. El tono de su vestido que una vez fuera rojizo sería ahora un blanco que llevaría ya muy manchado y sería una asidua al líquido quita manchas, quizás habría optado por un tono marfil, aunque se alejara un poco de la idea original de pureza. Una idea por cierto algo ya inalcanzable ¿quién podría mantener en la mente la idea de permanecer puro? 

Apuro el paso porque se ve que va a llover, entro al súper y sigo imaginando. Ahora es una Beatriz de pelo negro que busca esconder un poco sus canas así que busca entre los tintes un tono que no se aleje tanto de lo que alguna vez en aquellas páginas fue color oro. Imposible alcanzarlo en estos días. Camino un poco más y veo de nuevo a otra Beatriz, ahora lleva unos pantalones rotos a propósito y unas sandalias que dejan ver sus pies un poco maltratados, pero con las uñas de color naranja. Pareciera que los clichés angelicales no están ya por ningún lado más que en lo que alguien imaginó alguna vez sobre cómo debería ser su Beatriz.

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Alba

Flores

Son casi las seis de la tarde y llego al depa después de ir al trabajo, vengo cargando la bolsa, el abrigo, el paraguas que no se usó y como todas las mujeres, hago malabares para encontrar las llaves, porque no quiero soltar las flores.

Abro la puerta y lo primero que veo son las flores de hace una semana, y sonrío porque traigo otras más. Dejo mis cosas y comienzo un ritual no tan reciente, pero que disfruto, de quitarle las hojas y ponerlas en un florero y escoger algunas para la ventana de la cocina y alegrarles la vista a las vecinas.

Mi abuela decía que las amarillas dan suerte, porque así lo escribió Gabriel García Márquez; mi mamá es lo primero que ve que falta en un lugar, y yo puedo contar con los dedos de una mano las veces que un chico me ha regalado flores, sin embargo, me faltan manos, para enumerar las veces que mis amigas, mi mamá y mis hermanas, me han regalado flores.

Y ya con el florero en mano, viendo cómo se pone la tarde, me paro en seco por un segundo y me llena de orgullo saber que yo me compro mis propias flores.

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Constanza

Los Mazzotti

Tomé la llamada con una invitación a escribir sin saber que iba a tener que investigar sobre la misma caja de Pandora. La coloqué en mi escritorio. Pasó ahí la noche, la miré, la dejé reposar. A la tarde siguiente decidí abrirla, tan abierta como las mismas bisagras permitían dejar salir preguntas como callejones sin salida.

Escribir sobre una familia es difícil, mucho más si no hay nadie a quien preguntar esos detalles que provocan o estancan los giros de tuerca a las dudas que parecen ir a ningún lugar y que carcomen con heridas y dudas.

A lo largo de pocas semanas abrí tantos archivos, busqué en bibliotecas, pedí favores, leí una y otra vez las memorias de mi abuelo como me lo permitían las fuerzas que me daba el poder llegar a contar esta historia. 

Invité a mis sueños a mis antepasados que ahora llamo con cariño “Mis Mazzotti” que trajeron a cuestas herramientas de trabajo en complicados viajes en barcos en los que cruzaron varias veces el Atlántico para llegar a México.

Las vías para llegar y salir de Coreglia Antelminelli, el pueblito italiano de donde salieron los Mazzotti a buscar nuevas oportunidades por sobrevivir hacia América son difíciles incluso en este siglo. Imaginar cómo hicieron en ese entonces para salir de ahí cuatro de ellos a finales del siglo XIX me provoca angustia de tan sólo pensarlo.

La historia de “Los Mazzotti, Una familia de marmoleros en México. Siglos XIX y XX» forma parte del libro Arquitectos y artistas en la diáspora italiana en Latinoamérica de la editorial italiana Aracne, a cargo del Dr. Martín Checa-Artasu y la Dra.Olimpia Niglio quien a su vez se encuentra a cargo del proyecto “Italian Diaspora in the world”. El libro contiene dieciseis textos sobre arquitectos, escultores y pintores que migraron en su momento de Italia a Latinoamérica y cuya herencia biográfica, arquitectónica y cultural se ve reflejado en el legado histórico y cultural de los países que conforman esta región del continente. De igual forma, muchas de esas historias nunca habían sido visibilizadas hasta ahora, tal y como sucedía con la historia de los Mazzotti.

El artículo está escrito a dos manos compartiendo autoría Humberto Mazzotti y su nieta, quienes retratan a sus familiares italianos dedicados al mármol provenientes de Coreglia Antelminelli cuyos primeros registros indican que llegaron a México entre 1890 -1892 y la vida que se forjaron en este país ejerciendo su oficio durante la época del Porfiriato (1877-1910) y de la Revolución Mexicana (1910-1924). 

La historia de los Mazzotti ha sido para las nuevas generaciones de esta familia un relato entretejido entre alegres bullicios y a bajas luces. Esto porque en un inicio, la historia resultaba demasiado incómoda y lejana como para lograr asirla detalle a detalle. Tantas mudanzas, cambios de lugares de residencia de los antiguos Mazzotti ensombrecían las palabras que el abuelo dedicaba en cada efervescente reunión familiar. 

El artículo, además de visibilizar, desmitifica y honra una historia familiar, que no solamente migró, sino que forjó, con su trabajo de piezas religiosas para monumentos, iglesias y tumbas parte de la riqueza cultural del México moderno.

Es ahora cuando comprendo por qué Humberto padre y abuelo decidió redactar las memorias que van desde los recuerdos de los Mazzotti llegando a México, pasando por la vida de su padre luchando en el cuerpo militar de la División del Norte hasta las razones de su entrada al ejército mexicano; todo este relato, redactado en un cuadernillo de 81 páginas que entregó a cada una de sus tres hijas.

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Fatima

Le Parc des Chanteraines

Caminar por el parque es una actividad hermosa para el alma. Generalmente me siento 

muy energizada después de un paseo. Me gusta el aire que toca mi cara, mi piel y mi cabello. Parecería como si flotara y nada pudiera detenerme. El parque sabe todo acerca de mí; sabe que tan rápido o que tan lento camino, si me siento a gusto o si necesito llegar de una vez a casa. Honestamente creo que estos árboles saben mucha más sobre mí que mis propios amigos y familiares. Esta relación tan íntima con los parques inicia caminando hacia los espacios verdes. El color verde y el aire provocan la mejor sensación justo detrás del cuello ligeramente sudado.

Entrar al parque es abrirle la puerta al alma para que vuele libremente entre los árboles.

Lentamente uno se mimetiza con el parque y, cuando uno se sienta sobre la tierra se experimenta una energía reconfortante alrededor del cuerpo.

En el parque siempre estoy perdida en mis pensamientos con monólogos infinitos. Después de purificar mis pensamientos, regreso a casa con mejor pensamientos y una ligereza que se siente como si caminara en las nubes.

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Alba

Pestañitas

Sentada al filo de su cama, con su neceser gris de Lancôme, veía a mi abuela. El cuarto lo recuerdo oscuro, pero entraba la luz de la mañana a través del enorme ventanal de las escaleras. Y allí estaba ella, pintándose las pestañitas, primero se las enchinaba con el abrecartas en forma de espada con mango de madera, si mal no recuerdo, que pertenecía a mi abuelo, y ella maquillándose, de ratos tomando sorbos de su jugo de naranja en esos vasos color… oxidado.

Era su ritual, su manera de comenzar el día, como de muchas mujeres. Algunas, como Reyna no pueden salir sin los labios pintados, otras como Liliana, sin las sombras de ojos, o Constanza, sin el delineado que ha sobrevivido días de pandemia en casa.

Pero sigo viendo a mi abuela, sentada, haciéndose pestañitas como ella decía, para abrir sus ojos, para ver y sentirse mejor. Luego de pintarse, agarraba su peine verde aguamarina, de dientes anchos y se arreglaba o desarreglaba los chinos platinados, cogía su bolsa, negra casi siempre, y una mascada impregnada en Paloma Picasso.

Heredé unas pestañas largas y de aguacero, con unos ojos grandes. No tengo el abrecartas de mi abuelo, pero si una cucharita de casa de mi mamá y espero algún día tener una cucharita con más historia. 

Hay días y días, pero nunca nos olvidemos de nuestras pestañitas.